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Aristeguieta Gramcko
Ida Gramcko poeta, dramaturga, ensayista,
narradora, cuentista y periodista que nació en Puerto
Cabello, Venezuela el 11 de octubre de 1924 y falleció
en Caracas el
2 de mayo de 1994
Por MARÍA ANTONIETA FLORES
22 DE OCTUBRE DE 2017 01:00 AM
Toda obra responde a un destino y una alquimia.
El poeta, a medida que avanza en la escritura, traza un
rumbo. Solo puede comprender sus pasos deteniéndose, mirando las huellas. Pero,
a veces, no hay tiempo. El eros, la energía vital creadora, va impulsando el
movimiento, las palabras, las imágenes, las insistencias. Apenas, escucha y
obedece. La voluntad creativa, la intención estética, no bastan. A un poeta se
le impone una exigencia que responde a su tradición verbal y poética. Si
aprende a escucharla, a obedecerla, será conducido con firmeza al lugar donde
convergen las voces poéticas para ser una, regresar al origen. Mientras, deberá
vivir la andanza y el hallazgo. Y, así, Ida Gramcko, tituló una de
sus antologías poéticas. Estaba consciente de que un destino se le impuso y le
marcó el camino y ella halló el lugar que la vinculaba con el origen, por ello
en un texto de los años 70, escribió: “Toda mi poesía última ha cejado en su
búsqueda porque me plena el encuentro, lo fervoroso y el sosiego. La poesía, en
este caso, ya no se crispa sino que fluye. No es palabra de afán o de inquietud
sino una voz de amor”.
Esta obra inmensa, tanto por la aspiración interior
enhebrada en su palabra como por su deseo ascensional de fusión con lo
absoluto, nació con ella. Cuenta en Tonta de capirote (1972)
que con tres años escribió su primer poema.
Cuando el poeta Andrés Eloy Blanco la escuchó y la leyó,
ella era una adolescente. Quedó impresionado y le escribió un poema. ¿Videncia
poética, designio? Su poema, escrito en un instante, invoca un imaginario
alejado de aquel que usualmente manejaba el poeta cumanés. Emerge en su palabra
la idea del sacrificio prehispánico y la crucifixión cristiana. ¿Sugestionaría
este texto a su destinataria o, simplemente, en un instante, el poeta que era
Andrés Eloy vio el futuro y se conmovió, descubrió la luz y la soledad en su
destino?
La expresión creativa de Gramcko abarcó diversos géneros
literarios y posee textos transgenéricos o híbridos, como los nombran ahora.
Libros que fueron inadecuadamente leídos en su época y todavía hoy en día. En
la década de los 40 del siglo XX, fue una de las primeras reporteras en
Venezuela y, no muy consciente de ello, una mujer de vanguardia que rompía los
patrones tradicionales como expresión desafiante a los convencionalismos, pues
su actitud vital era la de una rebelde a pesar de su fragilidad y de cumplir
con la convención del matrimonio.
Dentro del canon de la literatura venezolana, se le ubica en
la llamada generación del 42, marcada por una tendencia hispanizante que
rechaza las vanguardias del primer cuarto de siglo y se plantea volver a beber
de la tradición española, tradición inicial de la poesía latinoamericana. Esta
generación vuelve a cultivar el soneto, como una forma poética por antonomasia,
recurre a la rima y al ritmo, retoma temas universales y no evade la elocuencia
ni la solemnidad. Sin embargo, si los rasgos formales y la fecha de publicación
de su primer poemario permiten establecer esta vinculación, ella no perteneció
a grupo literario alguno ni se suscribió a ninguna estética. Solo se reunía con
poetas y artistas amigos que iban desarrollando, igual que ella, su discurso en
solitario; amistades de toda la vida: los poetas Elizabeth Schön y Alfredo
Silva Estrada. Alfredo Cortina, el esposo de Elizabeth y tío de Ida, la
danzarina Sonia Sanoja, esposa de Silva Estrada. A ellos se suman la artista
plástica Elsa Gramcko, hermana de Ida, y el fotógrafo Carlos Puche, su esposo,
los también artistas plásticos Alejandro Otero, Mercedes Pardo, el narrador
Oswaldo Trejo, Aquiles Nazoa, el filósofo Guillent-Pérez, Alfredo Chacón y un
círculo en rotación conformado por poetas de varias generaciones que iban y
venían entre el afecto y el interés por sus tertulias, sus reflexiones y las
legitimaciones que podían otorgan sus opiniones en torno a algún libro o poema.
Son propios de los textos que escribe Gramcko, los tópicos
del cuerpo como prisión del alma, igualmente los de la muerte, la luz, la
sombra, la muerte, la resurrección. Hay quienes han señalado que su obra es de
carácter místico y poco se ha hablado de su discurso amoroso y erótico que una
lectura cuidadosa va descubriendo como una continuidad temática. El registro de
la poesía amorosa y el carácter ascensional y, por lo tanto, heroico que guía
el sentido de su escritura poética han sido desdeñados por la crítica, a pesar
de ser fundamentales y obvios.
El imaginario de Ida Gramcko está poblado de palabras
sonoras, hadas, elfos y encantos, angustias, de un ángel que la redime, de
sonidos que se repiten, de un sol que la crepita, del sexo que la acusa, la
inquiere y del que intenta escabullirse a través del discurso, de lo
ascensional, del alma pero que se le impone en algunos poemas y, en especial,
en sus obras dramáticas. La distancia del discurso teatral, su ficcionalidad,
le dio más libertad para elaborar literariamente la emoción del deseo carnal.
En Ida Gramcko emergía una fuerza que no pudo derrocar su
palabra y la obligaba a rendirse a las demandas de la poesía que será el lugar
donde convergen todas sus angustias, su serenidad, su humor –muchas veces mal
comprendido–, su andar alado entre las cotidianidades de su día a día, sus
diálogos con los numerosos psiquiatras y analistas que la acompañaron luego de
su crisis psicótica a inicios de los sesenta.
Ante el inabarcable espectro que ofrece su poesía, aquí se
propone al lector seguir una línea temática de las muchas que ofrece su
escritura: el camino de la luz.
Este tópico presente desde los inicios de su escritura,
logra su pico de exaltación a final de los 60 y hasta los 80 cuando sin abandonarlo,
se hace más discreto en su discurso. No deja de ser interesante y quiero
destacarlo, que en este período aparecen vinculaciones con el cristianismo,
supuestamente derivadas del ángel como símbolo de lo masculino idealizado, y en
los libros impresos, sin importar el diseñador o diagramador, un dibujo
elemental que simboliza un sol naciente que se puede observar en las
contratapas o, ya cuando inicia su disolución como símbolo que la determina
vitalmente, en la portadilla. De esta etapa, el uso de la i latina en
sustitución de la “y” como conjunción copulativa, queda registrado solo
en Poemas de una psicótica (1964) y en su correspondencia
personal.
Este es solo un camino que propongo para acompañar a la
poeta y aproximarse a su poesía buscando una mayor comprensión del rico tejido
que constituye su propuesta estética. Aquí se podrá apreciar la presencia
complementaria de una estética impura en el sentido de no seguir un solo camino
formal, como parecen exigirlo algunos estetas, sino varios (el poema de largo
aliento convive con el poema breve, el verso con la prosa) y de una estética
“dura” que se manifiesta en el acto de sostener a lo largo de los años su
propia voz e imaginario.
Son el sentido y el contenido, las imágenes y metáforas las
que confieren sello a su voz, otorgándole una identidad única. La forma
–siempre cuidada– ofrece un paisaje subversivo con las concepciones estéticas
imperantes en su época y aún hoy en día, pues no se somete ni amarra a ninguna
forma en especial. Sin embargo, nunca establece con las múltiples
manifestaciones formales que ofrece un poema, un trato caprichoso. Su uso
responde a una intención estética que no deja de estar vinculada con la
búsqueda de lo trascendente. Pero, su inclinación ascensional y la idealización
que marcan su mirada no se desprende ni se separa de lo humano ni de su
cotidianidad. Hay compromiso con lo humano, un temblor ante el dolor de los
demás y el suyo propio. Si bien, el núcleo de su obra revela una vivencia
mística inseparable de la vivencia poética, la imposibilidad de desligarse de
lo carnal, atormentará su palabra que aspira a alcanzar lo inalcanzable y está
regida por un profundo sentido creacionista.
Su dominio tanto del poema largo, que se abarroca, como del
breve, que se despoja, manifiesta la identidad de la poeta, sus certezas y sus
riesgos.
Por otra parte, su escritura es testimonio de un drama y un
proceso existencial que desde la metaforización de lo real vivenciado tocó
extremos de lo luminoso y conoció la sombra que encierra esa luz. El drama
lírico que se desprende de su obra es el conflicto que reside entre la carne y
lo desencarnado, el deseo sexual y el deseo idealizado, impulso hacia lo
trascendente. Algún suceso posterior a su poemario de 1944, de tema erótico
ingenuo pero amoroso, apasionado y arraigado al cuerpo, marcó este conflicto
que, se puede suponer, fue parte del tejido de acontecimientos que produjeron
años después una crisis psicótica que solo pudo resolver en la escritura
desprendiéndose de lo contingente para buscar lo desencarnado como ideal, tal
como lo testimonia Poemas de una psicótica.
A esto hay que sumar una presencia arquetipal que siempre la
acompañó y que ella encarnó sin prevención: el arquetipo del poeta y del héroe.
Aunque estos arquetipos se vinculan con lo solar, su palabra conjurará esa
energía al abrirle un discreto territorio a lo nocturno. La noche revelará en
sus poemas una fragilidad sufriente y femenina, una reciedumbre que no elude lo
femenino ni lo materno desde la particularidad de su voz. Su tránsito poético
lleva la huella de la entereza, del mito, asoma las vicisitudes del héroe
poético y humano: cruce del umbral, pruebas, oponentes y ayudantes (ángeles y
diablos), saber obtenido. Pero no hay regreso ni misión cumplida, pues el viaje
quedará siempre inacabado. Su obra poética es el legado de una decisión.
Detenerse ante el umbral y cruzarlo. Cumplir un rito de pasaje ancestral para
adentrarse en el territorio de la poesía, territorio del que no regresará
jamás. Es el sacrificio en pos del sentido de lo sagrado ante la fuerza arcaica
de la poesía. Cruzar el umbral fue el inicio de un camino que culmina
editorialmente en la publicación de un canto al amor y a la muerte, Treno.
Este libro era el corolario a su duelo de viuda y, en este momento, me pregunto
si no sería también su propio canto ante la muerte cercana.
Ante su obra hubo muchas palabras, críticas, lisonjas,
amorosos lectores y detractores. En la década de los 80 su estética era
rechazada, porque eran otros los parámetros que se querían imponer, pero ella
nunca cedió. Fue fiel a su discurso.
Que es un discurso que busca justificarse ante el mundo y
reafirmar una mirada, una creencia, lo es. Que el apego a las formas clásicas
lo aleja de la idea general y consensuada que se tiene de la poesía
contemporánea, es así. Que los temas se repiten, fidelidad hay a ellos. Que la
extensión de los poemas diluye el logro poético, a veces ocurre.
Esta poesía ajena a la complacencia, como debe serlo todo
acto creador, pero sufriente ante los señalamientos –el poeta es un ser con sus
fragilidades–, hizo surgir textos y libros que se movían en terrenos
inesperados para la escritura. Pero, ella aceptó esa hibridez o fusión de
géneros que aparecieron a finales de los 50 y fueron publicados en la década de
los 70. ¿Cómo saber que a fines del siglo pasado sería asunto común y se
hablaría de lo transgenérico como un buen e interesante rasgo estético?
Así hay quienes se desconciertan porque a Ida Gramcko los
géneros se le habían borrado como taxonomías, hay quienes señalan que son
textos infantiles. El imaginario de Gramcko estaba muy nutrido por el mundo
infantil y mágico tanto europeo como venezolano y eso no convertía a sus
propuestas en literatura infantil. La mirada lúdica de esos libros ha sido mal
interpretada. Ya en esta época hay que comprender, cosa difícil para algunos
pero que ha entendido perfectamente la industria del cine animado, que no hay
temas infantiles y de adultos, que todos son temas que habitan en el colectivo
y en la imaginación personal y transpersonal.
Además, Ida Gramcko empieza a conformar su obra de manera
pública con apenas trece años, adolescencia que es tránsito hacia lo adulto y
abandono de la infancia. Dos emociones abiertas al conflicto.
No había, para ella, palabras poéticas. Todas las palabras
eran poéticas. Eso sí, se percibe, un disfrute en irrumpir el discurso con
vocablos cotidianos y cuyos sonidos, a veces, pueden producir rechazo en el
lector por su aparición inesperada.
Para los lectores actuales, su obra puede significar un reto
o un cerrado universo, toca cruzar el umbral asidos a la voz potente de Ida.
Ahora serán los lectores los que evocarán la fuerza poética de su voz, una y
otra vez, la harán propia en el silencio íntimo que emergerá de las manos que
sostengan el libro, de la voz que musite los poemas para hacerlos de nuevo
respiración. Pero, lo más importante en esta breve selección que aquí se
presenta es la oportunidad de aproximarse a la voz de una mujer que se supo en la
poesía y supo que la poesía era su única posibilidad para hallarse y
comprenderse en el mundo, para vivir las horas largas de los días sucesivos,
los hallazgos, los encuentros, los desencuentros, las enfermedades, la muerte,
las pérdidas y las ganancias.
Papel Literario
Epílogo
Los fragmentos que siguen fueron seleccionados por María
Antonieta Flores, responsable de la antología “Sol y soledades” (Kalathos
Ediciones, España, 2017), provenientes de “El jinete de la brisa” (1967).
Tienen en común el que sugieren una visión –una poética– de Gramcko sobre su
propia escritura
Por IDA GRAMCKO
22 DE OCTUBRE DE 2017 01:30 AM
La poesía, la resurrección de nuestra carne, posee una
existencia noblemente tiránica cuando se instaura con certeza.
*
Así, la poesía, como cualquier otra realidad, se hace vida
desentrañada, libre de los estados de ánimo que, durante años le pesaron como
accidentes. Así, el creador, a través de una disciplina se hace acreedor a una
realidad hecha tan solo de palabras pero que tiene tanta concreción como una
planta, un animal o una veta. El hombre, al construirse, al no abandonarse,
auspicia el nacimiento de bellas realidades; llega a merecerlas y a poseerlas.
Una conducta, sin quedarse en mera conducta expresada, conduce a una nueva
estética. Y sin que el hombre llegue a perder su afán, este empieza a latir en
el fondo de una poética unidad, de sazón trascendida por un profundo y cósmico
deleite.
*
El poema constata, es una certidumbre, revela una libertad
de relaciones, una comunicación entre seres y cosas, es un acto de fe, una
palabra idéntica a su hecho.
*
Mientras un poema instaura un nuevo hallazgo, el cuento solo
dice tesoro, y se queda todo pálido y trémulo. El cuentecillo no tiene
conciencia de su pánico, está menos curado de espantos. En el poema actual,
contemporáneo, hay un claro reconocimiento de la fragilidad y ya no hay casi
azar sino la constante de la revelación, el oficio de vivir siendo expuesto. El
poema construye; el cuento avizora o inventa. Es una evasión, una ilusión, y
por lo mismo, es un refugio; huele a hogar y a chimenea aldeana, a medida que
la poesía, que ya no es un lugar íntimo, sino un abierto espacio, se hace
horizonte o intemperie.
*
Si para el poema el descubrimiento viene ya custodiado por un
celo o conocimiento de asechanza, si en el poema todo se encamina,
defendiéndose, cuando se añora no hay preparativos. Se está a merced de lo
providencial. Todo poeta, desde luego, contiene ese germen de lo añejo o de lo
reminiscente, pero de una manera abarcante. Lo pasado es un aspecto auxiliar,
aunque muy jugoso, para el poema. En el poema, sin sucesos, todos los tiempos
van unidos. Lo que rige es la línea de enlace, la desaparición de todo instante
desligado y libérrimo. Detenerse en una etapa dada, por más deslumbrante que
parezca, sería impedir el logro más total.
*
El poeta no es un hombre que se cura de ningún pánico con
versos. La poesía no es una panacea psicológica, aunque lo pueda ser
indirectamente en muchos casos. La poesía verdadera, la de cualquier hombre y
cualquier época, no conservó nada que fuese culpable de existir de impulsiva y
morosa individualidad. Ni en los románticos. Cuando es poesía y no simple
documento histórico, transforma lo menudo, salva lo circunstancial, trasciende
lo que puede ser pasado, eterniza, redime.
*
El poeta recibe el poder de la renovación en el sentimiento
metafórico.
*
La poesía ha sido siempre el hincapié de esas relaciones, el
acento puesto sobre esa realidad de los vínculos y no su información o su
análisis. Un poeta dice que un roble está desamparado porque actúa en actitud
de amor y no en postura pedagógica que, aunque no sea menos amorosa, es
enteramente diferente en su carácter.
*
El poeta contemporáneo sabe de la unidad. La mira hasta en
lo que, aparentemente, está vacío. Y por eso, también con sosiego, con
pulcritud y exactitud, puede medir cuáles son las palabras que expresarán esa
verdad. Y canta.
*
El verdadero artista es aquel que permite que emane todo su
arcano y cálido interior. Y casi siempre, cuando lo interno afluye sin
tropiezos, libremente, sin cálculos ni trabas, irrumpen lo humano y lo
inaudito. Lo que se conoce pero a la vez lo que se ignora, aquello que se
ofrenda como hecho de línea o de color y aquello que se cierra aunque se ve,
aunque nadie haya podido averiguar aún cómo le es posible donarse.
*
Precisamente, lo que permite al hombre ser más hombre es su
ansiedad de ver luz imposible, su mística, salvaje, casi irracional esperanza.
*
El poeta es aquel que dice lo que nunca se ha dicho,
evidencia la gracia y el garbo de la vida, que descubre la fisonomía de lo que
se manifiesta en torno nuestro. De esta manera, la poesía se convierte en el
conocimiento más total de lo cósmico.
*
Todo poeta, todo pensador también, cumple sobre la tierra su
misión fervorosa y fecunda si es consecuente y fiel consigo mismo. Todo poeta,
todo soñador, todo pensante, realiza en este nuestro mundo, la pacificación,
mejor aún la purificación dentro del vértigo sentimentaloide.
*
Solo aquel que entrevé, aunque sea una vez, la milagrosa
luz, puede luego volver a su penumbra con pecho pleno y soledad colmada. Solo
quien presintió sus soles inasibles, puede luego tener intensa sed y morder
dulcemente una naranja.
A tientas: De radiante opacidad
“En ‘Hora de Dios’ Ida Gramcko confiesa la forma que toma su
decir en Poemas: una voz que deambula o adolece con rigor. El
asombro sería esa respuesta de su inteligencia ante las sorpresas que el
universo propicia. Vivir es aquí recorrer diversas perplejidades. Hacer poesía,
su forma de recrearlas. Muy pocos son capaces de hacer poesía de sus
asombros”
Por FRANKLIN HURTADO
22 DE OCTUBRE DE 2017 02:00 AM | ACTUALIZADO EL 22 DE
OCTUBRE DE 2017 02:10 AM
Una pregunta, me parece, será el hilo que atraviese Poemas de
Ida Gramcko: ¿cuál presencia convive en la voz con suficiente fuerza para
dirigir el delirio sin ser percibida?
“¿Es algo, es alguien? No lo sé. Una llama
habita ya el relámpago o el cirio.
Se llama fuego y basta.
Basta porque está vivo.
No, no fue un hombre, no fue un ser… Fue nada…
Nada concreto y pálido mezquino”.
Esta presencia oculta, la misma que guardan las cosas y les
da su orden, no se reconoce en una primera instancia. Gramcko la compara con la
llama, tal vez porque ilumina el mundo que debe ser nombrado. A la vez la
consume: vive en ella. Por esto no la toma como un ser alejado de sí o de su
lengua. Ni siquiera la identifica con un ser trascendente, sino con un ardor o
un padecer suyos. Al parecer, esta presencia no puede concretarse fuera de la
experiencia poética.
En toda escritura existe la ambigüedad de una presencia que
es, a la vez, lenguaje y límite. Guarda la escritura una circunstancia tangente
a las palabras, una pasión que las circunda.
En Presencias reales George Steiner dice:
“En la mayoría de las culturas, en el testimonio dado de la poesía y el arte
hasta la más reciente modernidad, la fuente de la ‘otredad’ ha sido actualizada
o metaforizada como trascendente. Ha sido invocada como divina, mágica o
daimónica. Es una presencia de radiante opacidad. Esta presencia es la fuente
de poderes, significaciones, en la obra, en el texto, poderes y significaciones
no queridos ni comprendidos conscientemente”.
Se podría hablar de un ser abstracto que pide que se le
ubique. Lo compararía, por esta imagen gramckiana del fuego vivo que toca, con
la luz que cae y penetra las cosas y solo por ella podemos verlas y
reconocerlas.
Ahora, en estos poemas que declaran la entrega a otra voz, a
un dios que permite entrar gozosamente en el delirio, la voz de Ida sigue
firme. Aunque afirme no dirigir la escritura que le está siendo dada, su
singular sintaxis se mantiene. La poeta entra a la hora de Dios con paso
seguro, lúcida, parece querer perderse en ese fuego, en ese origen que es la
misma divinidad. Como encuentra en su voz un ser más profundo, se siente gozosa
de perder la superficie: se limpia de corteza al caer en la llama.
“¿Qué importa ya el origen si en su brasa
me limpio de corteza y me redimo?
Fue solo un despertar o una llamada,
bien pudo ser humana o ser divino”.
¿En qué consistiría esta experiencia? Tal vez en un fuego
que la reclama y que no podemos considerar una ruptura de límites, porque sigue
en su voz, pero sí una pérdida de los contornos que la definían, una apertura
hacia el todo. La poeta requiere perderse en el mundo.
Este perderse implica abandonar la imagen tosca que tiene de
sí, para encontrar la presencia de la cual toda imagen proviene. Como si
necesitara despojarse del orgullo mortal, de lo humano, para entrar al recinto
donde late el centro inasible de todo.
“No, ya no existe vanidad ni mancha
de orgullo pardo en mi mortal gemido;
no, ya no puedo así, con petulancia
gritar: yo soy la luz, yo me dirijo.
Yo no dirijo nada,
no hay cálculo en mi voz ni en mi delirio”.
Reconoce así que no puede levantar la voz por sí misma, su
“yo” no sostiene nada. No puede calcular la medida de su palabra, ni el delirio
que vive en sus versos le pertenece. Ella no dirige esta dulce emoción que la
desborda. Los pulsos del mundo la aprisionan. Así se dispone al poema, la
poseída por el fuego. Se libera para vivir entre asombros:
“Yo no decido nada,
voy entre asombros sin cesar, me guío,
ambulo a tientas, toco muros, almas,
alguien estalla en gritos en mi oído…
No soy prudente ni veraz ni sabia.
Soy ciega y tengo sed y aun me persigo
sola en mi propia y terca desconfianza,
sola entre lo soñado y lo vivido”.
En este poema de “Hora de Dios” Ida confiesa la forma que
toma su decir en Poemas: una voz que deambula o que adolece con
rigor. El asombro sería esa respuesta de su inteligencia ante las sorpresas que
el universo propicia. Vivir es aquí recorrer diversas perplejidades. Hacer
poesía es su forma de recrearlas. Muy pocos son capaces de hacer poesía de sus
asombros.
Ese aferramiento, esa ordenada pasión, por el pie barroco
que mantendría Ida, al parecer, sería una pulsión que la dirige, una maña de
oído. Por el canto, Gramcko entra a la hora de Dios, cuando los pies vibran a
la espera de la danza, momento en el que se cumple el poema como dádiva.
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Este texto forma parte del trabajo Dentro y fuera:
una lectura de dos poetas venezolanas. Ida Gramcko y Elizabeth Schön por
Franklin Hurtado (2011, inédito).
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