Albersidades
Pan y cebolla
Peter Albers
Una leyenda urbana afirma que la sopa de cebolla,
tradicional plato francés, tuvo su origen cuando
alguna terrible guerra, durante la cual hubo tanta pobreza
y escasez de alimentos que el pueblo recogía entre
los basurales cualquier cosa que le sirviera de alivio
a su hambre. La cebolla, por ser de fácil cultivo, era
abundante; y los ricos (los pocos que quedaban y que
siempre se han beneficiado de las guerras) la echaban
a la basura tan pronto comenzaba a podrirse, y por su
mal olor era fácilmente detectable por los olfatos
de los más hambrientos (el hambre agudiza los sentidos,
dicen). Para poder ingerirla, la caramelizaban con
azúcar de remolacha antes de hervirla junto con
algún resto de carne medio descompuesta que encontraran.
Un poco de queso rallado, también de fácil
consecución, para disimular el mal olor de la cebolla y
la carne, y ya tenían los damnificados del conflicto algo
para llenar sus vacíos estómagos.
La verdad es que tan triste origen de la sopa de
cebolla no es cierto; por el contrario, es un misterio.
Otras historias dicen de reyes y príncipes que la
degustaron por primera vez en alguna posada de
algún camino. Pero la tradicional sopa, tan sabrosa y
alimenticia, remonta su genealogía a muchos siglos
atrás, cuando era un plato muy popular, por la facilidad
ya dicha del cultivo de este bulbo de la familia de
las liliáceas. Pero la primera versión, aunque falsa,
se ha hecho creíble porque parece una explicación
sensata de una solución posible en tiempos de hambrunas
y cuando el estómago clama por algo que lo llene.
Lo que sí es cierto es lo que me contó una vez mi
padre sobre la situación en Alemania, su tierra natal,
después de la Primera Guerra Mundial (1914-1918)
cuando a ese país le hicieron pagar por los daños
que había causado durante el conflicto. La situación
económica era desesperada, con una inflación galopante,
hambruna, desempleo, y una desesperanza en el futuro
que después supo capitalizar muy bien Hitler
para llevar nuevamente a los alemanes a la locura
de la Segunda Guerra Mundial. Contaba mi padre que
mi abuela lo enviaba a la panadería en busca de, por
supuesto, pan. Cargaba una bolsa de papel, que era
la misma que siempre iba y venía entre la vivienda y
la panadería: de ida, llena de billetes devaluados, que
el panadero vaciaba sobre el mostrador sin siquiera
contarlos, para llenarla a su vez de pan.
Últimamente construyo en mi mente un drama, en cuyo
primer acto un adolescente entra en escena: camina
por una calle de Hamburgo con una ajada bolsa de
papel llena de billetes, sale por el otro lado, y
regresa con la misma ajada bolsa de papel, llena
de pan. En el segundo acto, al subir el telón, vemos a
un andrajoso hurgador de basureros buscando entre
la basura de una calle de Paris una cebolla con que
hacerse una sopa, tal vez su primer alimento en días.
Hace mutis por la derecha con cara entre feliz
y resignada, enseñando su trofeo al público.
Todavía no he llegado a verme como protagonista
de este segundo acto, pero últimamente me he
sentido como actuando en el primero. Es al momento
de pagar, tras una interminable cola, una mano de
cambures, medio kilo de tomates, algunas hortalizas,
un poco de queso, un insecticida, salchichas y dos
panes rebanados. Ahora no es una bolsa de papel llena
de billetes, pero allí quedaron el bono de alimentación
de un mes, y un buen mordisco a una casi agónica
tarjeta de crédito por el resto que no alcanzó a cubrir
el bono.
¿Acaso estamos en guerra y yo no me he enterado?
peterkalbers@yahoo.com
@peterkalbers
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