El
elegido
Inés
Muñoz Aguirre
@imunozaguirre
Se miró
al espejo, tiene sobre su pecho un gran escudo de cartón. En el
centro se lee la palabra “Libertad”. Sonríe. Brinca de un salto
sobre su cama. Extiende su brazo derecho. Su mano se mueve de un
lado a otro, blandea su espada imaginaria contra el enemigo. La velocidad del
contrincante lo sorprende. Salta hacia el piso, da un paso adelante, otro hacia
atrás. Jadeante corre hacia la puerta, toma una capa hecha de retazos que
estaba colgando de un clavo. Piensa en Superman que hasta puede
volar. Un gran lazo entre el escudo y su cuello hace que el manto le ondee
sobre su espalda sin caer al piso.
Camina
orondo, por momentos el enemigo ha desaparecido. Le gana terreno la
indumentaria. Aunque en el closet puede habitar un dragón. Saca
debajo de la cama el casco de montar bicicleta por el que tanto peleó con su
mejor amigo. A Cheo se le escapó la situación de las manos, se metió a
“malandro” y el papá lo mandó para un pueblito en los confines de la
tierra. El casco es amarillo. Quizá con una lata de
pintura lo pueda colorear de verde militar. Se parecería mucho más a los
soldaditos de goma que durante su niñez fue colocando en fila en el estante
sobre la cama.
Según
su indumentaria se debate entre ser el guerrero medieval vencedor de
todos los dragones, o el soldado armado que lucha contra otros hombres. Decide
ser ambos. Parado en el centro de la habitación ve la luz que entra por la
pequeña ventana. Una mariposa gigante cruza por su imaginación. De
abajo de la almohada saca el álbum de barajitas del Rey Arturo que fue de su
papá. El único recuerdo que conserva de él. Detalla con cuidado la
vestimenta de cada personaje. Se recuesta de la pared, trata de ver
el cielo, aunque la casa de al lado apenas si le deja una hendija a
favor de su único reloj. Según por donde se filtre el sol, saca un
cálculo de la hora. Llega a la conclusión de que se le ha hecho tarde.
Espanta
de su mente la enorme águila negra y el búho que a veces se para en la rendija.
Corre de un lado a otro en la búsqueda de todo lo que integra su
vestimenta. Botines de goma, de un color y de otro,
rodilleras desvencijadas que coloca con precisión. ¿Las medallas? –se
pregunta– revisa la caja de sus útiles escolares, hasta dar con ellas. Tres
grandes medallas dibujadas con trazos torpes sobre el cartón. También se coloca
al cuello dos recuerdos importantes en su vida, el rosario que tenía su madre
sobre el pecho el día que murió y la medalla de San José de su tía Carmen,
quien lo crió. Su tía, que está planchando en casa de una señora en El Marqués
y quien le advirtió antes de irse que no saliera a ningún lado. Lo
último que dijo fue: todo está muy alborota
Después
de un último vistazo frente al espejo. Sale. Se enfrenta a las escaleras del
barrio. Mira orondo a un lado y al otro. La gente pasa por su lado,
ignorándolo. Sólo los niños lo aplauden al pasar, él los saluda orgulloso. Un
tropel de caballos blancos corre ante sus ojos. Antes de llegar a la redoma
escucha un grito fuerte que lo hiere: “Ahí va el loco”. Acelera el paso. No
piensa. Allí están los amigos de Cheo. Sus escudos son más grandes,
son violentos. Tumban el techo de la parada. Casi corre. Cruza una pasarela. Su
corazón late con más fuerza. Llega al otro lado de la avenida. Los
autobusetes no se quieren detener.
Los caballos que imagina cambian de color.
Con uno marrón oscuro, corpulento y fuerte llegaría a la avenida principal en
tres saltos. Logra entrar en un transporte. Las reacciones son
diversas. Unos lo miran de reojo. Otros le sonríen. Hay quien siente miedo. Va
de pie. Se sujeta como puede del tubo que recorre el techo. Cuando se da cuenta
que todos lo miran, saca el pecho. Enarbola el escudo. El autobús se detiene en
medio de la calle –No hay paso– grita el chofer.
Todos se bajan de mala gana. Una
anciana pasa por su lado y le entrega dos caramelos de menta. Él se llena de
alegría. Se mete un caramelo en la boca, el otro lo guarda en el bolsillo y
comienza a correr por la acera. Luego por el medio de la calle. Se oyen
detonaciones. Hay un grupo muy violento. Él se aparta, no le gustan. No los
había visto antes, pero están ahí. Huye de nuevo. Se abre paso. Al fondo
imagina un enorme castillo desde cuyas torres se asoman los cañones. Recoge las
piedras que encuentra en el camino. Las lanza. Ve un tropel de hombres que
caminan hacia él en medio de un humo blanco. En su cabeza una
película, piensa que va parado sobre un tanque. Atina a alcanzar una lata de
refresco que encuentra a su paso. Se inclina, la recoge, la lanza. Las
detonaciones aumentan, están cada vez más cerca. Siente un impacto en su
escudo, grita: ¡No en mi escudo no!
Frente
a sus ojos Superman, el soldadito de plástico. Un dragón, la mariposa, los
caballos. Cae al piso. Se sabe herido de muerte. Balbucea la palabra libertad,
aunque no tiene claro de qué se trata. Sobre el poste de luz divisa
al búho. Sonríe porque escucha un tropel de caballos que se acerca.
Está allí, el Rey Arturo. Se baja, lo recoge del piso y lo abraza.
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