Ciudad tomada
Ciertos relatos resultan extraordinarios porque no tienen explicación. “Casa tomada”, de Julio Cortázar, mete al lector en un clima inquietante y absurdo, a partir de la invasión de una casa de barrio de Buenos Aires por presencias que expulsan a los hermanos propietarios. Al final, lanzan la llave en una alcantarilla y se van.
Cortázar reconoció en una entrevista que ese relato “bien podría representar todos mis miedos, o quizá, todas mis aversiones; en ese caso la interpretación antiperonista me parece bastante posible, emergiendo incluso inconscientemente”. Aludía así a una lectura posible del texto: la de una fuerza popular que toma el país y termina por expulsarlo a París, ciudad en la que se exilia para no regresar.
No resulta difícil sentir que uno vive en una ciudad tomada. En un texto que escribí varios años atrás, relaté la experiencia real de un edificio de Sábana Grande que fue invadido. Había dos o tres apartamentos ocupados por gente que trabajaba para la familia propietaria. El resto se encontraba vacío.
Un día se colaron mujeres embarazadas y niños. Los hombres, armados, subieron a la terraza para defender la toma. En esa invasión se abrió una grieta en la realidad de esas que le gustaban a Cortázar: los nuevos inquilinos nunca habían usado un ascensor. Subían y bajaban como si viajaran en una nave espacial.
Entusiasmados con la nueva vivienda, destruyeron los muebles de los abuelos de la familia propietaria que se encontraban en apartamentos sin uso para hacer fogatas. Encontraron un árbol de Navidad guardado en uno de los pisos y lo montaron.
¿Episodio aislado y estrafalario? Pudiera ser. Más allá de las invasiones y sus extravagantes anomalías, también se producen incomprensibles adquisiciones de inmuebles.
En estos días le tocó de cerca a un amigo que vive en un edificio pequeño. Un arquitecto decidió mudarse a una casa más grande y vendió su propiedad. La adquirió alguien que ocultó su nombre y que no vive en Venezuela. El encargado de cerrar el negocio llegó en moto y amagó con pagar en efectivo.
Lo curioso es que ese departamento quedó en manos de un cuidador, un hombre con el cuerpo tatuado que duerme desnudo en un apartamento sin cortinas. Este ser ilustrado no está de acuerdo con el costo del condominio, duerme de día, realiza fiestas a altas horas de la noche, y ya ha organizado dos parrillas reguetoneras que se oyen a larga distancia.
Otra amiga vio cómo se depreciaba su propiedad, en una urbanización cerrada de Oripoto, porque en el conjunto una de las quintas fue adquirida por un narcotraficante. Sin que los otros dueños ni siquiera pudieran imaginarlo, este emprendedor de los negocios turbios usó la casa para distribución de mercancía ilegal y como residencia de su amante con la hija. Un cuento de hadas contemporáneo, hasta que se enteró la policía.
Allanaron la casa, la expropiaron y la convirtieron en un centro comunal. Todo un regalo para unos vecinos que descubrieron cómo lo que antes era una urbanización tranquila y segura mutaba en un caos de gente que hace colas para conseguir medicamentos o comida desaparecida de los automercados.
Invasores, nuevos ricos y vengadores sociales dibujan un nuevo formato residencial en el país, una originalidad que hubiera dejado loco a Jorge Eugenio Haussmann, el gran urbanista que renovó París.
La palabra “gentrificación” se puso de moda en Europa para nombrar “un proceso de transformación urbana en el que la población original de un sector o barrio deteriorado y paupérrimo es progresivamente desplazada por otra de mayor nivel adquisitivo”. En Venezuela, como en tantas otras cosas, todo sucede al revés.
política económica se hubiera adoptado o todos ellos estuvieran bachaqueando también para subsistir, cumpliéndose así el sueño comunista de ser todos iguales. Lamentablemente y por ahora, ellos son más iguales que nosotros.
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