Casa de la Estrella. Donde nació la República libre y soberana de Venezuela en 1830.

Casa de la Estrella. Donde nació la República libre y soberana de Venezuela en 1830.
Casa de la Estrella, ubicada entre Av Soublette y Calle Colombia, antiguo Camino Real donde nació la República libre y soberana de Venezuela en 1830, con el General José Antonio Páez como Presidente. Valencia: "ciudad ingrata que olvida lo bueno" para el Arzobispo Luis Eduardo Henríquez. Maldita, según la leyenda, por el Obispo mártir Salvador Montes de Oca y muchos sacerdotes asesinados por la espalda o por la chismografía cobarde, que es muy frecuente y característica en su sociedad.Para Boris Izaguirre "ciudad de nostalgia pueblerina". Jesús Soto la consideró una ciudad propicia a seguir "las modas del momento" y para Monseñor Gregorio Adam: "Si a Caracas le debemos la Independencia, a Valencia le debemos la República en 1830".A partir de los años 1950 es la "Ciudad Industrial de Venezuela", realidad que la convierte en un batiburrillo de razas y miserias de todos los países que ven en ella El Dorado tan buscado, imprimiéndole una sensación de "ciudad de paso para hacer dinero e irse", dejándola sin verdadero arraigo e identidad, salvo la que conserva la más rancia y famosa "valencianidad", que en los valencianos de antes, que yo conocí, era un encanto acogedor propio de atentos amigos...don del que carecen los recién llegados que quieren poseerlo y logran sólo una mala caricatura de la original. Para mi es la capital energética de Venezuela.

martes, 13 de septiembre de 2016

No solo en Venezuela estan sucediendo cosas, tambien en otros paises del continente, acontecen hechos que pueden cambiar la historia...que como este, afectaran de una u otra manera a Venezuela.



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UNA PELIGROSA MAGIA VERBAL !!!!!!


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El poder que los cabecillas de las Farc van a obtener será mucho mayor que el que tenían con las armas. No solo sembrarán hortalizas, sino la semilla de su credo marxista.

No lo digo yo, lo dice el escritor británico George Orwell: “El lenguaje político está diseñado para que las mentiras suenen verdaderas”. Sí, es algo que nos concierne, algo que está relacionado con el copioso acuerdo de paz que está a punto de firmarse. Si uno lo examina con cuidado, encuentra otra profética afirmación de Orwell: “Los peores crímenes pueden ser defendidos simplemente cambiando las palabras con las cuales se les describe para hacerlos digeribles, e incluso atractivos”.

De esta magia verbal se sirven las Farc para maquillar sus acciones terroristas, convirtiéndolas en acciones propias de la guerra. Así, por ejemplo, los secuestros son llamados ‘retenciones’; la extorsión es un impuesto de guerra; el narcotráfico, un anexo económico de la rebelión; los atentados, operaciones de castigo; las minas antipersonas, armas defensivas para proteger sus campamentos, y hasta el atroz atentado al club El Nogal es registrado por los supremos comandantes de las Farc como una acción de fuerza que permitió golpear a la clase dirigente.

Desde luego, para las Farc y para una izquierda continental que permanece fiel al catecismo marxista, ‘revolución’ es la palabra que exime de culpas y todo lo justifica. En defensa de este sagrado mito, Castro hizo fusilar a centenares de cubanos opuestos a su régimen, calificándolos de contrarrevolucionarios. Con el mote de ‘revolución bolivariana’, el chavismo ha hundido a Venezuela en el peor desastre de su historia. Usando el mismo engaño verbal, sus aliados en el continente satanizan la economía de mercado ofreciendo, con las prebendas del populismo, un ilusorio socialismo del siglo XXI. De su lado, las Farc no se apartan de este objetivo, solo que ahora han logrado ponerlo a su alcance, más que con las armas, con lo conseguido por ellas en La Habana.

En busca de un acuerdo de paz a cualquier precio, el Gobierno se ha servido también de palabras engañosas que tienen buen eco en el ámbito internacional. De este modo, la lucha contra una de las más grandes organizaciones narcoterroristas del mundo ha sido presentada como un remediable conflicto armado. En su condición de actores de tal conflicto, las Farc se sentaron en igualdad de condiciones a negociar con el Gobierno como si fuesen dos Estados o dos protagonistas de una guerra civil.


Una enigmática justicia transicional repartirá culpas entre quienes defendieron la democracia y el Estado de derecho y los responsables de las más crueles acciones terroristas. Mientras los primeros, justa o injustamente, se encuentran recluidos en cárceles, los segundos no pasarán un solo día tras las rejas y sus culpas las purgarán en el Congreso. Gracias a lo acordado, el poder que los cabecillas de las Farc van a obtener será mucho mayor que el que tenían con las armas, pues en aquellas zonas de concentración donde estarán ubicados serán ellos quienes controlarán el desarrollo rural, la economía y la política locales. No solo sembrarán hortalizas, sino la semilla de su credo marxista. De eso no cabe duda.

Una vez obtengan su nuevo estatus político, contarán con recursos adicionales a los que ya les provee el narcotráfico: emisoras de radio, espacios en televisión, el derecho al olvido y el reconocimiento igual al del presidente Santos como protagonistas del anhelado acuerdo de paz. De modo que con este nuevo ropaje democrático, buscan enrumbar a Colombia por la misma senda que siguieron Castro, Ortega y Maduro.


Y por si faltara algo en este mañoso juego de palabras, nos queda la pregunta del plebiscito: “¿Apoya usted el acuerdo final para terminar el conflicto y construir una paz estable y duradera?”. Ante tan comprometedora pregunta, ¿quién se atrevería a votar no? Nunca fue más cierta la frase de Althusser: “Las palabras también son armas, explosivos, calmantes y venenos”.


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El tramposo plebiscito colombiano


Los colombianos se preparan para ir a votar en un mes el acuerdo de paz que acaba de ser rubricado por el presidente y el jefe de los narcoterroristas. La pregunta del plebiscito es la siguiente: “¿Aprueba usted el Acuerdo Final para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera?”.
El primer gesto confusionista del gobierno es el de orientar tendenciosamente al electorado desde la redacción misma de la pregunta objeto de la consulta. Es decir, el gobernante asocia el Acuerdo Final de La Habana con la paz “estable y duradera” de la manera más abierta y grosera. ¿Quién se atrevería a votar en contra de la paz como concepto? ¿Quién, además, le diría que No a una paz que sea a la vez estable y duradera en un país en el que la inmensa mayoría de los votantes nació dentro de un país convulso y aterrorizado por los estragos del terrorismo farcquiano?
Haría falta que los que acudan a depositar un voto en pro o en contra de la paz de Santos, lo que en sano juicio es una verdadera quimera.
El texto aprobado tiene la friolera de 297 páginas densas, además de fastidiosas que evidentemente nadie pensará en leer. Ello nos lleva a un acto contundente en el que quien vota le da aprobación o rechazo al texto de las 297 páginas. Esto no es un hecho casual.
Quienes idearon el proceso plebiscitario de manera deliberada pensaron en poder contar con la confusión que estaban creando en la mente del votante para convertirlo en un gesto emocional en favor o en contra de uno de los valores universales aplicables a cada uno de los gestos de la vida cotidiana: transcurrir en paz.
El texto está repleto de aberraciones legales, formales, constitucionales, éticas y humanas y, por lo extenso e intrincado de las mismas, resulta una tarea engorrosa intentar plantear a los lectores cuáles son las más graves de las transgresiones a las normas, al sentido común y a la moralidad e, insisto, al sagrado derecho de las víctimas a obtener una justa reparación por los crímenes guerrilleros que los han afectada lo largo de sus vidas.
Quisiera solo referirme –escogiendo un crimen que resulta inmensamente oprobioso– a la suerte que tienen hoy que enfrentar los cientos de niñas que fueron secuestradas, violadas y embarazadas por los guerrilleros de las FARC, cuyos cuerpos fueron usados para el placer de los jerarcas guerrilleros y abandonados luego a la lujuria de las tropas insurgentes. Ignoro cuál es la reparación que corresponde recibir a una joven víctima que cuenta en su haber con el estigma, la vergüenza y el dolor de la violación y del aborto obligado, para enfrentar la vida con cordura y paz. Pero ciertamente no es la verse obligada a observar quietamente a sus verdugos sentados en las filas del Congreso de República, sin juicio ni castigo.
Y así podría citar decenas de casos de violaciones de derechos humanos que quedarán impunes por la voluntad de los negociadores y sin que ello sea cabalmente entendido por el inmenso grueso de los votantes plebiscitarios.
Este texto en su integridad se convertirá en un “borrón y cuenta nueva” cuyos flagrantes detalles solo los iremos descubriendo poco a poco a lo largo del tiempo y demasiado tarde, si lo que se impone es el Sí. Todo lo anterior lo desconoce el participante en el proceso de votación, pero no le ha pasado inadvertido a quienes acordaron el contenido del Acuerdo en nombre del gobierno. ¿Fue ello deliberado, fue producto del cansancio negociador, fue un producto de un desmedido deseo de pasar la página sobre una etapa luctuosa de la historia de Colombia? Yo no lo sé.
Pero, en todo caso, no serán los votantes sino los artífices del Acuerdo Santos quienes deban rendir más adelante cuenta a sus propias conciencias.

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