Alejandro Oliveros: variar vida y destino
Alejandro Sebastiani Verlezza
¿Qué has hecho alma mía con todos estos años?
¿Qué mares y collados, qué pueblos y ciudades te ha tocado reposar en tu mirada para ser perdidos?
Ya no sabes en qué tu vida ha sido probada, ni en los cuerpos ni en las lunas amadas.
¿Qué has hecho alma mía con todos estos años?
A.O. “Año 2000”.
Todas las madrugadas, un hombre comienza a emborronar un cuaderno tras otro. Allí reflexiona sobre lo que lee, lo que ha escrito y va escribiendo. Escribe sus diarios. Incómodo, también sabe detenerse cuando sus plumas lo traicionan. No importa el cansancio, solo una crisis lumbar puede amenazar su faena. Aun así, se hace inyectar (sus conocimientos médicos lo facultan para anotar sus propios diagnósticos: medice cura te ipsum). Sigue haciendo anotaciones y repasa los más variados sucesos: un viaje, el encuentro con algún vino. Revisa sus traducciones, enmienda las que no son de su agrado. Insiste en sus temas: el barroco, Shakespeare, la poesía norteamericana, los estoicos, los griegos, Pound, Eliot, Donne. El calor aparece una y otra vez como una amenaza. Piensa en su hija: la escribe, la extraña.
Ese mismo hombre viaja una y otra vez desde Valencia hasta la Escuela de Letras. Registra algún incidente en la carretera. Vuelve sobre alguna observación que hizo en clases. Transcribe los síntomas de sus agotamientos. Novelas, obras de teatro por escribir, el país y su pérdida de rumbo, son algunas de sus quejas que terminan, por suerte, desdibujándose con el relato de alguna excursión a Europa -y el particular sosiego que puede brindar un sello negro. “No escribo solo para publicar”, va diciéndose a sí mismo, como buscando una orientación a la tarea que se ha impuesto, “lo hago para tratar de justificar mi presencia entre los hombres”.
Leer sus diarios es gratificante. Equivale a estar en sus clases. Amena, exigente inteligencia, un toque de angustia que se va dispersando entre más tragos y viajes. En sus diarios de 1995, los primeros que publicó, Oliveros hace mención de una estancia en Nápoles. La recordé con sus paisajes, sus azules intensos, su alegría caótica, esas inolvidables visiones del Vesubio y las ruinas de Pompeya; una tarde, siendo un niño, me lancé solitario a recorrer, con todo el placer de la evasión, pequeñas y caracoleadas callejuelas. Todavía recuerdo los espacios cálidos que la luz iba propiciando sobre los techos. Si algo gratifica en la lectura de un escritor es justamente eso: la recuperación de impresiones sepultadas en alguna oscura trastienda de la memoria. Tante grazzie!
Tanto se aprende de Oliveros y sus diarios: la importancia de traducir y leer en varios idiomas, ser disciplinado, enseñar y cultivar la claridad en una poesía que no renuncie a la epifanía. Siempre hay en sus páginas un aire mundano y eso también se agradece. En todo caso, quiero referirme a otra de sus reflexiones. “Una de las mayores dificultades de la poesía de la cotidianidad es su aparente facilidad”, escribe Oliveros en su 1995. El reparo es más que evidente.
Cierta poesía, en su apuesta cotidiana, puede volverse banal, gratuita. Se trata de algo parecido a un ejercicio de atención. O una espera: precisamente la de ese instante raptado que es la epifanía. Y parece ser que esa experiencia puede estar a la mano. “La cosa está allí, una silla, una mesa, un florero, un amigo, una novia, un gato. No es necesario ir a buscar la experiencia a Gallipoli, el lago de Tanganika o las márgenes del Puerto Ayacucho. Lo que hace falta es transcribir la vivencia sensorial o emocional”. Lo anterior, en rigor, debería completarse con una inmersión corporal en lo cotidiano que depare algún descubrimiento.(...)
Vuelvo a otra anotación de Oliveros: “De pronto, los objetos de todos los días, las situaciones más corrientes, se revelan de una manera especial. Lo ordinario convertido en presencia reveladora. Aparece como el primer día de la creación donde todo era por lo menos insólito”. Esta es una sensación sutil, escurridiza muchas veces. Son instantes cargados de una especial riqueza, algo así como el arrobo más puro -y más intenso- de lo sensorial. Y para recibirlo, me digo, hay que estar en una especial disposición. Hay emociones intransferibles.
No siempre, se me ocurre, las apariciones cuentan con una lengua que las contenga. “Al igual que la relación sostenida con los objetos”, observa Oliveros con un notable sentido de la agudeza, “la experiencia epifánica es individual. Pero no por cuestiones de decoro o timidez. La epifanía es una gracia que se confiere en un instante”.
Oliveros, me parece por momentos, quisiera conducir al lector hacia el lugar de su evocación y propiciar una rebote de su experiencia -algo así como una alianza entre lo vivido, lo recordado y lo leído conjugados en un instante de especial atención sobre el yo. Total, no hay garantías: la aparición de la epifanía es caprichosa. Se da solo en ciertos cuerpos. Los elige bajo sus enigmáticas leyes, podría decirse. “Un observador puede pasar años en la contemplación dilatada de cosas o sucesos -anota Oliveros- y no ser nunca bendecido por esta experiencia. Es una vivencia súbita y fugaz. Cosa de segundos en los cuales las cosas aparecen con rasgos insólitos e inquietantes. Rápidamente todo vuelve a su apariencia original”.
Poeta de Valencia
Hay un puente entre ese instante privilegiado y su expresión. El poeta no siempre tiene que cruzarlo. Tampoco se trata de exactitudes sino de cómo encontrar una correspondencia entre lo impreso en los sentidos y su manifestación exterior plástica y visual (algo de esto ocurre en Kavafis y en los poetas que Oliveros imita). Muchas veces el poema solo roza el asunto que se propone tratar. Entonces es posible conjeturar que algo más pasa. De esto sabe Oliveros. En “Objetos”, por ejemplo, veo un aire de esa experiencia epifánica. Hay cierta austeridad que recuerda a las naturalezas muertas de Giorgio Morandi (quizá los grises de su paleta me lleven a decir esto). Los objetos son los objetos. Están ahí y a veces pareciera que tienen ojos. Respiran y comparten su existencia en la tibieza de la luz. Después de todo, no estoy muy seguro. Siempre inquietante, quizá la epifanía sea algo más sencillo y no por eso menos hermoso. Por ejemplo: Sobre la mesa de largas patas una cafetera rebosa menudos follajes. Su brillante superficie nos contiene: jaulas, helechos y ausentes miradas. El verde del mantel cede ante las crecientes manchas de café, cigarros y aceites. Sobre la mesa, sin encontrarse, libros y cuadernos, papeles y lápices se disponen a una cierta distancia. Otros objetos en los estantes esconden tras las formas la pobre extensión que los anima. Cada uno en su silencio mantiene su brevedad ante la noche.
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