La más reciente novela de José Napoleón Oropeza, El cielo invertido (co-edición entre Bid & co. editor y la UCAB, 2016), culmina una tetralogía iniciada con la publicación de Las redes de siempre en 1976 y que incluye Las hojas más ásperas en 1982 y Las puertas ocultas de 2011. Esta última novela no solo es la más lograda de las cuatro, aún cuando hayamos asistido a la elaboración de un universo ficcional único en Venezuela, sino que se asoma como la más importante obra de ficción escrita en nuestro país en las últimas décadas. El largo relato, más de cuatrocientas páginas, es una exploración sobre el significado de la vida del Obispo Mártir Monseñor Salvador Montes de Oca, asesinado el 10 de septiembre de 1944 por escuadrones de las SS en el Monasterio de los Cartujos en Lucca, Italia, pocos días antes de la liberación por las fuerzas aliadas. Pero también es el relato de la vocación poética de un joven seminarista, Eduardo Montes, que sueña con escribir la historia del Obispo y termina alucinando diálogos con Montes de Oca en un intento por descifrar la verdad de su historia, tanto en Europa como en la ciudad de Valencia. Los esbirros nazis torturaron y fusilaron ese día en un aquelarre de crueldad a todos los monjes del Monasterio. Y lo más trágico no fue que los americanos llegaron a la Toscana apenas unos días después del crimen, sino que de alguna manera, como lo dice uno de los personaje de El cielo invertido, Monseñor Montes de Oca es un muerto de la Iglesia Católica, ya que el suceso, como llamaría el incidente la prensa de hoy, fue el fruto de una conspiración iniciada años antes, gracias a la ambición y envidia de algunos curas y familias conocidas del centro del país, que no toleraron ver a un sacerdote caroreño, de origen humilde, ajeno a los intereses de los poderes de este mundo. Todo conspiraba contra él en esa década de los treinta, cuando el régimen del General Juan Vicente Gómez, aliado a ciertas familias de ínfulas aristocráticas en el interior del país, impedía el desarrollo de una cultura democrática. La muerte de Montes de Oca es un hecho absurdo que de alguna manera compartió también el gran teólogo alemán Dietrich Bonhoeffer, fusilado el 9 de abril de 1945, un par de semanas antes de que los americanos liberaran el campo de concentración de Flossenbürg, donde permaneció detenido hasta el día que fue colocado frente al paredón. Ambos personajes nos han acompañado desde años atrás, quizás más el Obispo Mártir –cuya solicitud de Beatificación fue iniciada hace poco por el hoy Cardenal Baltazar Porra y el actual Obispo de Valencia, Monseñor Reinaldo del Prette–, porque no hay zona de Valencia que no lleve su nombre o nos recuerde su figura. Pero Bonhoeffer siempre ha estado presente, desde que empezamos de joven a leer sus escritos sobre Etica, así como sus cartas desde la prisión, en nuestra precaria y siempre deficiente formación intelectual como cristianos, que creció lentamente, gracias a la generosidad de amigos o familiares que viajaban al extranjero con encargos de libros.
La vida de Montes de Oca fue trágica y su muerte ocurrió antes de tiempo y como la de toda persona valiosa que se va en horas tempranas de su vida, su trayectoria se ha transformado en un ejemplo de honradez y disciplina. Fue ordenado como el segundo Obispo de Valencia en 1927, con apenas 32 años de edad, pero dos años después fue desterrado a Trinidad por el régimen de Gómez, con la complicidad de adulantes carabobeños que conspiraban para sacarlo de la Arquidiócesis. La razón fue sencilla: en un acto de gran valor se negó a acatar las órdenes de las autoridades que buscaban impedir el sepelio religioso de un opositor asesinado en la cárcel, con la excusa de que se había suicidado y por lo tanto no podía recibir el auxilio espiritual de la Iglesia. Monseñor desafío a la Sagrada, como llamaban a la Policía Militar, abrió el ataúd y al constatar que el muerto había sido salvajemente torturado, dio una misa a cuerpo presente en la Catedral y acompañó la procesión al Cementerio de Valencia. Poco después se encontraba pasando trabajo en Trinidad. Gómez levantó la expulsión en 1931, el Obispo regresó a Venezuela, renunció a la Diócesis y volvió a Italia, siempre con la idea de ingresar como novicio a la Orden de los Cartujos, pero sufrió un nuevo ataque de familias carabobeñas, auxiliados en su terrible plan por el Nuncio, que fabricaron un expediente que pretendía alejarlo de toda zona de influencia o simpatía en el Vaticano. No regresó vivo. Una misión encabezada por el Padre Rotondaro partió a finales de 1946 a la Toscana, con el apoyo del Presidente del Congreso Nacional, presidido entonces por el poeta Andrés Eloy Blanco, a quien Montas de Oca había ayudado cuando fue perseguido por las oscuras fuerzas del gomecismo. Una campesina, ya de avanzada edad, vio al cura caminando triste por los alrededores del Monasterio, ya convencido del fracaso de su misión de encontrar y repatriar los restos del Obispo y le mostró dónde estaba enterrado. Al abrir la tumba, los huesos de su mano todavía conservaban el Breviario que no dejó de apretar cuando lo fusilaron. Fue recibido con honores por las autoridades del Congreso, cuando las fuerzas democráticas arrebataron al poder a militares que pretendieron usufructuar la nación como si fuera botín y patrimonio personal.
Oropeza utiliza una narración caracterizada por cambios de ritmo y distintas referencias textuales: cartas y documentos históricos mezclados con el lenguaje poético del más importante narrador de El cielo invertido, el joven seminarista y alter ego del autor, Eduardo Montes. Sin tener conciencia de la transcendencia del hecho, el muchacho recuerda en las primeras páginas de la novela a una tía a orillas de un río en Barinas, conversando e inventando canciones con la poetisa Enriqueta Arvelo Larriva, que visitaba mensualmente a su familia, un instante premonitorio de futuras ambiciones literarias. El hecho poético, la proeza de una lengua capaz de palpar el rostro de individuos que ya no están, pero que nos iluminan con fuerza, transforma la historia del Obispo Martir en el relato de una vocación literaria. El joven se da cuenta que debe contar su historia, recrear en imágenes el significado de los obstáculos colocados frente al Obispo, sin sacrificar la claridad un intelecto privilegiado para el estudio del latín y la filosofía. El registro simbólico de la realidad se multiplica a medida que avanza el libro: ensoñaciones, negociaciones políticas entre Gómez y la Curia, documentos del Tribunal Eclesiástico y misivas familiares. Sólo la aceleración del ritmo es constante y hasta el mismo climax, cuando asesinan a Montes de Oca y descubren su cadáver muchos años después. Oropeza logra aproximarse a la vida del Obispo Mártir, reiteradamente traicionado por quienes creía eran sus amigos y lo hace posible a través de la aceptación de un joven –el alter ego de JNO– de su vocación literaria, empeñado en continuar su diálogo íntimo con el fantasma de un santo que marcó la ciudad de Valencia con su sangre, coraje y nuestra vergüenza.
El cielo invertido
José Napoleón Oropeza
Bid & co. editor / UCAB
Caracas, 2016
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