Casa de la Estrella. Donde nació la República libre y soberana de Venezuela en 1830.

Casa de la Estrella. Donde nació la República libre y soberana de Venezuela en 1830.
Casa de la Estrella, ubicada entre Av Soublette y Calle Colombia, antiguo Camino Real donde nació la República libre y soberana de Venezuela en 1830, con el General José Antonio Páez como Presidente. Valencia: "ciudad ingrata que olvida lo bueno" para el Arzobispo Luis Eduardo Henríquez. Maldita, según la leyenda, por el Obispo mártir Salvador Montes de Oca y muchos sacerdotes asesinados por la espalda o por la chismografía cobarde, que es muy frecuente y característica en su sociedad.Para Boris Izaguirre "ciudad de nostalgia pueblerina". Jesús Soto la consideró una ciudad propicia a seguir "las modas del momento" y para Monseñor Gregorio Adam: "Si a Caracas le debemos la Independencia, a Valencia le debemos la República en 1830".A partir de los años 1950 es la "Ciudad Industrial de Venezuela", realidad que la convierte en un batiburrillo de razas y miserias de todos los países que ven en ella El Dorado tan buscado, imprimiéndole una sensación de "ciudad de paso para hacer dinero e irse", dejándola sin verdadero arraigo e identidad, salvo la que conserva la más rancia y famosa "valencianidad", que en los valencianos de antes, que yo conocí, era un encanto acogedor propio de atentos amigos...don del que carecen los recién llegados que quieren poseerlo y logran sólo una mala caricatura de la original. Para mi es la capital energética de Venezuela.

lunes, 14 de julio de 2014

Valencia recuperó cuadro de "Miranda en La Carraca" pintado por Arturo Michelena, gracias a las diligencias de la Alcaldía de Valencia presidida por el Alcalde Miguel Cocchiola...




Miranda en La Carraca:mirarse en el espejo MIRANDA EN LA CARRACA CUMPLE 100 AÑOS 


 RAFAEL ARRAIZ LUCCA

El año de 1896 se cumplían ochenta de la muerte de Francisco de Miranda en la cárcel de La Carraca, en Cádiz. Por tal motivo, el general Joaquín Crespo declara la apoteosis del Generalísimo y Arturo Michelena acude al llamado y pinta el retrato del héroe. Le sirve de modelo su amigo, el escritor Eduardo Blanco, y la obra es pintada en Caracas. Los años parisinos del pintor han concluido, ya ha conocido las mieles del éxito más rotundo en los Salones Oficiales de París, donde ha alcanzado las medallas más valiosas a las que puede aspirar un extranjero en Francia. Ya ha pintado El niño enfermo y Carlota Corday, ya ha sido alumno de Jean Paul Laurens en la Academia Julien y ha sido compañero de Cristóbal Rojas y amigo de Emilio Boggio.
Han pasado más de diez años desde que se subió al vapor que lo llevaría a Europa, junto al maestro Tovar y Tovar, abandonando el mimo materno en la ciudad de Valencia y los rudimentos pictóricos del padre pintor. Han pasado ya varios años desde que fue dejado en París por una mujer de la que se enamoró hasta más no poder, ha pasado el tiempo desde que el general Guzmán Blanco les conminó, a él y a Rojas, a irse a estudiar a Italia, y les amenazó con quitarles la beca si no cumplían su voluntad. El hombre que de vuelta a la patria enfrenta el lienzo, con Blanco como modelo, ya es un hombre casado con Lastenia Tello y desde tiempo atrás espera la noticia de un embarazo que finalmente no llega. Aun más, el pintor, que en 1896 tiene treinta y tres años, ya sabe que sus días están contados: sufre de tuberculosis.
Cuando uno realiza que Arturo Michelena murió a los treinta y cinco años le invade el viento del asombro. ¿Cómo es posible que haya podido hacer tanto en tan poco tiempo? Las razones son varias: empezó a pintar desde niño, no tuvo que sobreponerse a la oposición de los padres por el desarrollo de una vocación tan incierta porque, simplemente, su padre era pintor y su abuelo también y, desde que nació, la gente de su casa andaba con un pincel en la mano. Pintar fue tan natural para Arturo Michelena como lo es ordeñar para el hijo de un vaquero. Por eso es el autor de uno de los autorretratos que pintor alguno haya realizado más joven. A los once años se pintó a sí mismo por primera vez, dando pruebas de una extrañísima conciencia de sí y de sus rasgos fisonómicos.
El hombre que pinta al más subyugante de los venezolanos está herido de muerte, la fatiga del ahogo ya causa sus estragos. Vive en la cárcel de su propio cuerpo, como Miranda padece su cárcel espacial. Michelena va a pintarse a sí mismo, por más que Eduardo Blanco le pose, es él el hombre de su retrato. Quizás por esta circunstancia es que logra esa particularísima mirada en la que, con la cara apoyada en su mano derecha, el gentilhombre no transmite ansiedad, ni desesperación, sino un estado del alma más cercano a la resignación melancólica, a la aceptación de la fatalidad de su destino. Pero no puede decirse que el hombre que tiene una pierna en el colchón y otra sobre el piso sea un prisionero entregado: bulle el anhelo, pero pesa la conciencia de la realidad. Michelena está tan preso como Miranda. La obra es un autorretrato.
Nadie pone en duda que dos de las obras más representativas de la venezolanidad son la firma del Acta de la Independencia de Tovar y Tovar, y Miranda en la Carraca de Michelena. Curiosamente, en ambas, el personaje central es el Generalísimo caraqueño. En una es un hombre libre que preside el nacimiento de un proyecto, de una voluntad, y en otra es un reo que sospecha que se acerca al final de sus días. El poder simbólico del lienzo de Tovar es muy distinto al de Michelena. El primero es la celebración de una empresa colectiva, el segundo es la tragedia de un destino individual. La fuerza hipnotizante de la obra de Michelena es tan grande que difícilmente un niño que va por primera vez al museo olvida el retrato. Por el contrario, el recuerdo más vivo de su primera visita a la Galería de Arte Nacional es el del señor de pelo blanco con un zarcillo y una banqueta como de origen indígena a sus pies. El Precursor de la Independencia yace en una celda, después de haber recorrido el mundo en sus afanes libertarios, movido por la fuerza de sus pulsiones eróticas, por su impronta de guerrero y por la determinación de hacer del mundo un sitio pequeño y propio.
No deja de ser fascinante que uno de los iconos fundamentales de la nacionalidad sea la imagen de un hombre preso ¿Acaso nos vemos a nosotros mismos? ¿Acaso el amasijo de nuestras frustraciones y la noria de nuestras pesadillas burocráticas y la violencia de nuestra indolencia están allí, en el rostro del Generalísimo? ¿Somos nosotros ese hombre quieto que espera un desenlace?
Algo ocurre con esta imagen que a medida que pasan los años se va haciendo emblemática de los venezolanos ¿Será que mueve en nosotros la solidaridad con la estampa del derrotado? ¿Por qué no nos seduce tanto la figura marcial de otro guerrero del que sólo conocemos sus victorias? ¿Será que Miranda preso, al final de sus días, despues de haber conocido la gloria europea, se nos hace más humano, demasiado humano? Quizás sea eso: el General que ha sido casi un dios, también va a ser reducido a nada. Sus cenizas serán como las nuestras: nos vemos en la obra como quien se mira en el espejo.

Desde el mismo momento en que fue mostrado al público comenzó a ejercer su influjo enigmático. Como La Gioconda, el rostro de Miranda no hay manera de precisar qué es lo que transmite. Allí está su poder: la dilucidación de su carácter abre la puerta de tantas interpretaciones como espectadores se planten frente al lienzo. Michelena jamás imaginó que al transferir el estado de su alma al personaje lograría universalizar su situación. Nadie que se proponga esto lo logra. Simplemente el pintor quiso dejar allí los movimientos de su corazón, los latidos de su propia finitud.

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