Casa de la Estrella. Donde nació la República libre y soberana de Venezuela en 1830.

Casa de la Estrella. Donde nació la República libre y soberana de Venezuela en 1830.
Casa de la Estrella, ubicada entre Av Soublette y Calle Colombia, antiguo Camino Real donde nació la República libre y soberana de Venezuela en 1830, con el General José Antonio Páez como Presidente. Valencia: "ciudad ingrata que olvida lo bueno" para el Arzobispo Luis Eduardo Henríquez. Maldita, según la leyenda, por el Obispo mártir Salvador Montes de Oca y muchos sacerdotes asesinados por la espalda o por la chismografía cobarde, que es muy frecuente y característica en su sociedad.Para Boris Izaguirre "ciudad de nostalgia pueblerina". Jesús Soto la consideró una ciudad propicia a seguir "las modas del momento" y para Monseñor Gregorio Adam: "Si a Caracas le debemos la Independencia, a Valencia le debemos la República en 1830".A partir de los años 1950 es la "Ciudad Industrial de Venezuela", realidad que la convierte en un batiburrillo de razas y miserias de todos los países que ven en ella El Dorado tan buscado, imprimiéndole una sensación de "ciudad de paso para hacer dinero e irse", dejándola sin verdadero arraigo e identidad, salvo la que conserva la más rancia y famosa "valencianidad", que en los valencianos de antes, que yo conocí, era un encanto acogedor propio de atentos amigos...don del que carecen los recién llegados que quieren poseerlo y logran sólo una mala caricatura de la original. Para mi es la capital energética de Venezuela.

miércoles, 11 de febrero de 2015

No importa cuánto esfuerzo haga el aparato propagandístico del chavismo y sus voceros para intentar convertirlo en un acto mítico y heroico, una vez que Venezuela vuelva a tener institucionalidad y un gobierno democrático, el levantamiento militar del 4 de febrero de 1992 será valorado oficialmente como lo que realmente fue, un vulgar, común y corriente golpe de Estado militar.

Los demonios del militarismo

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No importa cuánto esfuerzo haga el aparato propagandístico del chavismo y sus voceros para intentar convertirlo en un acto mítico y heroico, una vez que Venezuela vuelva a tener institucionalidad y un gobierno democrático, el levantamiento militar del 4 de febrero de 1992 será valorado oficialmente como lo que realmente fue, un vulgar, común y corriente golpe de Estado militar.
Exactamente igual en sus métodos y significados al que en 1948 le asestaran al gobierno de Rómulo Gallegos las tropas dirigidas por Pérez Jiménez y Delgado Chalbaud. Como los de Velasco Alvarado en 1968 contra Fernando Belaúnde Terry en el Perú, y Augusto Pinochet en 1973 contra Salvador Allende en Chile. O como el que intentó Antonio Tejero en España contra el gobierno de Adolfo Suárez en 1981.
Independientemente de la ideología que los haya animado –unos de ultraderecha, otros antiimperialistas–; de la cantidad de muertos, heridos y violaciones de derechos que cada uno trajo consigo –unos extremadamente sangrientos, otros menos–; o de sus resultados –unos triunfantes, otros derrotados–; todas estas operaciones militares tienen en común el hecho de haber sido concebidas y ejecutadas para arrebatarles el poder por la fuerza a gobiernos democráticos, elegidos por sufragio universal, en situaciones en los que el juego político no estaba suspendido y en las que la actividad partidista era absolutamente legal y posible, y por tanto aún había espacios para resolver las crisis en escenarios democráticos.
Es decir, independientemente de las coyunturas difíciles por las que atravesaba cada país, se trató en todos los casos de actos inconstitucionales, violatorios de las leyes, en los que una cúpula o una logia militar, generalmente con el argumento de que los gobiernos democráticos a derrocar son corruptos o han sumido al país en el caos, intenta, y en algunos casos lo logra, hacerse del poder político no por vía de la votación o la rebelión popular, sino por el poder del fuego.
El golpe del 92 no fue, hay que recordarlo, una rebelión militar contra una tiranía que sojuzga a un pueblo. Como la llamada Revolución de los claveles que sacó de juego la larga autocracia de Salazar en Portugal. Ni una revolución armada, como la cubana o la sandinista, contra una dictadura militar. Las tres con un evidente y amplio apoyo popular.
El golpe del 92 fue un cuartelazo. Una doble cobardía. Atentar contra una democracia usando la propia fuerza armada que había formado a sus líderes. Cuando el golpe de Caracas no hubo masas en la calle celebrando. En la mañana del 5 de febrero de 1992, ni en la del 27 de noviembre, nadie salió a la calle a expresar su apoyo a los militares insurrectos. Hubo perplejidad, es cierto. Tampoco nadie salió a la calle a defender la democracia. El modelo bipartidista ya experimentaba su agotamiento. Pero nadie o tal vez muy pocos ansiaban un gobierno militar.
Porque, hay que recordarlo, cada vez que los militares dan un golpe con el argumento de que se trata de poner orden y llamar de inmediato a elecciones, seguro se quedan largos años en el poder. Una década entera, los golpista de 1948. Diecisiete años, Pinochet en Chile. Y, aunque el intento del 92 por suerte fracasó, la conversión posterior de la institución militar venezolana en guardia pretoriana del proyecto rojo hecha a imagen y semejanza de Hugo Chávez ha instalado a los militares de nuevo en el poder por quince años consecutivos.
Como un ritual, todos los 4 de febrero recuerdo y vuelvo a contar la tarde cuando el expresidente Ramón J. Velásquez, en su oficina de senador de la república, pocos días después del golpe del 92, nos explicó a un grupo de amigos todavía treintones su opinión sobre el suceso. “Alguien levantó las tapas del infierno, donde varias generaciones de venezolanos, al costo de exilios, cárceles, muerte y tortura, habíamos encerrado en 1958 los demonios del militarismo”, dijo. Nos miró a todos y se preguntó: “¿Cuántas décadas les llevará a ustedes volverlos a encerrar?”. Ya llevamos una y media.

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