Casa de la Estrella. Donde nació la República libre y soberana de Venezuela en 1830.

Casa de la Estrella. Donde nació la República libre y soberana de Venezuela en 1830.
Casa de la Estrella, ubicada entre Av Soublette y Calle Colombia, antiguo Camino Real donde nació la República libre y soberana de Venezuela en 1830, con el General José Antonio Páez como Presidente. Valencia: "ciudad ingrata que olvida lo bueno" para el Arzobispo Luis Eduardo Henríquez. Maldita, según la leyenda, por el Obispo mártir Salvador Montes de Oca y muchos sacerdotes asesinados por la espalda o por la chismografía cobarde, que es muy frecuente y característica en su sociedad.Para Boris Izaguirre "ciudad de nostalgia pueblerina". Jesús Soto la consideró una ciudad propicia a seguir "las modas del momento" y para Monseñor Gregorio Adam: "Si a Caracas le debemos la Independencia, a Valencia le debemos la República en 1830".A partir de los años 1950 es la "Ciudad Industrial de Venezuela", realidad que la convierte en un batiburrillo de razas y miserias de todos los países que ven en ella El Dorado tan buscado, imprimiéndole una sensación de "ciudad de paso para hacer dinero e irse", dejándola sin verdadero arraigo e identidad, salvo la que conserva la más rancia y famosa "valencianidad", que en los valencianos de antes, que yo conocí, era un encanto acogedor propio de atentos amigos...don del que carecen los recién llegados que quieren poseerlo y logran sólo una mala caricatura de la original. Para mi es la capital energética de Venezuela.

miércoles, 4 de abril de 2012

Tres hombres en la vida de una ciudad...Valencia

El Carabobeño 02 abril 2012

Guillermo Mujica Sevilla ||

De Azules y de Brumas

(Notas y Relatos del Cronista)

Tres hombres en la vida de una ciudad...Valencia

Alonso Arias de Villacinda o el Hombre de la Tarde (II)

Y para esta empresa que la labia emocionada de este mismo Don Juan ha héchole concebir, se necesita un hombre que si bien maneje la espada a su debido tiempo, luego se dedique al laboreo estable y a los goces pacíficos de la paz.

Don Alonzo Díaz Moreno, siente el mismo amor al cebar el arcabuz o empuñar el acero. Sí no hay duda. Lo comisionará para que maniobre y colonice en ese valle de ensueños por el que tanto suspira Don Juan el de Villegas.

Con la parsimonia que estos delicados asuntos ameritan, explica esto a Don Juan, comunicándole muy ladinamente que no puede darle el mando de la expedición porque su cargo de Maestre de Campo lo hace muy necesario a su lado.

Que pronto marcharían a la capital coriana acero y sol, acero y mar podía pasar varios días en esta Nueva Segovia donde hoy pernoctan, reuniéndosele luego, cuando haya descansado lo suficiente.

Don Juan de Villegas sonríe escéptico; se inclina reverente ante el supremo representante de nuestro señor el Rey y tomando la acerada borgoñota, que había puesto sobre la mesa, sale haciendo golpear en las primitivas baldosas sus poderosas espuelas. El crepúsculo de Nueva Segovia de Barquisimeto, mudable vilorio a quien por su misma inestabilidad no se le había dado todavía Ayuntamiento ni función definitiva, arranca destellos rosáceos y grises a la celada y a la tizona del que se ausenta...

Don Alonzo se ha quedado contemplando la lejanía, quizá en medio de estas tierras ignotas, y divinamente bárbaras piense en el Virgilio que leía en su adolescencia, cuando cursaba estudios para licenciarse en la jovial e inolvidable Salamanca. ¡El de Villegas! ¡Quién tuviera sus años!

La palidez del Véspero hace contraste con los cabellos lacios y blancos de Don Alonzo. Su mirada está cansada, mustia. Y su pensar no tiene agilidad y la precisión de otros tiempos; su brazo tampoco posee aquella firmeza de león que manejó heroico al mandoble y la ballesta las “Siete Partidas” o mandaba su pelotón de serenos y clarines de tercios. Antes era como una exclamación ardorosa o un tercio recio... Hoy es sólo un gemido o como un forzado susurro. El brillo de sus ojos acerados, que iluminaron con relámpagos de emoción “La Pandectas” e hirieron de sereno fuego los clarines de San Quintín, miran como lejanos, apagados, sumergidos en quién sabe qué mundos ignotos. Para montar los inquietos caballos necesitan la ayuda de sus Tenientes. ¡El, que cargó contra los bastiones francos, que abatió más de un corajudo cacique indiano, que más de una vez rompió sueños morunos descabalgando a bravíos caballeros de blancos albornoces y relucientes armas allá en la Berbería”. Una tos estremece su pecho anciano donde ya se abaten los sueños y pasiones y solo queda, cual leño chamuscado por el fuego, el recuerdo nostálgico, el doloroso “esto fue en aquél tiempo”. Ya su rostro de ayer, de recios ángulos viriles, de noble nariz, labios enérgicos y amplia frente, lo surcan inexorables grietas rugosas. Se lleva la mano hacia el pecho y aprieta con fuerza el crucifijo. Mira el crepúsculo y casi muriente, la tarde agónica, y encuentra una rara semejanza entre esta tarde, este día moribundo, y él. Una sonrisa amarga entreábrele los labios, con más fuerza aprieta el Cristo y sus ojos se quedan fijos como mirando y presintiendo el infinito. No verá realizado su proyecto. Al poco tiempo morirá. El, Don Alonso Arias de Villacinda, Caballero de la Orden de Santiago, Capitán de los tercios del Rey, Licenciado de la severa y jovial Salamanca, Gobernador de la Tierra Firme y, por sobre todo, el hombre de la tarde... Tomado del libro Evocación, Realidad y sueño de la Patria Chica.

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