De revoluciones y revolucionarios
2 DE ABRIL 2013 - EL NACIONAL
Probablemente, la única revolución exitosa en la historia de Occidente haya sido la Revolución Francesa, quizás porque no fue concebida como tal por lo menos hasta la afirmación de los jacobinos. Reeditó, expandió y universalizó, sin pretenderlo, la revolución norteamericana que tampoco fue pensada como revolución. Su éxito no lo obtuvo en el momento revolucionario, sangriento, de “terror” y opresivo ni en la imposición napoleónica, sino, después de su fracaso temporal, a lo largo de todo el siglo XIX y el XX. Éxito que lentamente se fue convirtiendo en realidad tras superar contradicciones, avances y retrocesos. Al final, del antiguo régimen, la vieja sociedad, no quedó nada. El proceso no consistió en destruir primero para luego construir sino en un largo camino de construcción destructiva, esto es, de afirmación de lo nuevo que, por el mismo afirmarse, enviaba lo viejo a la negación.
El XX, en cambio, ha sido el siglo de las revoluciones fracasadas, exitosas en el momento revolucionario y fracasadas después del corto o largo proceso que le siguió. En el terror y la sangre, éstas superaron con creces a aquélla. La sociedad existente fue duramente sacudida pero no sucumbió. Las viejas estructuras políticas, económicas, sociales, religiosas y culturales, nunca extinguidas a pesar de todo, renacieron y recuperaron con nuevas adaptaciones el tiempo perdido. Fue de la revolución de lo que no quedó nada. Lo mismo pasará con los escasos restos que aún resisten.
Estas, las del siglo XX, no se produjeron emergiendo de unos cambios que se iniciaron con otros objetivos, sino que fueron racionalmente pensadas, planificadas, promovidas y ejecutadas a partir de un cuerpo teórico firmemente estructurado, de convicciones sólidamente enraizadas en grupos selectos de activistas y del aprovechamiento de necesidades y carencias profundamente sentidas y vividas como injusticias por amplios sectores de cada sociedad.
Tanto si se la ha etiquetado de derecha como si se la ha calificado de izquierda, no ha habido revolución sin violencia mortal contra miles, millones, de seres humanos. La maciza e indisoluble unión entre revolución y violencia y entre hombre revolucionario y disposición subjetiva a ella, está claramente ilustrada por la historia en los hechos y por los textos teóricos en la doctrina.
¿Cuál sería el fondo común, no necesariamente siempre reconocido, que podría explicarnos esa íntima e inseparable relación sobre todo en las revoluciones pensadas y planificadas como tales?
En dichos movimientos, todos, encontramos tanto en los discursos teóricos como en las disposiciones encaminadas a la práctica, un profundo rechazo, por disgusto, al mundo real en el que se produjeron, un disgusto que no se detenía en las injustas realidades de la sociedad sino que se extendía a la misma naturaleza del hombre y al mundo por él construido que se consideraba radicalmente podrido y absolutamente irreformable, del que no debía quedar nada en pie. Este nihilismo total de fondo, esta condena a todo lo existente por ser esencialmente maligno, justifica rehacerlo todo desde abajo. El primero, el hombre irremediablemente dañado. De ahí el hombre nuevo. En esto concuerdan todos. Lo mismo Lenin que Hitler, paradigmáticos de posiciones opuestas, pero en ello coincidentes.
Toda injusticia, toda opresión, toda pobreza, tienen que desaparecer, pero también toda violencia. Posición ética sin concesiones ni excepciones. Esto quiere decir que la revolución debe ser pensada de manera radicalmente distinta. Revolucionar a fondo el pensar la revolución.
La revolución otrora pensada es violenta, inhumana y antiética.
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