Casa de la Estrella. Donde nació la República libre y soberana de Venezuela en 1830.

Casa de la Estrella. Donde nació la República libre y soberana de Venezuela en 1830.
Casa de la Estrella, ubicada entre Av Soublette y Calle Colombia, antiguo Camino Real donde nació la República libre y soberana de Venezuela en 1830, con el General José Antonio Páez como Presidente. Valencia: "ciudad ingrata que olvida lo bueno" para el Arzobispo Luis Eduardo Henríquez. Maldita, según la leyenda, por el Obispo mártir Salvador Montes de Oca y muchos sacerdotes asesinados por la espalda o por la chismografía cobarde, que es muy frecuente y característica en su sociedad.Para Boris Izaguirre "ciudad de nostalgia pueblerina". Jesús Soto la consideró una ciudad propicia a seguir "las modas del momento" y para Monseñor Gregorio Adam: "Si a Caracas le debemos la Independencia, a Valencia le debemos la República en 1830".A partir de los años 1950 es la "Ciudad Industrial de Venezuela", realidad que la convierte en un batiburrillo de razas y miserias de todos los países que ven en ella El Dorado tan buscado, imprimiéndole una sensación de "ciudad de paso para hacer dinero e irse", dejándola sin verdadero arraigo e identidad, salvo la que conserva la más rancia y famosa "valencianidad", que en los valencianos de antes, que yo conocí, era un encanto acogedor propio de atentos amigos...don del que carecen los recién llegados que quieren poseerlo y logran sólo una mala caricatura de la original. Para mi es la capital energética de Venezuela.

martes, 15 de mayo de 2012

Apenas comenzaba el mes de mayo, mes de la Virgen, comenzaba el encanto de las “Flores de María”.

El Carabobeño 14 mayo 2012

Guillermo Mujica Sevilla || De Azules y de Brumas

(Foto El Carabobeño)
¿Por qué eran tan bellas las antiguas Flores de María?
Apenas comenzaba el mes de mayo, mes de la Virgen, comenzaba el encanto de las “Flores de María”. En sí, eran ceremonias religiosas sencillas. Por las tardes, a las cinco, abrían sus puertas las iglesias, para rezar, para la bendición y para el canto religioso.
La gente iba a Candelaria, a San José a San Blas, al Santuario, por ejemplo. Y a la Capilla del Hospital Civil, estaba allí, vetusto, con sus sólidas y robustas paredes. Altas de manera que para entrar a él, hacía falta subir una escalera. Adentro, los amplios corredores para el paseo de los enfermos que se habían mejorado. Discretos, pero hermosos jardines. Las hermanas de San José de Tarbes, heroínas de más de una lucha contra la enfermedad. Y el padre John.
La capilla, pequeña y hermosa, quedaba en el mismo edificio, entrando, doblando a la izquierda, al fondo del corredor. Allí ardían cirios. Y se refrescaba el alma viendo las flores que lucía el altar. Frescas, aún llenas de ternura y de rocío.
“Cuarenta días” de varios colores. Lirios, cayenas. rosas, desde la amarilla hasta la roja y la rosada (“Rosa Páez”). Hojas de helecho, verdes, frescas y arqueadas.
Llegaba la gente de la vecindad, con traje limpio y luciente y una sonrisa feliz en la cara. Una felicidad plácida, tranquila, indescriptible.
Llegaba el padre al altar, con el monaguillo. De espaldas al pueblo y rezando en latín, como se estilaba. “Ave María, gratis plena...”. Incienso, campanillas. La bendición con el Santísimo. Cantos religiosos. Padre nuestro, Aves María. “Bendito sea Dios... Bendito sea su Santo Nombre...”.
Después a la salida, la alegre diáspora de los concurrentes. El enfermo, el que podía caminar, lentamente a su sala. Con un poco de salud en el espíritu, y menos enfermedad en el cuerpo. Los vecinos, a sus casas. Lentamente para hablar de cosas y para gozar la charla. El Sol lentamente declinaba y corría una fresca brisa. Brisa de mayo, olorosa a mangas maduras, a mangos de bocado. A mata florecida. A tierra recién mojada. A lluvia nueva de primavera.
¿Por qué eran tan alegres y hermosas las “Flores de María?” Porque la gente era sencilla. Porque la gente era profundamente espiritual y religiosa. Porque se amaba al prójimo. Porque se conocía el encanto de las pequeñas cosas. El color saltón de una “cuarenta días”, el balanceo de una bella mariposa. O de una cayena movida por la brisa. El arrebol, la tarde. El correr de los muchachos, sobre el corcel de una rama robada al tronco del árbol vecino. Las locuras del loco popular y conocido.
El color de los vestidos. Las largas cabelleras y las faldas sencillas movidas por el viento. La belleza natural de las muchachas.
¿Por qué eran tan alegres y hermosas las “Flores de María?” Quizá porque las rosas, las cayenas y los cuarenta días, se cortaban allí, frescas y húmedas, en los propios jardines de las casas. Humildes pero hermosos, para dar las flores que se traían a las iglesia. Eran flores naturales cortadas con cariño. Cortadas con el alma, llevadas con ternura a una Virgen que se amaba con fe.
Por eso eran las “Flores de María”. Olorosas a incienso, que en espirales de gris, se desvanecía en el aire. Hacía los cirios, hacia las imágenes, hacía la esperanza y la fe. La ciudad tenía el encanto de las primeras lluvias.
La gente era sencilla, pero pura. El amor era sencillo, pro sincero y tierno. La gente, después de la iglesia, regresaba lentamente a sus casas con una lenta alegría.
Valencia aldeana y sencilla, dejaba escapar la tarde en los arreboles del poniente. La ciudad era otra. Las estrellas y la Luna encendían sus amapolas para iluminar la noche. La ciudad era otra, las flores eran frescas y auténticas.
“Por eso eran bellas, en los antiguos mayos las Flores de María”
Tomado de la Revista In-fórmate 206 de 1990.

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