Desde que Donald Trump anunció que sería candidato a la presidencia de Estados Unidos, abundaron los comentarios de que, si tenía éxito en su nominación, todo el mundo tendría mucho que lamentar, excepto por Rusia y la ultraderecha europea, que vería en él un aliado, y el chavismo y afines en Latinoamérica, que tendrían en él el villano perfecto. Trump es un empresario multimillonario, por lo que su perfil es fácil de atacar para el discurso anticapitalista. Estrenó su candidatura con un discurso fuertemente denigrante hacia los inmigrantes mexicanos, así que cabía esperar una enérgica reacción entre los movimientos del Foro de Sao Paulo, dada su desbocada defensa del orgullo latinoamericano de cara a un país que caracterizan como irremediablemente racista.
Llega la votación y Trump gana. En los casi tres meses que pasaron hasta el día de su toma de posesión, varios especialistas plantearon que es razonable al menos dudar de que el candidato sea igual al Presidente, y que una vez en la Oficina Ovalada, Trump se vería obligado a moderarse. Además, si el chavismo por sorpresa descubría que aun con un mandatario norteamericano de ese talante era posible mantener relaciones positivas que beneficien a ambas naciones, podía esgrimir que los intereses venezolanos están por encima de cualquier consideración sobre cómo se lleve Washington con el resto del mundo. Por todo esto pudiera decirse que tuvo algo de coherencia la prudencia del oficialismo venezolano hacia Trump por aquellos días.
Pero si hubo esperanzas genuinas de que las cosas siguieran ese curso, rápidamente se han ido desmoronando. Trump ha sido rápido en indicar que, tal como prometió, habrá cero tolerancia con los inmigrantes ilegales, incluso si ello da pie para cualquier cantidad de incidentes de discriminación racial. Y en cuanto a Venezuela, hay que reconocer que Mr. President ha abordado el tema bastantes veces para un lapso de solo mes y medio, y si bien nunca con lujo de detalle, tampoco de forma favorable para el chavismo. Ha manifestado su supuesta preocupación por la situación humanitaria en conversaciones telefónicas con cuatro presidentes latinoamericanos; recibió en su despacho a Lilian Tintori y pidió personalmente la liberación de Leopoldo López; y, a pesar de que la medida fue producto de una investigación realizada durante el gobierno de Obama, manifestó en boca de su secretario del Tesoro su apoyo a las sanciones contra el vicepresidente El Aissami y Samark López.
A pesar de todo esto, pareciera que en las altas esferas del Estado venezolano no hablar mal de Trump es una regla tan dorada como la que prohíbe criticar al finado “comandante”. Nicolás Maduro, Tareck El Aissami y muchos otros han insistido hasta el cansancio en que toda esta “arremetida imperial” es parte del “coletazo” dejado por Barack Obama en su salida de la Casa Blanca. Supuestamente el expresidente está tan “obsesionado” con Venezuela que le dejó a su sucesor listas unas cuantas bombitas antichavistas imposibles de desactivar. Pero a Trump, ¡ni con el pétalo de una rosa! Como mucho han asomado que este se ha dejado manipular por la oposición venezolana (¡ah, el sempiterno oxímoron de unos escuálidos súper poderosos; esto me recuerda por cierto, a esos groseros afiches de propaganda nazi en la que los líderes de Estados Unidos, Gran Bretaña y la URSS aparecían como marionetas de un rabino anónimo) y por la “ultraderecha yanqui, encarnada en Obama y Hillary Clinton” (¡¿?!).
Pero en Caracas reiteran, tras cada muestra de antipatía desde el otro lado, que ven una oportunidad de mejorar los vínculos con el “imperio”. La forma en que el chavismo trata de exculpar a Trump de lo que, según el punto de vista rojo rojito, serían sus desmanes, ya raya en la pusilanimidad. ¿Qué pasó con el discursito de antiimperialismo corajudo, que no baja la cabeza ante nadie? ¿Por qué de pronto se apaga?
Para responder a esta pregunta de la manera más conveniente debo volver a los días en que Trump apenas comenzaba su carrera en el mundo de negocios de Nueva York, y Maduro era un niño que vivía con sus padres en Los Chaguaramos. En la Casa Blanca estaba Richard Nixon, y uno de los aspectos clave de su política exterior fue lo que él mismo denominó madman theory o “teoría del loco”. Básicamente consistía en dar a entender a los líderes de países enemigos que Nixon era irracional, capaz de incluso oprimir el botón nuclear durante eventuales ataques de furia. La idea era intimidar de esta forma a contrarios y conseguir situaciones favorables a los intereses geopolíticos norteamericanos.
Ciertamente Nixon contaba con una trayectoria política que hacía hasta cierto punto creíble su actitud amenazante. De sus días como joven congresista, veinte años antes de la presidencia, es recordado por su retórica incendiaria contra cualquier tipo de izquierda y sus minuciosas investigaciones de supuestos infiltrados de los soviéticos en el Gobierno (era la época del macartismo). Como vicepresidente de Eisenhower, tuvo más responsabilidades de lo normal en política exterior, y fue uno de los principales impulsores de la noción de que más valía apoyar dictaduras sanguinarias con tal de que mantuvieran a raya los movimientos comunistas en sus respectivos países (algo que lo hizo pasar un rato amargo durante su visita a Caracas tras la huída de Pérez Jiménez)
Sin embargo, el Nixon presidente fue un hombre mucho más pragmático y flexible, influido por la Realpolitik de Kissinger y capaz de, por ejemplo, iniciar el establecimiento de relaciones con la China de Mao. Tal vez por eso la teoría del loco no dio resultado donde más le interesaba: Vietnam. Al final Estados Unidos retiró sus tropas del sureste asiático sin que estuviera garantizada la independencia del régimen pro Occidente, la “paz con honor” que Nixon muchas veces prometió. En efecto, las fuerzas comunistas tomaron todo el país apenas dos años más tarde.
Sin embargo, el Nixon presidente fue un hombre mucho más pragmático y flexible, influido por la Realpolitik de Kissinger y capaz de, por ejemplo, iniciar el establecimiento de relaciones con la China de Mao. Tal vez por eso la teoría del loco no dio resultado donde más le interesaba: Vietnam. Al final Estados Unidos retiró sus tropas del sureste asiático sin que estuviera garantizada la independencia del régimen pro Occidente, la “paz con honor” que Nixon muchas veces prometió. En efecto, las fuerzas comunistas tomaron todo el país apenas dos años más tarde.
No sé si el actual sucesor de Nixon busque con su conducta generar un efecto similar al pretendido por la teoría del loco y, de ser así, no creo que lo haga con Venezuela en mente. Sin embargo, es posible que el Gobierno venezolano se sienta ante Trump como Nixon quiso que Ho Chi Minh se sintiera ante él.
El cambio en Washington indica que el chavismo arremetía (y sigue arremetiendo) contra Obama porque sabía que, al contrario del cuento de la “obsesión”, el interés de este por Venezuela era sumamente marginal y que, en el peor de los casos, no pasaría de sancionar a uno que otro funcionario, como en efecto hizo. Pero entonces irrumpe Trump, un toro furioso e impredecible. El temor está basado en la ignorancia, en la incertidumbre, en no saber qué esperar de algo que se percibe como próximo. En resumen, el chavismo se ideó un enemigo mucho más poderoso que él, pero con la expectativa de nunca tener que enfrentarlo de forma peligrosa. Ahora no está tan seguro como antes de que no correrá ningún riesgo en tal lucha (si es que se puede concebir una lucha sin riesgos, pero ese es justamente el punto). Dicho de otro modo, es mejor bajarle dos, o cinco, o siete, o todo el volumen, al grito antiimperialista si no se sabe cómo reaccionará el imperio. ¡Cuánta valentía!
No hay comentarios:
Publicar un comentario