El dragón y sus múltiples rostros
“Viajamos con Ricardo Bello, a través de la concatenación de
fragmentos de ese diario, en los cuales se combinan la narración de anécdotas
personales y la exégesis de textos ajenos”
By JOSÉ NAPOLEÓN OROPEZA
El Nacional Papel Literario 12 DE FEBRERO DE 2017
“El instante es un cuerpo que cambia de mundo”
Roland Barthes
I
A finales de septiembre del año 1983, cuando entré a una de
las aulas de clases de la Universidad Simón Bolívar, dispuesto a reinventar los
posibles conocimientos adquiridos en mis años de estadía en los Seminarios de
Guanare y de Barquisimeto y, luego, en el Kings College de la Universidad de
Londres, sobre los temas insondables de la imagen y la epifanía, como puntos de
llegada y de partida en todos los lenguajes del arte, armado, como siempre lo
he estado, de una Biblia, ya casi descuadernada, y de los poemas de Enriqueta
Arvelo Larriva, descubrí, de pronto, a un joven que me sonreía desde el
pupitre, sin quitar la vista de los libros que llevaba conmigo.
Como siempre lo hago cuando entro en un salón de clases,
coloqué los libros sobre la mesa, sin perder de vista al joven que seguía mis
movimientos. Pícaramente, dibujaba una sonrisa mientras se cambiaba, una y otra
vez, de pupitre, como si no se sintiera cómodo en ninguno de ellos. Solo se
serenó cuando ocupó uno de los asientos de la primera fila, equidistante al
mío, sin apartar la vista de los libros, mientras yo me disponía a comenzar un
nuevo viaje hacia el tema favorito en mis clases y en las conferencias dictadas
a lo largo de toda mi existencia: La imagen y la epifanía, los pozos
insondables en el arte.
Aquella tarde inolvidable, pasé más de tres horas, hablando
de ese tema, mientras los oyentes, quizá asombrados, estupefactos pero no
aburridos, reinventaban, desde sus pupitres, algunas anécdotas sobre la batalla
de Jacob con el Ángel; los espejos de Salomé y el engaño a la Reina de Saba; el
rapto de Helena y la fábula del tiempo a partir de la imagen de un niño que
juega a crear el sol frotando dos piedras, tratando de sacar chispas de las
disquisiciones de los filósofos presocráticos, en especial las del gran
Heráclito de Éfeso: sintetizaba, a través de mi discurso, en la gota de un río
inagotable, todas las fábulas en los pies de un niño que, al jugar con las
piedras, medía el universo y reinventaba las múltiples historias tejidas por
los oyentes desde sus pupitres.
El joven que no dejaba de sonreír, no reescribía ninguna
fábula. Seguía mirando atentamente el puñado de libros colocados por mí encima
de la mesa. O, por lo menos, eso creí en aquel instante cuando –sin esperar a
que terminara la clase– se levantó y, después de pedirme permiso, casi en
susurros, tomó uno de los textos que llevaba conmigo. Empezó a hojear el libro
que habría llamado su atención, desde el momento de ser colocado encima de la
mesa: El otro incastrable, de Daniel Sibony.
Retornó al pupitre con el libro en la mano. Luego de
hojearlo, registró en una libreta los datos bibliográficos. Se levantó de
nuevo, para devolverme el libro, después de darme las gracias, tras un apretón
de manos y pronunciar su nombre:
―Gracias, profesor. Soy Ricardo Bello. Saludos le envía su
amigo Oswaldo Trejo.
Desde aquella tarde, la presencia de Ricardo Bello ha sido
constante a lo largo de toda mi existencia. Sin intuir, en aquel instante que,
empezaríamos a tejer una amistad tan sólida como una de las piedras que acomodo
en el canastillero de mis santos. Desde esa tarde, empezamos a intercambiarnos
libros y a comentar lecturas, tras cada uno de nuestros prolongados encuentros,
durante casi cuarenta años.
Compartimos experiencias laborales en el Ateneo de Valencia,
institución en la cual Bello se desempeñó ad-honorem, en calidad de Director de
Artes Visuales, mientras, al mismo tiempo, nos asesoraba en la organización de
los Coloquios de Literatura, junto con la infatigable Sachenka Oropeza, así
como en la conservación de la valiosa colección de arte del ateneo y su
Biblioteca Enrique Tejera, única en su riqueza patrimonial en materia de
sociología, filosofía y lenguaje de las artes, en el interior de nuestro país.
Aquel joven que conocí en la Universidad Simón Bolívar,
quien se trasladó de Caracas a Montalbán, para dirigir la producción de
naranjas en la Hacienda Montero, situada en Montalbán, Estado Carabobo, y,
ocasionalmente, dictaba clases de Postgrado en la Universidad de Carabobo,
siempre me sorprendía con su erudición, por la fogosa pasión por los libros.
Seguramente no solo me sorprendería a mí, si no, también, a quienes fueron sus
condiscípulos, cuando cursó estudios conducentes a la Licenciatura en Letras en
la Universidad Central de Venezuela y de Maestría en Literatura
Hispanoamericana y de Doctorado, en la Universidad Simón Bolívar, de Caracas.
Su erudición sorprendía, de una o de otra manera, a quienes lo hemos tenido
cerca, erudición que ha estado acompañada de una incansable e infatigable producción
literaria que incluye novela, ensayo, crónica, publicados desde el año 1992,
cuando dio a conocer su novela Anareta y un hermoso y
contundente ensayo: “Lezama Lima, lector de Pascal”.
II
Después de siete libros publicados, nos sorprende ahora con
un hermoso libro titulado El año del dragón, publicado en el
año 2015, por Editorial La Castalia, dentro de su Colección Revista
Montero, texto que pareciera resumir en sus páginas, no solo la experiencia de
Bello como escritor, sino, al mismo tiempo, hilvanar anécdotas en un diario que
tiene la particularidad de ser estructurado en fragmentos. A través de la
lectura de tales fragmentos, asistimos, con el autor, a la recuperación de su
experiencia vital como estudiante de bachillerato en los Estados Unidos,
estudiante universitario en la UCV y en la Universidad Simón Bolívar y, al
mismo tiempo, a una suerte de inventario de lo que fue y sigue siendo su
formación como escritor.
Al recorrer los espacios de El año del dragón viajamos
con Bello, a través de la concatenación de fragmentos de ese diario, en los
cuales se combinan la narración de anécdotas personales y la exégesis de textos
ajenos. Ambos recursos resultan fundidos en el diario, en pos de plasmar, a
través de un contrapunto de técnicas literarias –descripciones, diálogos,
monólogos– visiones y recuerdos apasionados de una vida contada en
instantes transmutados en aristas iridiscentes: una historia hilvanada a partir
de la conciencia de la aceptación de la memoria como fragmento luminoso,
coletazo de un dragón y llamarada.
En sus brillantes ensayos anteriores: Lezama, lector
de Pascal –libro que debería ser reeditado y que un Charles
Baudelaire, aun cuando se me acuse de hereje por emitir tal aseveración, leería
con entusiasmo, tras descubrir, en este texto, un cruce semántico con su
magistral y paradigmático poema Correspondencias–; Arte y
miedo; África y la Teoría Literaria, como digno heredero de
Michelle De Montaigne, Ricardo Bello nos deslumbró con su capacidad reflexiva,
el abordaje lúdico de sus disquisiciones y correspondencias entre sus
pensamientos y reflexiones con referencias a citas de numerosos autores.
Estableció, de esa manera, un verdadero cruce de espejos, como búsqueda formal
en su creación literaria, acompañando su tránsito con referencias a esos
autores que cantan los transportes del alma y los sentidos. Sus
primeras obras echaron los cimientos de un lenguaje que fundiría reflexión y
poesía. En El año del dragón, hasta hoy, su última obra, anuda,
definitivamente, la forma de todas sus creaciones anteriores. Ellas signaron
los puntos de partida, la confluencia de voces ajenas y la suya propia, en su
tránsito exegético por los hallazgos de otros autores cuyos legados
reinventaría Bello de manera lúcida, proporcionando “nuevas” visiones, novedosas
lecturas de grandes filósofos y poetas estudiados por él a lo largo de toda su
existencia.
El año del dragón, sin duda alguna, gran nudo formal,
funde y reescribe todos los hallazgos de Ricardo Bello, en su peculiar tránsito
por el terreno resbaladizo del ensayo como espejeo insondable. Las técnicas del
contrapunto y fundido constantes, tras el cruce de reflexiones propias con los
hallazgos de otros autores –técnicas, como hemos señalado, ensayadas en sus
obras anteriores– alcanza en este libro, la síntesis plena de diversos géneros
literarios: el espejo deviene como producto de la síntesis de técnicas del
ensayo, del cuento y de la crónica. De esa manera, Ricardo Bello alcanza, en
esta obra, un verdadero paroxismo.
En El año del dragón, Bello, no solamente
recurre al espejeo constante como sustrato y fundamento de sus reflexiones,
sino que incorpora, además, como señales de identidad, un continuo devaneo de
crónicas y cuentos, a partir de un progresivo registro de voces. Esas voces
hilvanan o funden los fragmentos que remiten a situaciones anecdóticas
relacionadas con las vivencias del autor. Pero, también, con el universo
familiar que rodeó a Ricardo, a lo largo de sus años de adolescencia y adultez:
entre ellas, la imagen de su padre, Ricardo Henrique Bello, profesor de
filosofía, de larga data en la Universidad Central de Venezuela, gran arquetipo
entre todos los miembros de su universo familiar. Su padre facilitó, no solo
los recursos para su formación personal, en lo intelectual, sino que hizo partícipe
a su hijo de la vivencia y llama constante, siempre encendida por la pasión
hacia los libros, así como, también, le brindó la información, la pasión por el
conocimiento y el abordaje de temas filosóficos. Pero, sobre todo, un ser
sumamente valioso en su tenaz tarea de inculcar, en su hijo, los valores que
signarían la continua e infinita búsqueda del joven Bello: la especulación
constante, la aventura de su formación intelectual y humanística. Igualmente,
su padre brindaría la asistencia y el apoyo moral a su hijo, cuando este
decidió dar un salto existencial a través del tránsito por experiencias con
sustancias alucinógenas, tras la búsqueda de un gran valor que pareciera haber
sido para Bello un puente, su más grande pozo existencial: el afán por la
búsqueda de la libertad plena.
El ansia de la libertad, condujo al joven Bello a una
experiencia que marcaría su existencia como norma y escudo de vida: el viaje
constante, la aventura, el tránsito por diversos escenarios, tan pronto decidió
dejar la casa de sus padres. Esos escenarios –espacios citadinos y espacios
literarios– devendrían luego, tanto en chispas como en llamaradas: su
concurrencia a las aulas de clase en Colegios norteamericanos, en la
Universidad Central de Venezuela y la Universidad Simón Bolívar, y el recorrido
por los libros de diversos autores, se constituirían para el joven estudiante
en auténticas sombras, en verdaderos árboles de un bosque de ensoñaciones
constantes. Tales experiencias signarían, cada vez más, de manera creciente,
como ola que vuelve, su deseo de aprehender lo real y lo literario hasta
transformar ambas latitudes, a partir de sus vivencias personales: un espejo
donde se empozarían los hallazgos y, a la vez, un acerado estímulo interior a
continuar viajando, conociendo espacios geográficos tan diferentes, como
pudiesen ser Cumaná y Boston, entregado plenamente a experiencias íntimas: el
amor, la lectura y la reinvención de imágenes y símbolos de centenares de
autores.
III
Si en sus primeros ensayos Ricardo Bello, de una manera
lúcida, hermosamente plasmada en fulgurosas disquisiciones, nos sumergiría en
la reinvención de hallazgos de Montaigne, de Friedrich Nietzsche o de George
Lukács, en El año del dragón, junta todos esos hallazgos.
Produce y nos entrega una obra contundente en el manejo de una estructura
musical, de frases y de voces que giran alrededor de un núcleo en cada uno de
los fragmentos del diario. En esas frases, en esas voces, se registran las
diversas experiencias por las cuales atravesó, en pos de vivir todas las
experiencias necesarias para acerar el alma y ¿por qué no?: terminar anudando
todas sus experiencias existenciales, al mudar de piel, convertido, finalmente,
en un dragón.
En El año del dragón se fundamentan y
anudan, tras el contrapunto de anécdotas y de reflexiones sobre la vida y sus
diversos tópicos existenciales: el amor, la soledad, la muerte, el
conocimiento como buceo y espejeo constante, sometidos el ser que narra y el
lector, a un cruce de experiencias, a una convivencia con otras voces, otros
narradores que, tras las sombras, o tras bastidores, reafirman, a cada
instante, que el universo, nacido del instante, será siempre, “un cuerpo que
cambia de mundo”, pues:
“La creación del universo está ocurriendo delante de ti
cada día. El Génesis, decía Alan Watts, está ocurriendo en este instante en que
escribo estas líneas”.
Ese viaje, ese tránsito vital al que asistimos, y del cual
nos hacemos vivos actantes, mientras leemos las líneas y las páginas de este
hermoso libro, sumergidos, en cada fragmento, arrastrados en un viaje sin fin,
envueltos en una ola que es una y la misma, se volverá para nosotros otra piel.
El recorrido por sus páginas se nos torna insondable en el placer de
permanecer, a cada instante, sometidos al hallazgo y goce de un punto luminoso
en cada uno de los fragmentos del diario.
Por momentos, mientras leemos y vivimos la experiencia de
atravesar por distintos escenarios (un parque, un aula de clase, un cultivo de
naranjas en la espaciosa y hermosa Hacienda Montero que, por momentos, nos
traslada al paraíso y, otras veces, al infierno, ante el acoso, el amago de
bandoleros y de pillos convertidos en verdaderos rufianes, en asaltantes
despiadados que rompen la felicidad que supone la entrega a la labor agrícola,
cultivando naranjas en honor a Dios) evocamos, casi sin querer, los magistrales
poemas y narraciones de Allen Ginberg, de Jack Kerouac y esa otra inolvidable
obra maestra de Alan Sillitoe, titulada La soledad del corredor de fondo.
Confesiones, registro de las memorias de diversos personajes
–los padres del narrador o emisor de la voz fundamental del texto; Luisana
Ojeda, su novia eterna; los compañeros de experiencias intelectuales en el
Liceo y en la Universidad, o las alucinaciones de un fugitivo nazi,
transformado en un ser rufián, desquiciado, cuyo único destino futuro reside en
huir, huir hacia delante– van registrando los diversos compases y movimientos
de esa hermosa e inolvidable sinfonía llamada El año del dragón.
Al final de la experiencia de una primera o penúltima
lectura, salimos de sus páginas con la sensación y el sentimiento de haber
atravesado un bosque de nombres y de libros. O con la idea de haber vivido
muchos años, pasando, de una vereda a la siguiente, de un fragmento al otro, de
un árbol a otro. Siempre recordando, sometidos a la experiencia de vivir en un
hermoso libro que, dibuja y perfila, por su naturaleza y su forma original de
convertir, cada fragmento, en un universo total y absoluto. El año del
dragón sería el único bosque donde los árboles viven y perduran en
forma de fragmentos. Pero, al mismo tiempo, configura un único árbol cuya
existencia estaría destinada a transcurrir dentro del mar y entre las nubes,
con sus raíces y sus ramas sometidas, para siempre, a la ensoñación de sus
fragmentos. Y nosotros, los lectores, sumergidos en un vaivén insondable, como
alguna vez, lo soñaría Heráclito de Éfeso.
Las Eluvias III, amaneceres de los de los días 23 al 30
de enero de 2017
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