Casa de la Estrella. Donde nació la República libre y soberana de Venezuela en 1830.

Casa de la Estrella. Donde nació la República libre y soberana de Venezuela en 1830.
Casa de la Estrella, ubicada entre Av Soublette y Calle Colombia, antiguo Camino Real donde nació la República libre y soberana de Venezuela en 1830, con el General José Antonio Páez como Presidente. Valencia: "ciudad ingrata que olvida lo bueno" para el Arzobispo Luis Eduardo Henríquez. Maldita, según la leyenda, por el Obispo mártir Salvador Montes de Oca y muchos sacerdotes asesinados por la espalda o por la chismografía cobarde, que es muy frecuente y característica en su sociedad.Para Boris Izaguirre "ciudad de nostalgia pueblerina". Jesús Soto la consideró una ciudad propicia a seguir "las modas del momento" y para Monseñor Gregorio Adam: "Si a Caracas le debemos la Independencia, a Valencia le debemos la República en 1830".A partir de los años 1950 es la "Ciudad Industrial de Venezuela", realidad que la convierte en un batiburrillo de razas y miserias de todos los países que ven en ella El Dorado tan buscado, imprimiéndole una sensación de "ciudad de paso para hacer dinero e irse", dejándola sin verdadero arraigo e identidad, salvo la que conserva la más rancia y famosa "valencianidad", que en los valencianos de antes, que yo conocí, era un encanto acogedor propio de atentos amigos...don del que carecen los recién llegados que quieren poseerlo y logran sólo una mala caricatura de la original. Para mi es la capital energética de Venezuela.

lunes, 21 de octubre de 2013

Ante los intentos de transformar el chavismo en una especie de nueva religión, utilizando e instrumentalizando elementos y contenidos cristianos, resulta para mí un imperativo moral deslindar esa suerte de inédita expresión religiosa del cristianismo genuino, al menos tal como lo entendemos e intentamos vivirlo muchos hombres y mujeres en nuestro país y nuestro tiempo

El chavismo y la memoria 

subversiva de Jesús, por 

Armando Rojas Guardia

Por Armando Rojas Guardia | PRO DA VINCI 2 de Abril, 2013

chavez jesus texto
Ante los intentos de transformar el chavismo en una especie de nueva
religión, utilizando e instrumentalizando elementos y contenidos cristianos,
resulta para mí un imperativo moral deslindar esa suerte de inédita
expresión religiosa del cristianismo genuino, al menos tal como lo
entendemos
e intentamos vivirlo muchos hombres y mujeres en nuestro país y
nuestro tiempo.
1.
Lo primero que tengo que decir es que, como radioescucha y
televidente,
como lector de la prensa y usuario de Internet, llevo semanas
sintiendo
una profunda nostalgia de la modernidad y del espíritu crítico del
pensamiento
ilustrado. El exceso de religión, de manifestaciones rituales, de
ceremonias
sacras y discursos devotamente homiléticos que han sobreabundado
en la vida pública venezolana desde hace meses viene a mostrarse
incompatible
con una de las más indispensables conquistas del mundo moderno: el
Estado laico, la total laicidad de los asuntos públicos. Esta laicidad, que
ha sido característica esencial de nuestra vida republicana
desde 1830 y por
lo tanto ha permeado decisivamente todo nuestro talante histórico como
nación ha venido ser violentada hasta límites entre nosotros insospechados
por una avalancha de simbología religiosa mezclada de modo indisoluble
con excrecencias de pensamiento mágico. Creo que, a excepción
de algunas teocracias islámicas, eso no sucede hoy en ningún otro
país del mundo. La sobriedad, la austeridad simbólica, que impone la
secularización moderna de la vida pública en el abordaje del hecho
religioso, ha llegado a ser en Venezuela eso mismo: una nostalgia.
Pero ocurre que la propuesta ética de Jesús de Nazaret es de suyo
incompatible con la religión. Una frase históricamente indiscutida de
Cristo es: “Anden y aprendan lo que significa: quiero misericordia y
no sacrificio” (Mt 9,13-12,7). Allí, en esa frase, ya se sugiere una
crítica demoledora contra la religión (el sacrificio, el culto) para
privilegiar, como alternativa antropológica, la solidaridad, la compasión
y la fraternidad  humanas. El proyecto religioso tiene su razón de ser
en “lo sagrado” (un espacio, un tiempo, unos utensilios, unos
ritos, unas normas), y en “lo sagrado” como contrapuesto a “lo profano”,
a lo laico y secular. Por el contrario, el proyecto de Jesús opera un
desplazamiento radical: la vía de acceso a Dios no es la de lo sagrado,
sino la vía profana de la relación con el prójimo, la relación ética del
servicio al otro hasta la entrega y el olvido de sí mismo. Cristo no
solo nos mostró, sino que encarnó una manera ―otra―, inédita, de
vivir la religiosidad humana. Es de sobra conocido su distanciamiento
crítico de las dos instancias religiosas que mediaban, para los hombres
y mujeres de su país y de su hora, la relación con Dios: el Templo
y la Ley. Con respecto al primero, en los evangelios nunca se dice que
Jesús acudiera al Templo para orar o para participar en alguna
ceremonia litúrgica. Su conducta en ningún aspecto fue ritualista:
no encontraba al Padre en el espacio sagrado del Templo ni en
el tiempo sagrado del culto religioso. Acudía al Templo porque allí se
reunía la gente y es a ella a la que dirigía su mensaje. Jesucristo habló
con el Padre y del Padre en el espacio y el tiempo profanos, seculares,
de la vida misma, la vida cotidiana de la ciudad y del campo. La única
acción violenta que realizó Jesús fue la que llevó a cabo en el Templo
(Mc. 11,15-19; Mt. 21,12-17; Lc. 19,45-48; Jn. 2,13-22) y sus
contemporáneos juzgaron esa acción como un “ataque” contra el Templo
mismo y todo lo que él representaba en la vida israelita de su tiempo.
En el Evangelio de Juan (4,20-24) se nos dice, como enseñanza
emanada del mismo Cristo, que ni el espacio sagrado, ni las
ceremonias religiosas que se celebran dentro del él, constituyen el lugar
adecuado para encontrar a Dios. A éste se lo halla cuando se lo invoca
“en espíritu y en verdad” a lo largo y ancho de la secularidad concreta
de la existencia. Y, con respecto al conflicto de Jesús con la Ley, él no
dio ninguna importancia a las normas de pureza ritual (Mc 7,1-17),
a las prohibiciones sobre alimentos (Mc 7,18-23), a lo estipulado sobre
el ayuno (Mc. 2,18-22), al rechazo social, también legislado, que recaía
sobre pecadores públicos, que eran sus amigos y compartían la mesa
con él (Mc. 2,15-17) y sobre las prostitutas (Mt. 21,4-31s); prescindió
también de lo normativizado sobre el trato y la convivencia con las mujeres,
un grupo de las cuales lo acompañaba permanentemente (Lc. 8,1-3),
siendo algunas de ellas de mala reputación (Lc. 8,2). En resumen, el
axioma crístico en torno a la Ley es el siguiente: no está hecho el hombre
para la ley sino la ley para el hombre (Mc. 2,27).
De modo, pues, que esta catarata nacional de rituales y discursos
políticos, que pretenden usufructuar la simbólica cristiana entendida de
forma “religiosa”, no solo atenta contra la sana laicidad de nuestra vida
republicana, que debemos afanarnos para que sea lo más moderna
(o posmoderna) posible sino que es uno de los pivotes de lo que el
cristianismo proyecta para nosotros como antropología.
2.
Creo que nada ni nadie son menos cristianos que un caudillaje y un
caudillo. Probablemente ambos funcionen en Venezuela y en los países
vecinos al nuestro como una funesta herencia hispano-árabe, aunque
otras latitudes han conocido y conocen también la dominación
política de un hombre supuestamente providencial que se presenta
como el galvanizador de una movilización colectiva. Hay exegetas
y teólogos muy serios que afirman que ese fue el meollo de una de
las grandes tentaciones de Jesús; tal parece ser el sentido de una de
las pruebas ―la tercera y decisiva― que enfrentó en el desierto
durante el preámbulo de su actividad pública (Mc. 1,12s; Mt 4,8-10;
Lc. 4,1-13): estos textos sobre las tentaciones constituyen un relato,
no histórico, sino claramente redaccional y simbólico, el cual quiere
ilustrarnos acerca de lo que acechó como posibilidad de extravío a la
conciencia de Jesús sobre sí mismo a lo largo de su vida. Se trata
de la tentación del poder. Pero con esta característica crucial: la
tentación del poder para hacer el bien. Es conocido que Israel
esperaba un mesías político, guerrero, que iba a acabar para siempre
con el oprobio y la opresión seculares del país y de su cultura.
Los cuatro evangelios canónicos nos indican explícitamente que todos
los discípulos cercanos de Jesús pensaban, y lo siguieron creyendo
hasta el momento mismo de la pasión, que Cristo encarnaba ese
mesianismo político, basado en el poder y en el triunfo humano.
Después del prodigio de la multiplicación de los panes (Mt. 14,13-23;
Mc. 6,30-46; Jn. 6,1-15), la multitud, entusiasmada, pensó que Jesús
era el aguardado mesías político (Jn. 6,4) y, en consecuencia,
quisieron proclamarlo rey. Jesús, entonces, se retira “de nuevo
al monte, él solo” (Jn. 6,15). Los discípulos identificados con el
entusiasmo popular, no desearon perder la ocasión de que Cristo
fuera proclamado rey político. Por eso, tanto Mateo como Marcos
señalan que Jesús tuvo que “obligarlos” (anagkáso) a montar en la
barca para irse allí (Mt. 14,22; Mc 6,45).
Esa es la tentación a la que me refería: la tentación del poder. Y es
una tentación que, como he dicho, puede revestirse de una falsa
conciencia: se trata del poder, sí, pero para convertirlo en factor
multiplicador del bien. Y Jesús rechaza esa tentación
específica desde una convicción inexpugnable que no dejó de
explicar a sus seguidores más íntimos, los que él creía
singularmente aptos para entenderla: el camino del poder y el
prestigio conduce a mantener una “razonable” convivencia
con los agentes y factores que organizan en este mundo el
sufrimiento y la opresión de los hombres. La sociedad no se
transforma desde arriba (desde el poder y la fama) sino
desde abajo (desde la desarmada solidaridad con los crucificados
de la historia) (Cfr. Mt. 16,22; Mc. 8,33). De esa convicción brota una
denuncia implacable contra el poder político: “Saben (…) que los
que son tenidos por gobernantes dominan a las naciones
como si fueran sus dueños y los poderosos imponen su autoridad.
No será así entre ustedes, más bien quien de ustedes quiera
llegar a ser grande que se haga servidor de los demás” (Mc. 10,42-43).
Y brota igualmente una enorme libertad frente a él, frente al poder:
cuando le avisan a Jesús que Herodes ―quien era rey de Galilea
y por lo tanto jefe político de la región de Israel a la que pertenecía
Jesús― quería matarlo (Lc. 13,31) les dice: “Vayan y díganle a
ese zorro (…) que no cabe que un profeta muera fuera de
Jerusalén” (Lc. 13,32). En la cultura judía de ese tiempo “zorro”
era considerado el animal que no representaba nada. Así, fue
como si dijera: “Vayan y díganle a nadie ― ¡y era el rey!…”.
No voy a hacerle perder el tiempo a mi posible lector abundando en
lo obvio: así como Jesús fue un laico, no un sacerdote ni un teólogo
profesional (como lo eran los llamados “letrados” y los escribas)
tampoco quiso ser un caudillo. A pesar de su ascendencia
dentro de las masas más depauperadas de Israel no deseó
instrumentalizarlas con un objetivo político porque para él a
Dios no lo mediaba el poder, ningún tipo de poder, solo
el amor (esa prostituida pero imprescindible palabra). Todos sabemos
lo que ocurrió al final: fue asesinado como “blasfemo” y “criminal
político” por las autoridades civiles, militares y religiosas de su
tiempo. Las masas que no quiso instrumentalizar lo dejaron
solo. Íngrimo, este hombre de impronunciable inocencia, torturado y
ejecutado como malhechor y peligroso revolucionario por el poder
institucional, por la ortodoxia pensante y sus esbirros, ya había advertido
un día a sus seguidores ―los de entonces y los de ahora―:
“Miren que los envío como ovejas entre lobos: por tanto sean cautos
como serpientes e ingenuos como palomas. Pero tengan cuidado
con la gente, porque los llevarán a los tribunales, los azotarán en
las sinagogas y los conducirán ante gobernadores y reyes por mi
causa; así darán testimonio (…)” (Mt. 10,16-18). Jesús no vivió para
la cruz; cuando la dinámica de la realidad se la impuso, la aceptó y
la asumió transfigurándola en la opción del amor, es decir, en
afirmación de la vida. Aquella ejecución, aquel asesinato operado por
razones religiosas y políticas, que coronó infamantemente una vida
consumida en el servicio desinteresado a los demás, quedó convertida
para siempre en unacontundente requisitoria, en la más honda y
entrañable denuncia de cualquier poder, por más que éste intente ser
canonizado.
Del Evangelio heredamos los cristianos una sospecha radical ante las
pretensiones de mando, de cargos importantes, del aura
supuestamente majestuosa, encandilante, que parece rodear al
triunfo político y social. Si alguien tenía dudas de que el presidente
Chávez fuera un caudillo de la más rancia y triste estirpe
hispanoamericana observe lo que se quiere hacer de su paso por
la historia: Chávez ascendiendo al cielo, Chávez entronizado en
el altar de una capilla del 23 de Enero (llamada la “Capilla de
San Hugo Chávez”), Chávez multiplicado en estampitas que se
venden a la entrada de las iglesias y en bustos de yeso que, se
informa, mucha gente busca para rezarle en la intimidad de su hogar,
Chávez el segundo Simón Bolívar, Chávez el nuevo libertador, Chávez
el Redentor, Chávez el “Cristo de los pobres”. Todo ello sería cómico
si no fuera trágico. Porque se trata de una mezcla inextricable de
la credulidad e ingenuidad mágicas de muchos con una
deificación, una mitificación, una sacralización orquestadas
desde el poder. Hablando bíblicamente, es en dos palabras, una idolatría.
Desde el punto de vista cristiano, un contrasentido. Los cristianos
creemos que únicamente ha habido, hay y habrá un solo mesías. Y
es un mesías crucificado. Y crucificado significa que la “utópica”
(en el sentido de Ernst Bloch) fraternización radical de las
relaciones humanas, que es la propuesta central del cristianismo,
solo se realiza desde la “topía” de la cruz: ese fracaso total que
implica el grito postrero de la agonía de Jesús, abandonado por unos
y por otros, y que expresa la solidaridad de Dios con los humillados
y ofendidos de la historia, no desde la majestad del poder que
instrumentaliza a los pobres para dominarlos ―convirtiéndolos en
objetos de mercadeo político― sino desde la solidaridad inerme,
desamparada y a la intemperie con ellos. El fracaso de la cruz
contrapesa la imagen heroico-prometeica que nos hacemos del
mesías. No ostenta ningún rasgo épico. La muerte de Jesús no
fue la de Sócrates, bebiendo parsimoniosamente la cicuta, acompañado
de discípulos y amigos. La suya estuvo envuelta por los signos
de un profundo espanto: un auténtico horror al sufrimiento, a la tortura,
a la soledad y a la muerte misma que no podía sino parecerle también
la de su causa y la misión de su vida.
Esa identificación de Chávez y Cristo, con ser una idolotría y un
contrasentido, fue propiciada en más de un aspecto por el
propio Chávez. No se cansó de pregonar que él obedecía al “primer y
más grande socialista de la historia”. En vano se le replicó que
esa afirmación contenía un imperdonable anacronismo: Jesús no
fue socialista como tampoco aviador: el socialismo implica una t
eoría de organización política, social y económica que data del siglo
XIX, es decir, a una distancia temporal considerable de la vida de
Cristo. Fue inútil. Hasta el fin de su existencia Chávez siguió creyendo
y propalando el disparate. Como también resulta disparatado, pero
esta vez se trata de un dislate peligroso por sus consecuencias políticas,
afirmar ―como ahora lo hace el pretendido émulo del presidente fallecido
― que “el socialismo es el reino de Dios en la tierra”. Al respecto viene a
ser necesaria la precisión siguiente: ese sueño “utópico” (en el peor
sentido, el etimológico, de la palabra: “no hay tal lugar”) se
encuentra a su manera en la República de Platón, en los visionarios
de la Quinta Monarquía, en los apocalípticos medievales, en los
anabaptistas, en los teócratas puritanos, en los sectores religiosos
del movimiento anarquista: todos los que no han creído y no creen
―cito casi de memoria a George Steiner― en la falibilidad
constitutiva del hombre, en la permanente imperfección de los
mecanismos del poder, en la presencia de la inhumanidad y del
mal dentro de la condición existencial del hombre y de sus realizaciones
históricas. Han creído y creen que la “civitas Dei” debe construirse ahora
sobre la tierra y para ello es indispensable un cierto rigor fanático
al servicio del ideal revolucionario: de allí a sostener que el fin justifica
los medios y que alguna dosis de terror político se hace indispensable
para conseguir el objetivo edénico de la supresión de toda opresión no
hay más que un paso.
El Reino de Dios, bíblicamente considerado, es una realidad
cuya plenitud es meta y transhistórica, cuando Dios, como dice
Pablo de Tarso, “sea todo en todas las cosas”. A los seres humanos
nos compete aproximarnos progresiva y siempre parcial e
inacabadamente a aquella plenitud, organizando la dinámica
histórica de tal manera que se acerque a ella. A alguien puede no
gustarle el apelativo Reino de Dios. Hace muchos años un amigo
me dijo que los cristianos deberíamos hablar, no de Reino sino de
República de Dios. Para aclarar las cosas, invito al lector a recordar
que el primer poemario de Ramón Palomares se titula El Reino.
Y es que Reino de Dioses una designación mito-poética para aludir
a una meta ―la soberanía de Dios como casa fraternal del desamparo
humano, casa definitiva que es él mismo hecho presencia viva entre
nosotros― y que ciertamente debemos esforzarnos por empezar a
construir aquí y ahora, siempre y en todo momento bajo la acechanza
de esas potestades que, según el Evangelio de Lucas (22,25), “quitan
la libertad y se hacen llamar bienhechores” y que son el dinero y los
poderes políticos y religiosos. Desde el futuro esa meta actúa como
una constante instancia crítica que interpela y cuestiona nuestro
logros siempre limitados y parciales, impidiendo que la historia y la
sociedad que edificamos no permanezcan abiertas, convocándonos
a la cita ontológica a la que hemos sido llamados al nacer: “Les
secará las lágrimas de los ojos. Ya no habrá muerte ni pena ni llanto
ni dolor. Todo lo antiguo ha pasado” (Ap 21,4).
Pretender que esa convocatoria ontológica la realice el socialismo
constituye, por decir lo menos, una insensatez: “El Reino de Dios
debe ser comprendido como el Reino del Hombre: esta es la teología
de las utopías totalitarias” (Georg Steiner)
.

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