La batalla que le faltaba: Donald Trump contra el Papa
Francisco
No parece éste el ocupante de la Casa Blanca más adecuado en
un país donde los ciudadanos creen que el presidente debe ser religioso
Mar, 7 Feb 2017
En un país donde la inmensa mayoría de los ciudadanos
considera que el Presidente debe ser alguien de profundas convicciones
religiosas, un hombre como Trump no parece el más adecuado para enarbolar
la bandera de las creencias. Quizá por eso juró su cargo sobre dos Biblias, para compensar el hecho de
haberse casado tres veces y de ser un obseso que intentó mantener relaciones
sexuales con una mujer casada, como él mismo admitió en un vídeo.
A pesar de todo Trump intenta parecer un hombre religioso,
hijo de la iglesia Presbiteriana que le confirmó (la misma que
su antecesor Bush hijo) y tal vez por eso, y por sus delirios de grandeza, el
único en este mundo que le puede hacer sombra es el Papa de Roma. Un Pontífice
que, además, no ha dudado en criticar duramente una de las principales
propuestas de su presidencia, la construcción del muro fronterizo con México.
No una, sino dos veces en público y quién sabe cuántas en
privado, el Papa Francisco ha dicho que “quien piensa en construir muros en
lugar de puentes no es cristiano”. Y eso debió dolerle mucho al entonces
candidato y hoy altivo presidente de los Estados Unidos. Tanto como las enormes
diferencias de opinión con la actual cúpula del Vaticano en cuanto al trato a
los inmigrantes, a los que hay que frenar según Trump porque amenazan la
seguridad nacional, o la consideración del Islam, un enemigo destructivo para el
presidente y una religión monoteísta a la que hay que acercarse para
evitar el temido choque entre civilizaciones que predijo Samuel Huntington y
que tanto daño puede causar a la humanidad.
En este caso el choque inmediato que se avecina va a ser
entre dos poderes tan poderosos como influyentes, cada uno a su manera, la
Casa Blanca y el Vaticano. Un enfrentamiento que, por sus escasas
cualidades como líder religioso, no puede afrontar personalmente el
propio Trump y para el que parece haber elegido a quien se considera ya como el
personaje más importante de la nueva Administración, Steve Bannon,
asesor principal del presidente y un poder en la sombra que va a dar mucho que
hablar.
Steve Bannon, látigo de infieles y mano ejecutora de
Trump
En su enfrentamiento ideológico con Roma, una de las
cualidades de Bannon que más aprecia Trump en este momento es la de ser un
católico ultraconservador. Un hombre que sabe moverse bien en
las cloacas y que ha tejido en los últimos veinte años una red tradicionalista
en torno al cardenal norteamericano Raymond Burke, alguien que se ha enfrentado
abiertamente al Papa Francisco.
Según The New York Times, lo que comparten Bannon y Burke
con los actuales enemigos de la cúpula vaticana es la idea fundamental de que
el Pontífice está peligrosamente equivocado, que debajo del hábito
blanco se esconde nada menos que un socialista y que no estaría de más
intentar cambiar el rumbo de lo que consideran un pontificado errático.
Francisco ha apartado a los tradicionalistas, ha promocionado la acogida
de inmigrantes que huyen de las guerras y el hambre, sean cristianos o
musulmanes, ha defendido la lucha contra el cambio climático y ha
enarbolado la bandera contra la pobreza. Es decir, justo lo contrario de lo que
intenta promover el presidente Trump.
La visión apocalíptica del asesor presidencial ha calado
entre los conservadores norteamericanos, por supuesto, pero lo que es menos
conocido, según el NYT, es que Bannon está cultivando alianzas estratégicas con
quienes comparten en Roma su interpretación de una teología militante de
extrema derecha. Una figura fundamental será el futuro embajador de Estados
Unidos ante la Santa Sede, un nombramiento que debe estar al caer y al que
habrá que estar muy atentos.
A pesar de todo, en el Vaticano no parece haber miedo a la
ofensiva ultraconservadora. Los tradicionalistas han perdido gran parte de la
fuerza que consiguieron durante los anteriores pontificados, y el Papa Francisco, que ha tomado con fuerza las riendas de la
Iglesia Católica, ha puesto un gran empeño en renovarla y en que las
reformas que afronta perduren en el tiempo, más allá de la vida terrenal de un
Pontífice que acaba de cumplir 80 años. En esa tarea, una de sus principales
preocupaciones durante los próximos cuatro años será la de mantener a raya a
personajes como Bannon y Burke sin enemistarse con los feligreses
norteamericanos.
VENEZUELA, BERGOGLIO Y NUESTROS ENEMIGOS
Antonio Sánchez García | marzo 4, 2017 | Web
del Frente Patriotico
“Porque ya está en acción el misterio de la iniquidad; sólo
que hay quien al presente lo detiene, hasta que él a su vez sea quitado de en
medio.”
Tesalonicenses,
2-7
“Der Feind ist unsre eigne Frage als Gestalt. Weh
dem, der keinen Feind hat, denn sein Feind wird über ihn zu Gericht
sitzen. Weh dem, der keinen Feind hat, denn ich werde Sein Fein am
jüngsten Tage.”[1]
La intromisión papal en un grave problema político como el que nos afecta
atenta contra la propia religión y, lo que es muchísimo más grave, contra la
propia política. Pues religión y política, llevados a sus extremos
existenciales, son absolutamente antinómicos. La religión, por lo menos la
cristiana, que es de la que se trata, se sintetiza en una sola frase: “amaos
los unos a los otros”. La política, en el extremo opuesto, trata y se sintetiza
en otra de tan profundo y singular calado como la de Jesucristo, expresada de
manera categórica por quien, de origen profundamente religioso, cristiano y
católico, como el alemán Carl Schmitt escribiese en 1922, todavía frescos los
millones de cadáveres dejados sobre los campos de batalla por los enemigos de
las potencias políticas europeas: “el concepto de lo político puede ser
reducido a la relación amigo-enemigo”. Llegado al punto del mortal
enfrentamiento puesto en acción por las fuerzas golpistas, militaristas y
castrocomunistas venezolanas a partir del 4 de febrero de 1992, su leit motiv
no ha sido otro que el opuesto al de Jesucristo, impuesto en América Latina por
Fidel Castro desde el 1 de enero de 1959: “odiaos los unos a los otros”.
Benedicto XVI lo sabía. Imposible que un pensador como él, que
protagonizara un extraordinario intercambio de opiniones con Jürgen Habermas,
quien no sólo conoce profundamente la obra de Carl Schmitt sino que debe
valorarla como han terminado haciéndolo todos los pensadores alemanes de origen
marxista, incluidos judío-alemanes como Jacob Taubes y Leo Strauss, a quienes
se deben dos importantísimos ensayos sobre el más grande teólogo de la
política. U otros filósofos contemporáneos como el italiano Giorgio Agamben, el
francés Michel Foucault o el alemán Heinrich Meier. Sobre el telón de fondo de
ese contexto epistemológico, resulta evidente que Jorge Bergoglio no sólo no lo
conoce, sino que procede como si no quisiera conocerlo: creyendo que los
serviles funcionarios puestos al frente del gobierno de Venezuela por los
hermanos Castro, para quienes la enemistad política debe llevar al extremo de
valorar altamente la disposición y la capacidad de asesinar al enemigo fría y
certeramente, como lo realizara y lo propusiera Ernesto Che Guevara, no han
devastado y destruido a nuestro país como el último campo de batalla, por
ahora, del comunismo en América Latina.
Pero ni
siquiera se trata de enfrentar a Bergoglio ante su aparente ignorancia en
asuntos de teología política. Pues Carl Schmitt no inaugura la comprensión de
la política como el campo de batalla civil de una mortal guerra a muerte
encubierta por los usos y costumbres que la civilización ha terminado por
imponernos a los hombres. Su pensamiento está prefigurado en el de Hobbes, cuya
esencia parte de la cabal comprensión de que la vida social es, en su origen,
desde que el hombre es hombre, la guerra de todos contra todos, o dicho en
latin: bellum omnia contra omnes. ¿Jamás leyó Bergoglio el Leviathan, de Thomas
Hobbes? ¿O al político, diplomático y sacerdote español Juan Donoso Cortés, que
ante los horrores que presagiara la revolución europea de 1848 afirmó ante las
cortes en enero de 1849 que la palabra dictadura era terrible, pero
inmensamente más terrible era la palabra revolución. Uno de los problemas
teológicos fundamentales de los orígenes del cristianismo, el katechon.
¿Quién y cómo detiene la devastación del fin de los tiempos mesiánicos? ¿El
diálogo que lo conserva o una irrupción mesiánica que lo desaloja? Francisco
apuesta por el primero. Nuestra Iglesia por la segunda. Como lo pide el pueblo
de Dios. Un grave desacuerdo de naturaleza teológico política.
Tampoco es que el cristianismo haya nacido
con una rama de olivo en el pico de una paloma. El cristianismo nació y se
desarrolló a la sombre de dos mortales enemigos políticos, a los que le declaró
una guerra a muerte: el judaísmo y el Imperio Romano. Algo insólito y que
provoca considerarla la más asombrosa obra política realiza por el hombre en la
historia de la humanidad. Un puñado de iluminados y convertidos enfrentado a
los dos grandes imperios del orbe conocido: el político del Imperio Romano y el
espiritual del Judaísmo. A aquel se lo fagocitaría en una extraordinaria obra
de sabiduría política y evangelizadora, hasta convertirse en religión de
Estado el 27 febrero del año 380, cuando se convirtiera en la
religión exclusiva del Imperio Romano por un decreto del emperador Teodosio. Al judaísmo, de cuyo seno naciera,
la condenaría a no extenderse un centímetro más allá del límite de las 12
tribus: “Para que comáis y bebáis a mi mesa en mi reino, y os sentéis en tronos
juzgando a las doce tribus de Israel” (Lucas, 22, 30). Empujado por urgencias
de sus más preclaras conciencias, como Pablo de Tarso, cuyas epístolas son un
compendio de sabiduría política. Y cuyo espíritu parece muy lejano al que anima
a Jorge Alejandro Bergoglio, cuando al recomendarnos tengamos paciencia y no
veamos a nuestros mortales enemigos sino como a hermanos, los mismos que siguen
causando muerte tras muerte y devastación tras devastación, olvida que la
esencia paulina se sintetiza en una frase inmortal: “el tiempo que urge”, que
es “el tiempo que resta” nos impone librarnos de nuestros enemigos. Hic et
nunc: aquí y ahora. La conquista del reino de Dios aquí y ahora, no el día de
las calendas. Releo la epístola a los romanos y no encuentro ni falso candor ni
engañosa bondad: encuentro a un combatiente que reniega de judíos, apóstatas y
fornicadores, de idólatras y sodomitas, con una sola misión: imponer el mensaje
de Jesús, incluso al precio de su vida. Reducir ese mensaje a poner la otra
mejilla es traicionar la esencia del mensaje de Jesús, que llegó a expulsar a
los mercaderes y fariseos del templo. Frente a los cuales prefirió sacrificar
su vida que traicionarse a si mismo. Confiriéndole a su mensaje su más diáfano
y esclarecedor destino político: enfrentarse al odio en todas sus formas.
Preferentemente a las despóticas y dictatoriales, a las que se enfrenta con
todo el rigor del más acendrado espíritu cristiano, como nos lo acaba de
recordar Luis Ugalde SJ, tal cual consta en los textos clásicos de la lucha del
cristianismo contra los tiranos: “¿Quién mató al comendador? Fuenteovejuna,
Señor”.
La política,
dijo Carl Schmitt, es nuestro destino. Y en un claro ejemplo de sus orígenes
católicos, apostólicos y romanos afirmó que no debíamos llamarnos a engaño, que
todos los conceptos políticos dominantes son conceptos teológicos
secularizados. Por ejemplo, el de crisis de excepción, como la vivida el 23 de
enero de 1958 o como la que hoy sufrimos los venezolanos, que al desvelar la
parusía de un nuevo tiempo bien podría ser comparada con un milagro y de
profundizarse la crisis humanitaria nos recuerda el Apocalipsis. La inmensa, la
insólita gravedad de la crisis humanitaria que sufrimos los venezolanos tiene
su más profundo origen en la traición de los políticos y los distintos factores
de la hegemonía liberal democrática, que olvidando la esencia de su misión y
apostolado confundieron a amigos y enemigos, entraron en contubernio con
nuestros peores y más encarnizados enemigos y hasta el día de hoy confunden los
términos y rehúyen su obligación paulina, apostólica: vencer a nuestros
enemigos en el tiempo que resta, que es el tiempo que urge.
La intervención de
Francisco I en nuestros asuntos públicos, sólo aprobada y consentida a estas
alturas por nuestros mortales enemigos – suyos, así se niegue a comprenderlo, y
nuestros, que lo sabemos desde siempre – no hace más que desdibujar los
contornos de nuestra tragedia y tender un mantmi o de legitimación sobre
nuestros enemigos, disfrazándolos de hermanos y amigos. Un grave descuido del
mensaje cristiano, pues contribuye a darle largas a la conquista del reino de
Dios y la felicidad sobre la tierra aquí y ahora, cuando sería perfectamente
posible si abriéramos los ojos, llamáramos a las cosas por su nombre y
tratáramos a nuestros enemigos con la voluntad, el coraje y la decisión que los
enemigos se merecen: hasta desalojarlos de raíz, sin debilidades, complacencias
ni contemplaciones. Como lo pide Pablo de Tarso: en el tiempo que resta.
[1] “El enemigo es nuestro propio asunto como figura.
Pobre de aquel que no tiene enemigos, pues su enemigo se le presentará a
juicio. Pobre de aquel que no tiene enemigos, pues yo seré su enemigo el día
del Juicio Final.” Carl Schmitt, Ex Captivitate Salus, Greven Verlag Köln,
1950. Pág.90
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