Pasos perdidos
27 DE OCTUBRE 2013 - El Nacional
Junto con la vuelta al militarismo, uno de los efectos más deletéreos del proyecto político rojo ha sido la reinstauración del presidencialismo y el centralismo, a costa de sacrificar y hacer retroceder el proceso de descentralización y consolidación de la autonomía de los gobiernos locales que se inició en 1989 con la aprobación de la Ley Orgánica de Descentralización y Transferencia de Competencias.
Hasta ese momento, los gobernadores y los alcaldes eran designados a dedo por los presidentes de la república y los partidos gobernantes.
La elección directa de alcaldes y gobernadores trajo consigo un poco de aire fresco para un modelo político que ya daba muestras de agotamiento. Por primera vez dos partidos no mayoritarios pero con ascendencias en las regiones, el MAS y La Causa R, lograron gobernar estados y municipios y Venezuela vio emerger nuevos liderazgos que, como en el caso de Andrés Velásquez, tuvieron posibilidades reales de llegar a las Presidencia de la República.
El país fue descubriendo los beneficios democratizadores y gerenciales de la descentralización. Ahora ya no todo se decidía en Caracas. Los ciudadanos podían votar por una opción partidista a la Presidencia de la República y por otra diferente a la alcaldía o a la gobernación.
Hasta que llegó el comandante y puso marcha atrás.
La entrada del presidente que se murió al poder significó el regreso al dedo que desde Caracas lo decide todo. Se siguieron haciendo elecciones directas de alcaldes y gobernadores, es verdad. Pero, con la ambición de poder que lo devoraba, no eran las bases partidistas sino el teniente coronel de Sabaneta quien designaba a todos y cada uno de los candidatos a gobernadores. Incluidos su padre y su hermano.
Ahora, al menos del lado rojo, ya no era necesario tener una trayectoria política y arraigo local, sino contar con la bendición del Jefe Único que colocaba fichas, especialmente militares, a su antojo en cada región.
Con los gobernantes rojos metidos en cintura, el presidente militar se dedicó a asfixiar los gobiernos locales que no resultaban rojos rojitos.
Les redujo competencias.
Les negó sistemáticamente recursos y apoyo del gobierno central. Y, como en el caso de Táchira, Lara y de la Alcaldía Metropolitana de Caracas, poniendo en práctica la metodología del "Estado malandro", a la que me he referido muchas veces en este mismo espacio, les arrebató propiedades, edificaciones, oficinas, centros culturales y hasta desarmó sus policías.
Por una gran paradoja, probablemente Caracas sea la ciudad que más ha sufrido del afán centralista y concentrador de poder. Luego de Peña y Barreto, en 2008 los caraqueños eligieron alcalde metropolitano a Antonio Ledezma. El hecho le produjo al presidente que se fue una suerte de regresión satánica. Echaba pestes y bilis por la boca. Prácticamente ordenó destruir la alcaldía y el gobierno metropolitano violando de nuevo, y con gusto perverso, todo lo contemplado en la Constitución. Creó un aparato, el Gobierno del Distrito Capital, para hacerle sombra. Pero la alcaldía y el alcalde metropolitano sobrevivieron con inocultable arrojo y valor.
Sin embargo, los rojos se salieron con la suya. Lograron frenar la autonomía de la ciudad.
Caracas es una ciudad fracturada y rota que no puede tener un gobierno y un proyecto autónomo, condición básica para su gobernabilidad, porque el municipio Libertador se niega a cooperar y el gobierno central sabotea y escupe cualquier proyecto estratégico de alcance metropolitano.
Las elecciones del 8 de diciembre serán decisivas. Si la opción democrática gana las cinco alcaldías de Caracas, se abre la posibilidad de un gobierno mancomunado de toda la ciudad para iniciar la recuperación postergada. Esa que tantas ciudades latinoamericanas han logrado en los últimos años precisamente por tener un proyecto compartido y remar todas las instancias de gobierno en la misma dirección.
Hasta ese momento, los gobernadores y los alcaldes eran designados a dedo por los presidentes de la república y los partidos gobernantes.
La elección directa de alcaldes y gobernadores trajo consigo un poco de aire fresco para un modelo político que ya daba muestras de agotamiento. Por primera vez dos partidos no mayoritarios pero con ascendencias en las regiones, el MAS y La Causa R, lograron gobernar estados y municipios y Venezuela vio emerger nuevos liderazgos que, como en el caso de Andrés Velásquez, tuvieron posibilidades reales de llegar a las Presidencia de la República.
El país fue descubriendo los beneficios democratizadores y gerenciales de la descentralización. Ahora ya no todo se decidía en Caracas. Los ciudadanos podían votar por una opción partidista a la Presidencia de la República y por otra diferente a la alcaldía o a la gobernación.
Hasta que llegó el comandante y puso marcha atrás.
La entrada del presidente que se murió al poder significó el regreso al dedo que desde Caracas lo decide todo. Se siguieron haciendo elecciones directas de alcaldes y gobernadores, es verdad. Pero, con la ambición de poder que lo devoraba, no eran las bases partidistas sino el teniente coronel de Sabaneta quien designaba a todos y cada uno de los candidatos a gobernadores. Incluidos su padre y su hermano.
Ahora, al menos del lado rojo, ya no era necesario tener una trayectoria política y arraigo local, sino contar con la bendición del Jefe Único que colocaba fichas, especialmente militares, a su antojo en cada región.
Con los gobernantes rojos metidos en cintura, el presidente militar se dedicó a asfixiar los gobiernos locales que no resultaban rojos rojitos.
Les redujo competencias.
Les negó sistemáticamente recursos y apoyo del gobierno central. Y, como en el caso de Táchira, Lara y de la Alcaldía Metropolitana de Caracas, poniendo en práctica la metodología del "Estado malandro", a la que me he referido muchas veces en este mismo espacio, les arrebató propiedades, edificaciones, oficinas, centros culturales y hasta desarmó sus policías.
Por una gran paradoja, probablemente Caracas sea la ciudad que más ha sufrido del afán centralista y concentrador de poder. Luego de Peña y Barreto, en 2008 los caraqueños eligieron alcalde metropolitano a Antonio Ledezma. El hecho le produjo al presidente que se fue una suerte de regresión satánica. Echaba pestes y bilis por la boca. Prácticamente ordenó destruir la alcaldía y el gobierno metropolitano violando de nuevo, y con gusto perverso, todo lo contemplado en la Constitución. Creó un aparato, el Gobierno del Distrito Capital, para hacerle sombra. Pero la alcaldía y el alcalde metropolitano sobrevivieron con inocultable arrojo y valor.
Sin embargo, los rojos se salieron con la suya. Lograron frenar la autonomía de la ciudad.
Caracas es una ciudad fracturada y rota que no puede tener un gobierno y un proyecto autónomo, condición básica para su gobernabilidad, porque el municipio Libertador se niega a cooperar y el gobierno central sabotea y escupe cualquier proyecto estratégico de alcance metropolitano.
Las elecciones del 8 de diciembre serán decisivas. Si la opción democrática gana las cinco alcaldías de Caracas, se abre la posibilidad de un gobierno mancomunado de toda la ciudad para iniciar la recuperación postergada. Esa que tantas ciudades latinoamericanas han logrado en los últimos años precisamente por tener un proyecto compartido y remar todas las instancias de gobierno en la misma dirección.
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