22 Junio, 2017
Vivir en los extremos de opresión y libertad ha sido el destino de Venezuela. Hace doscientos años, en su guerra de independencia (las más larga del continente), los venezolanos se mataban entre sí con indecible ferocidad: friendo las cabezas de sus enemigos, asesinando niños, ancianos, mujeres y enfermos, hasta perder la cuarta parte de su población y casi toda su riqueza ganadera. Pero extremas también, en su ambición e intensidad, fueron las hazañas de Simón Bolívar, libertador de futuras naciones (Ecuador, Venezuela, Colombia, Perú y Bolivia). Y no menos notable fue su contemporáneo Andrés Bello, quizá el mayor pensador republicano del siglo XIX en América Latina.
Venezuela padeció largos periodos de dictadura hasta bien entrado el siglo XX y por ello arribó muy tarde al orden constitucional, en 1959, de la mano de otro personaje extraordinario, sin precedente: Rómulo Betancourt (1908-1981), el primer converso latinoamericano del comunismo a la democracia y, acaso, nuestro más esforzado demócrata del siglo anterior. Por desgracia, el periodo democrático tendría fecha de caducidad: en 1998, cansada de un régimen bipartidista manchado por la corrupción y las desigualdades sociales, Venezuela encumbró al redentor mediático Hugo Chávez.
La tensión continúa. Un sector amplísimo de la sociedad lleva meses volcado en las calles de todo el país reclamando su libertad y sus derechos confiscados por un régimen tiránico que la condena al hambre, la escasez, la desnutrición y la insalubridad. Las miles de imágenes de la represión por parte de los contingentes de la Guardia Nacional que pueden verse en las redes sociales son estremecedoras: disparos a mansalva, emboscadas mortales, decenas de jóvenes asesinados, asaltos a ancianos, vejaciones a mujeres, tanques contra manifestantes. Un Tiananmén diario mientras Maduro baila salsa. No podemos esperar el desenlace de ese drama como esperamos el final de una serie de televisión: Venezuela necesita una solución sin precedentes.
Me tocó presenciar de cerca el penúltimo ciclo de la antigua tensión. Me refiero a la era de Hugo Chávez, antecedente y responsable directo del drama actual. A fines de 2007, viajé por primera vez a Venezuela. Acababa de ocurrir el referendo (el único que perdió Chávez) en el que la mayoría de los votantes se manifestó de manera contraria a la propuesta de reelección indefinida y la conformación de un Estado socialista, lo que habría significado la fusión de Cuba con Venezuela en un solo Estado federal.
Volví varias veces. Hablé con numerosos chavistas, desde altos funcionarios e intelectuales afines al gobierno hasta líderes sociales. Me impresionó el testimonio espontáneo, en barriadas populares, de la gente agradecida con el hombre que “por primera vez”, según me decían, “los tomaba en cuenta”. Sentí que la vocación social de Chávez era genuina pero para ponerla en práctica no se requería instaurar una dictadura.
El entonces ministro de Hacienda, Alí Rodríguez Araque, me contradijo: “Acá estamos construyendo el Estado comunal, como no pudieron hacerlo los sóviets, los chinos ni los cubanos”. “¿En qué basa su optimismo?”, le pregunté. “En nuestro petróleo. Está a 150 dólares por barril y llegará a 250”. “¿Y si se desploma, como en México en 1982, quebrando al país?”, insistí. “Llegará a 250, no tengo duda”, me dijo.
En el bando de la oposición hablé con estudiantes, empresarios, escritores, líderes sindicales, militares, políticos y exguerrilleros. Aunque los alarmaba el desmantelamiento de PDVSA (la productiva empresa petrolera nacionalizada en 1975), así como los niveles –una vez más, sin precedente en América Latina– de despilfarro y corrupción con los que el gobierno disponía de la riqueza petrolera, su principal preocupación era la destrucción de la democracia: la reciente confiscación de RCTV (la principal cadena privada de televisión) y el creciente dominio personal de Chávez sobre los poderes públicos presagiaban una deriva totalitaria. Chávez lo había anunciado desde su primer viaje a La Habana, cuando declaró que Venezuela se dirigía hacia el mismo “mar de la felicidad” en el que navegaba Cuba. La presencia de personal militar y de inteligencia cubano en Venezuela y la voluntad expresa de Chávez en volverse “el todo” de su país (como Castro lo era de Cuba), parecían confirmar esos temores.
Pensé que el daño más serio que Chávez infligía a Venezuela era el feroz discurso de odio que practicaban él y sus voceros. Quienes no estaban con él estaban contra “el pueblo”: eran los “escuálidos”, los “pitiyanquis” aliados al imperio, los conspiradores de siempre, los culpables de todo. Había que denigrarlos, expropiarlos, doblegarlos, acallarlos. Concluí que Chávez quería ser Castro, pero el tránsito hacia el “mar de la felicidad” no le sería fácil por el temple de libertad de los venezolanos.
Una historia sin precedentes tenía que desembocar en situaciones sin precedentes, como la súbita enfermedad mortal del caudillo que se imaginaba inmortal y el ungimiento monárquico de su sucesor. Pero nada preparó a los venezolanos para la tragedia que ahora viven. Junto con los ensueños petroleros han caído las máscaras ideológicas. El balance de la destrucción económica y social es terrible, y tardará decenios en asimilarse: tras despilfarrar en quince años cientos de billones de dólares de ingreso petrolero, el país más rico en reservas de América ha descendido a un nivel de pobreza de 80 por ciento y enfrenta una inflación estimada de 720 por ciento para 2017.
Venezuela es el Zimbabue de América. Una descarada alianza de políticos y militares corruptos, obedientes a los dictados de Cuba e involucrados muchos de ellos en el narcotráfico, ha secuestrado a una nación riquísima en recursos petroleros e intenta apropiarse de ella a cualquier costo humano, y a perpetuidad.
Venezuela es el Zimbabue de América. Una descarada alianza de políticos y militares corruptos, obedientes a los dictados de Cuba e involucrados muchos de ellos en el narcotráfico, ha secuestrado a una nación riquísima en recursos petroleros e intenta apropiarse de ella a cualquier costo humano, y a perpetuidad.
Los asesinatos del gobierno de Maduro no son todavía comparables a los de las dictaduras genocidas de Chile y Argentina en los años setenta. Pero conviene recordar que estas no provenían de un orden democrático (y, en el caso de Pinochet, cedieron el poder tras un plebiscito). Tampoco es una copia del régimen de Castro, que acabó de un golpe con todas las libertades y las instituciones independientes y es la dictadura más longeva de la historia moderna.
Se trata, en todo caso, de una cubanización paulatina, el plan original de instaurar el “Estado comunal” a través de una asamblea constituyente espuria y liquidar las elecciones presidenciales de 2018. Pero este designio totalitario se topa con una resistencia masiva sin precedentes en nuestra historia latinoamericana, una participación cuyo heroísmo recordaría los mejores momentos de Solidaridad en Polonia o la Revolución de Terciopelo en Praga, si no fuera por la sangre que diariamente se derrama.
Es imposible predecir el desenlace. Pero para la comunidad internacional hay una salida. Se trata de la doctrina que el propio Rómulo Betancourt formuló en 1959 y que hoy ha retomado el valeroso Luis Almagro, quien con su liderazgo ha rescatado la dignidad e iniciativa de la OEA. El Derecho Internacional la conoce con el nombre de Doctrina Betancourt.
“Regímenes que no respeten los derechos humanos, que conculquen las libertades de sus ciudadanos y los tiranicen con respaldo de las políticas totalitarias deben ser sometidos a riguroso cordón sanitario y erradicados mediante la acción pacífica colectiva de la comunidad jurídica internacional”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario