Casa de la Estrella. Donde nació la República libre y soberana de Venezuela en 1830.

Casa de la Estrella. Donde nació la República libre y soberana de Venezuela en 1830.
Casa de la Estrella, ubicada entre Av Soublette y Calle Colombia, antiguo Camino Real donde nació la República libre y soberana de Venezuela en 1830, con el General José Antonio Páez como Presidente. Valencia: "ciudad ingrata que olvida lo bueno" para el Arzobispo Luis Eduardo Henríquez. Maldita, según la leyenda, por el Obispo mártir Salvador Montes de Oca y muchos sacerdotes asesinados por la espalda o por la chismografía cobarde, que es muy frecuente y característica en su sociedad.Para Boris Izaguirre "ciudad de nostalgia pueblerina". Jesús Soto la consideró una ciudad propicia a seguir "las modas del momento" y para Monseñor Gregorio Adam: "Si a Caracas le debemos la Independencia, a Valencia le debemos la República en 1830".A partir de los años 1950 es la "Ciudad Industrial de Venezuela", realidad que la convierte en un batiburrillo de razas y miserias de todos los países que ven en ella El Dorado tan buscado, imprimiéndole una sensación de "ciudad de paso para hacer dinero e irse", dejándola sin verdadero arraigo e identidad, salvo la que conserva la más rancia y famosa "valencianidad", que en los valencianos de antes, que yo conocí, era un encanto acogedor propio de atentos amigos...don del que carecen los recién llegados que quieren poseerlo y logran sólo una mala caricatura de la original. Para mi es la capital energética de Venezuela.

martes, 22 de diciembre de 2015

Está por verse si se salva la revolución, nos acercamos al abismo. Gonzalo Gómez, cofundador de Aporrea

Una derrota irreversible (I)


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Está por verse si se salva la revolución, nos acercamos al abismo. Gonzalo Gómez, cofundador de Aporrea

Suena banal pero es un ejemplo perfecto: una vez que se pierde una liga, se pierde. Para volver a ganar otra, habrá que esperar por otra ocasión. Por otro ciclo histórico, el que hay que saber aguardar sin desfallecer, con laboriosidad e infinita paciencia. Exactamente como Lenin, Trotsky y los bolcheviques supieron hacerlo luego de la derrota de la revolución de 1905: esperar al ciclo abierto con el descalabro de Rusia en la Primera Guerra Mundial, la revolución burguesa de febrero de 1917 y la caída de la monarquía, hasta precipitar la de octubre de 1917. Cuando Lenin exigiera “todo el poder a los soviets”. Tiempo al tiempo.
Se aplica al universo político exactamente como se aplica a la vida biológica: la muerte es irreversible. Y las revoluciones, si son verdaderas, lo que es un caso más que dudoso aplicado a la bolivariana de Hugo Chávez, ven la luz, palpitan, crecen y fallecen. De una vez y, la más de las veces, para siempre. Perdida la oportunidad de consolidar, culminar y refrendar los cambios revolucionarios, si los hubiera, caso también dudoso aplicado a la de Maduro, pero sobre todo: perdido el poder real de todas las revoluciones, que es el poder de las masas, el envión, el embate, la alta marea decrece, se retira, hasta desaparecer en la inmensidad del tiempo. Pues las revoluciones, desde la europea de 1848, han seguido la misma dinámica de las mareas: flujos y reflujos.
Mi tesis es que la de Chávez se negó, desde un comienzo, a ser una revolución socialista auténtica. Fue una conmoción, un desbarajuste, un sacudón telúrico que puso al país patas arriba, como esos cientos de revoluciones del siglo XIX de las que nos hablaba el historiador Salcedo Bastardo: conmociones, desbarajustes, revueltas, motines, saqueos, cambios drásticos en la correlación de fuerzas, aplastamientos de las viejas camarillas político económicas, apariciones de nuevas oligarquías y traspasos de mando de viejas a nuevas élites, para dar paso no a una revolución de naturaleza socialista, marxista leninista, proletaria o campesina, como la leninista o la maoísta, en las que el poder fuera ejercido por el pueblo y no en solitario por caudillos iluminados con el puño del terror militar, como la castrista, para las que no han existido en América Latina las más elementales condiciones, sino a oclocracias corruptas y desalmadas. Lo he citado innumerables veces pero vuelvo a hacerlo, pues me parece la más gráfica e irrebatible naturaleza de aquellas y de esta revolución: “Las revoluciones no han producido en Venezuela sino el caudillaje más vulgar, gobiernos personales y de caciques, grandes desórdenes y desafueros, corrupción, y una larga y horrenda tiranía, la ruina moral del país y la degradación de un gran número de venezolanos”. Lo escribió Luis Level de Goda en 1893. Puede aplicarse a la situación que hoy vivimos, a 122 años de distancia, sin cambiarle una coma. Es exactamente lo que sucedió con esta revolución bolivariana.

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En primer lugar, la revolución chavista no comenzó como una revolución, mediante el asalto y la toma del Poder, como la bolchevique luego del asalto al Palacio de Invierno, la aniquilación de la burguesía, la destrucción del sistema de dominación y su sistema productivo, el cambio drástico de las relaciones de producción y el establecimiento de un Poder diametralmente alternativo al dominante. No fue un desalojo y la ocupación de un nuevo régimen, a la manera bolchevique. Fue, así lo fuera de manera tropical, menesterosa y funambulesca, un intento neo fascista por asaltar el Poder, vaciarlo de su esencia democrático burguesa – otra no existe – , para coparlo con una narrativa alternativa y una nueva clase dirigente.
Y allí se verificó el desvío, incluso respecto de los clásicos fascismos como el de Hitler y Mussolini: los nuevos poderosos no se ocuparon del cambio revolucionario, marxista leninista, popular y proletario. No procedieron a desalojar la hegemonía puntofijista – no tenían recambio alguno -. Se ocuparon de asaltar el botín, enriquecer a los nuevos guachimanes, repartir los abundantes bienes caídos del cielo con la brutal alza de los precios del petróleo y enmascararse de revolución socialista sirviéndose de la franquicia revolucionaria que les alquiló Fidel Castro a unos precios absolutamente aberrantes y desconsiderados. Cinco mil millones de dólares anuales y 100 mil barriles de petróleo diarios. Pues a Castro tampoco le interesaba tener una revolución que compitiera con la suya ante América Latina y el mundo. Le interesaba una satrapía estulta que mantuviera con vida a la suya. Petróleo, divisas y más nada.
De allí la confluencia de intereses en no permitir la emergencia de una auténtica revolución socialista en Venezuela: no lo quisieron los Castro ni lo quisieron los Chávez. No lo quisieron los viejos próceres de la Cuarta República –Luis Miquilena y José Vicente Rangel, acompañados del PCV, del MAS, de ex adecos, ex copeyanos, empresarios mediáticos, banqueros, y toda esa fauna irredenta que se adhirió al mascarón de Chávez para saquear el erario con una voracidad apocalíptica. Según el ministro de planificación de Hugo Chávez hasta su muerte, la boliburguesía se había apropiado de un tercio de la renta petrolera. Si la calculamos por lo bajo en un millón de millones de dólares, estamos hablando de trescientos mil millones de dólares.
Cuando Chávez se libró de parte de ellos, ya estaba prisionero de su propia oclocracia, los ladrones en uniforme, los narcotraficantes, las FARC, el PSUV, etc., etc., etc. Cuando cayó al primer empuje de la sociedad civil democrática, el 11 de abril de 2002, y fue salvado por Raúl Baduel para entregarse a los brazos del castrismo, toda ilusión auténticamente revolucionaria fue enterrada, oleada y sacramentada. Había nacido la satrapía.

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Jamás olvidaré una conversación sostenida en el año 2000 con un alto funcionario del Conac, que inquirió mi opinión sobre el futuro que nos esperaba: “una dictadura oclocrática, populachera y saqueadora” recuerdo haberle contestado. “Una dictadura gansteril, pero no una revolución socialista, ni siquiera castrista”. Al pedirme explicaciones recuerdo haberle dicho: “si ésta fuera una revolución socialista, así fuera tímidamente y en sus orígenes, el Hilton y el Anauco –los dos hoteles más grandes de Caracas, de propiedad estatal– ya se hubieran convertido en los mejores hospitales de Latinoamérica, pero no sólo para los sectores populares, en una de cuyas zonas se hallan enclavados, sino para toda la población de la ciudad. Pues con el dineral que tenemos y el que podríamos llegar a tener, una revolución socialista en Venezuela podría ser el sueño de los Castro e incluso de Marx: el poder en manos del pueblo para hacer una revolución de dimensiones históricas: la sociedad perfecta posible. Gracias al petróleo.”
Nada lo hubiera impedido. Chávez ha sido el gobernante con el mayor poder de respaldo ciudadano de la historia de América Latina. Incluso que Perón.. Con un plus absolutamente insólito: la sumisión de todas las instituciones, la entrega de las fuerzas armadas, el aparato de Estado entero, el empresariado industrial, comercial y financiero, todos los medios, sin excepción alguna, y todas las fuerzas sociales. Si hubiera querido hacer de Venezuela una Suecia, una Dinamarca o una Noruega, incluso una Alemania de América Latina, lo hubiera conseguido sin mayores obstáculos. Pero para que esa utopía se cumpliera, Chávez hubiera debido ser un estadista, no un teniente coronel paracaidista, hubiera tenido que ser un demócrata a carta cabal, no un caudillo de montoneras, y hubiera tenido que ser un militar nacionalista, no un vende patria al servicio de la revolución cubana.
Mi tesis es que ni siquiera se le pasó por la mente. Que el zagaletón de Sabaneta de Barinas jamás aspiró a ser un estadista a la cabeza de un bloque real de fuerzas modernas y modernizadoras, poco importa si socialistas, marxistas leninistas, maoístas, sanmartinianas, o’higginistas o bolivarianas. Jamás dejó de ser el esmirriado muchachito malquerido de doña Helena, que quiso ser pelotero para asombrarla a ella y al mundo. Y que tropezado con el Poder hizo lo único que le cupo en su cabeza: postrarse ante Fidel Castro y obsequiarle Venezuela. Entregarle las llaves del Banco Central, los grifos de Pdvsa y las claves de las fuerzas armadas. ¿Un revolucionario socialista? Yo te aviso, chirulí.
Compadezco a los ideólogos marxistas de Aporrea, que luego de esta humillante derrota popular han bajado a llorar hasta el valle de lagrimas de la oclocracia chavista. Donde esperan dormir el sueño de los justos Navarro, Giordani y otros intelectuales que cucharearon con satanás. Maduro no sabe lo que es una revolución socialista. Cabello no tiene el menor interés en saberlo. Son dos rufianes que las delirantes circunstancias venezolanas pusieron donde había. Y ya agarraron tanto como pudieron. Su mutis por el foro es cuestión de tiempo. Alea iacta est. Su derrota es irreversible.
La oclocracia, disminuida por la estampida de sus sectores populares, intentará todas las maromas imaginables. Incluso el golpe de Estado. Una tentativa infructuosa, costosa y devastadora. Pues como le dijese Tayllerand a Napoleón, “las bayonetas sirven para muchas cosas, menos para sentarse en ellas.”
Amanecerá y veremos.

Una derrota irreversible (II)


“Un viento de libertad corre ahora por la tierra venezolana, devastada por 17 años de estatismo, colectivismo, represión política, demagogia y corrupción que han llevado a la ruina y al caos a uno de los países potencialmente más ricos del mundo”.
Mario Vargas Llosa

“La economía de mercado, basada en la libertad de empresa y el capitalismo democrático, un capitalismo privado, disociado del poder político pero asociado al Estado de Derecho, es la única economía que puede considerarse liberalismo. Es la que está estableciéndose en el mundo, con frecuencia a espaldas de los hombres que a diario la consolidan y la amplían. No se trata de que sea la mejor o la peor. Es que no hay otra –a no ser en la imaginación”.  Jean François Revel, La gran mascarada.

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Gonzalo Gómez, uno de los fundadores de Aporrea, la expresión del pensamiento marxista radical en el seno del chavismo, y quien concluye, junto a los ex ministros Giordani y Navarro, los más notables disidentes del chavismo tras la muerte de su fundador, que por las flagrantes inoperancias, errores y abusos del tren ejecutivo la revolución bolivariana se encontraría al borde del abismo, señala en el artículo que citáramos en la primera parte de esta serie dedicada al análisis de sus causas, haciendo un balance de la situación por la que atraviesa el chavismo que “la dirección política no hizo nada para cambiar el modelo económico e instaurar el socialismo. Se mantiene el capitalismo de Estado, rentista, burocrático. No se avanza en los cambios de las relaciones de producción. El control obrero, la propiedad social no avanzan. Hay un problema de conciencia de clase, por lo que es necesario que trabajadores y funcionarios entiendan su rol. Eso no significa que fracasó el socialismo, sino que fracasó el capitalismo”.
El argumento no es inédito ni se lo plantea por primera vez para explicar las razones de las crisis y los debacles del llamado “socialismo real”. Cuando tras la caída del Muro de Berlín y la implosión de la Unión Soviética a fines de los ochenta –un régimen que sí implementó “los cambios de las relaciones de producción, el control obrero, la propiedad social” y cultivó durante setenta interminables y sangrientos años la “conciencia de clase”,  digamos: el modelo perfecto de lo que nuestros amigos de Aporrea hubieran querido se hubiera implementado en Venezuela en estos tortuosos diecisiete años– los intelectuales marxistas franceses soltaron la misma especie: no fracasó el socialismo, fracasó el capitalismo, no fracasó la dictadura proletaria, fracasó el liberalismo. No fracasaron Marx y Lenin, fracasó Churchill.
Dado lo absurdo de esta “gran mascarada”, como la llamara el intelectual francés Jean-François Revel, la izquierda marxista francesa fue más lejos en su porfiada y cínica ceguera: soltó algo así como que “habrá fracasado el socialismo soviético, pero no ha fracasado el comunismo, tal como se lo expresa en El manifiesto comunista”. Exactamente como en el cuento del astrónomo al que se le demuestra que el planeta cuya trayectoria había descrito erróneamente, pues obedecía a otras leyes, ripostó: “Peor para el planeta”. La utopía en su estado puro es la perfecta coartada para desconocer su impractibilidad real. Ella será impoluta, perfecta, pura y casta hasta el fin de los tiempos. Pero solo en cuanto se mantenga en su estado larval: una ensoñación literaria. Poco importan los monstruosos desastres y las pavorosas devastaciones, hambrunas y mortandades que provoquen los fanatismos que intentan llevarla a la práctica.
Al margen de la naturaleza esperpéntica del argumento de la guerra económica con que en parte justifica el aluvión –algo así como que los nazis hubieran culpado a los judíos de haber propiciado una “guerra racial” para explicarse la derrota de la Segunda Guerra–, un descabellado argumento para culpar a los vencidos, aniquilados y atropellados empresarios venezolanos, expropiados, quebrados y escarnecidos por la monstruosa devaluación de la moneda, el derrumbe del precio del petróleo y la absoluta falta de previsión de quienes inventan el subterfugio, la “fatal arrogancia” de nuestros amigos de Aporrea los lleva a tomar el rábano por las hojas y a rehuir la única sana medida que podría, si no evitar el fin del ciclo “del progresismo” en Latinoamérica que ya es inevitable, por lo menos preparar el terreno para encontrar un espacio en los futuros combates. Que si todos nos quitamos las gríngolas, bien podría desarrollarse en el terreno de la libertad y la democracia. Algo a lo que aspiran los mejores cerebros de la izquierda latinoamericana, como Lula da Silva, quien desde Madrid acaba de enviarle el siguiente mensaje a Nicolás Maduro: “La democracia no es estar eternamente en el cargo y Maduro debe entenderlo”. O lo que ya hace años afirmara Ricardo Lagos: La democracia consiste en saber hacer las maletas a tiempo. Lo que Lula no sabe, o pretende ignorar, es que en Venezuela la democracia es un esperpento. Que la inmensa mayoría de los venezolanos –como lo demostramos infringiéndole al régimen esta irreversible y humillante derrota– esperamos que vuelva por sus fueros, para que incluso los mismos seguidores de Maduro, Lula y sus izquierdas puedan sobrevivir en Venezuela si bien bajo condiciones antinómicas a aquellas de las que profitaran durante tres largos lustros. Para lograrlo, Maduro tendría que dejar el poder cuanto antes y dar paso a la reconstrucción de un Estado de Derecho. O sobrevendrá la catástrofe hobbesiana: bellum omnia contra omnes. La guerra de todos contra todos.

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Comparto, sin embargo, el diagnóstico esencial de Gonzalo Gómez y los amigos de Aporrea: la de Chávez jamás fue una auténtica revolución socialista, como lo he señalado en mi artículo anterior. Fue, para ir directamente al grano, la hipertrofia ad absurdum del modelo rentista, populista, estatista, estatólatra, socialistoide y clientelar que ha caracterizado al sistema económico, social y político venezolano desde la aparición de las fastuosas riquezas petroleras, en los tempranos años veinte del siglo pasado. Fue la perversión summa cum laude del modelo de desarrollo impulsado por “el Estado mágico”[1] desde los tiempos de Gómez, con los aditamentos del caudillismo militarista con los que, la misma clase dominante de Puntofijo en brazos de sus náufragos, le saliera al paso al único intento serio y responsable por quebrar ese modelo improductivo adelantado a medias, sin plena conciencia ni absoluta consecuencia por Carlos Andrés Pérez, que sirviera de pretexto y antesala para el golpismo que infiltrara al cuerpo hegemónico venezolano y del que se sirviera Hugo Chávez para dar su propio golpe de Estado, desbancar a las viejas élites y hacer con el Estado mágico el más insólito y descomunal acto de magia: hacer desaparecer ante los deslumbrados ojos de sus espectadores la bicoca de uno o varios millones de millones de dólares. Parte de los cuales, un tercio según el dúo Giordani-Navarro, habría ido a parar a las faltriqueras, cuentas corrientes y depósitos en el extranjero de su nomenklatura. Digno de Houdini. Y de un juicio por robo, peculado y apropiación indebida de las dimensiones acordes con el crimen, es decir: una suerte de Juicio de Nüremberg.
Que ese acto de magia del hipertrofiado Estado mágico se realizara bajo la mascarada del socialismo del siglo XXI y la coartada alquilada por los hermanos Castro a cambio de una sustancial tajada de los birlado y del Foro de Sao Paulo en sus intentos por continentalizar el modelo, es harina de otro costal. La gran mascarada es el proyecto mismo de este irracional embate que ya lleva década y media en ejecución y que mi amigo chileno, el socialista extremo Carlos Ominami, padrastro del precandidato presidencial Marco Enríquez-Ominami, MEO, llama “gobiernos progresistas”. Confundir el progresismo –es decir: el desarrollo de un plan orquestado para la generación y el crecimiento de la riqueza que permitan el progreso material y espiritual, verdadero y sin malas artes, al conjunto de nuestras sociedades– con la repartija de los ingresos capitalizados por nuestros Estados mágicos gracias al alza de los precios de nuestras materias primas, es simple charlatanería. El problema se suscita cuando esa charlatanería culmina en su único desenlace posible, como en Venezuela: la devastación nacional.

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De allí la primera discusión que habría que adelantar con profundidad y conocimiento, sine ira et studio: ¿cuál es la auténtica naturaleza del capitalismo dominante en América Latina? ¿Cuál la del socialismo, por ejemplo del cubano, que ha terminado en la misma devastación que el chavismo, pero sobre una sociedad esclavizada, ensordecida, enceguecida y enmudecida por la tiranía?
Un primer acercamiento al tema me lleva a coincidir con el ya citado Jean François Revel: “Puede muy bien existir un capitalismo sin mercado. Incluso el sueño de muchos capitalistas consiste en lo privado sin mercado, lo privado protegido de la competencia por un poder político cómplice y retribuido. Ese fue el sistema practicado durante décadas en América Latina, un capitalismo al que erróneamente se calificó de ‘salvaje’ cuando estaba admirablemente organizado para servir a los intereses de una oligarquía. Es la razón por la cual cuando ‘el subcomandante Marcos’ hincha el pecho denominándose ‘jefe de la lucha mundial contra el neoliberalismo’, al que califica de ‘crimen contra la humanidad’, en realidad está sirviendo al capitalismo privado sin mercado, al capitalismo asociado al monopolio político del Partido Revolucionario Institucional que, durante cuarenta años y en nombre del socialismo ha alimentado la pobreza del pueblo mexicano en beneficio de una oligarquía”.[2]
En realidad, ese híbrido contra natura de capitalismo salvaje y socialismo corruptor practicado por el chavismo pareciera calcado del “capitalismo salvaje” descrito por Revel, pero pervertido aún más en su esencia depredadora y caricaturizado bajo la figura de esa extraña oligarquía parida del contubernio de la burguesía de la cuarta república con la sedienta y voraz nueva clase económica dominante al día de hoy, brotada de las entrañas del chavismo: la boliburguesía, con su apéndice menor, los llamados bolichicos. Concuerdo que al hablar de capitalismo bajo el modelo liberal se debe respetar la vigencia de lo real: “La economía de mercado, basada en la libertad de empresa y el capitalismo democrático, un capitalismo privado, disociado del poder político pero asociado al Estado de Derecho, es la única economía que puede considerarse liberalismo. Es la que está estableciéndose en el mundo, con frecuencia a espaldas de los hombres que a diario la consolidan y la amplían. No se trata de que sea la mejor o la peor. Es que no hay otra –a no ser en la imaginación”.[3]

[1] El Estado mágico, Fernando Coronil, Nueva Sociedad, Caracas, 2002.
[2] La gran mascarada, Jean François Revel, págs. 64 y 65. Taurus, Madrid, 2000.
[3] Ibídem, pág. 67.
@sangarccs

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