Casa de la Estrella. Donde nació la República libre y soberana de Venezuela en 1830.

Casa de la Estrella. Donde nació la República libre y soberana de Venezuela en 1830.
Casa de la Estrella, ubicada entre Av Soublette y Calle Colombia, antiguo Camino Real donde nació la República libre y soberana de Venezuela en 1830, con el General José Antonio Páez como Presidente. Valencia: "ciudad ingrata que olvida lo bueno" para el Arzobispo Luis Eduardo Henríquez. Maldita, según la leyenda, por el Obispo mártir Salvador Montes de Oca y muchos sacerdotes asesinados por la espalda o por la chismografía cobarde, que es muy frecuente y característica en su sociedad.Para Boris Izaguirre "ciudad de nostalgia pueblerina". Jesús Soto la consideró una ciudad propicia a seguir "las modas del momento" y para Monseñor Gregorio Adam: "Si a Caracas le debemos la Independencia, a Valencia le debemos la República en 1830".A partir de los años 1950 es la "Ciudad Industrial de Venezuela", realidad que la convierte en un batiburrillo de razas y miserias de todos los países que ven en ella El Dorado tan buscado, imprimiéndole una sensación de "ciudad de paso para hacer dinero e irse", dejándola sin verdadero arraigo e identidad, salvo la que conserva la más rancia y famosa "valencianidad", que en los valencianos de antes, que yo conocí, era un encanto acogedor propio de atentos amigos...don del que carecen los recién llegados que quieren poseerlo y logran sólo una mala caricatura de la original. Para mi es la capital energética de Venezuela.

jueves, 13 de abril de 2017

LAS SIETE PALABRAS por Laureano Márquez

La imagen del Nazareno de San Pablo, es la de devoción de todo hijo de Caracas. Es una talla en madera de pino flandes de Sevilla, España, posiblemente de Felipe de Ribas en el siglo XVII. Dice la tradición que el escultor, después de terminar de tallar la imagen, el Nazareno se le aparece y le dice: "Donde me has visto que tan perfecto me has hecho".
Fue llevada a Caracas, recibiendo veneración primeramente en la capilla de san Pablo, y de ahí viene su nombre de Nazareno de San Pablo. Cuenta la leyenda que, en el año 1597, azotó la ciudad una epidemia de peste del vómito negro o escorbuto, y por la devoción popular hacia la imagen, fue sacada en rogativa. Durante la procesión pasó por un huerto cercano a su templo, sembrado de limoneros, y un racimo de limones quedó enredado entre la corona de espinas del nazareno, cayendo algunos al suelo. Los devotos los recogieron, dándolos como medicina a los enfermos, quienes sanaron prontamente.
La imagen fue consagrada el 4 de julio de 1674 por fray González de Acuña, y recibió culto en la capilla de san Pablo hasta que en 1880 el presidente anticlerical Guzmán Blanco ordenó su derribo, levantando el mismo lugar el teatro municipal. El mismo presidente mandó erigir en honor a su esposa la Basílica de Santa Teresa, siendo trasladada la imagen a este nuevo templo, donde es venerada en la actualidad.

LAS SIETE PALABRAS por Laureano Márquez


Laureano Márquez interpreto las “Siete Palabras” y su significado seglar basado en la interpretación de un momento de nuestra historia, bastante comprometida por un gobierno que logro en el transcurso de 18 años acabar no solamente con uno de los países más ricos del mundo, sino destruirlo moral y socialmente comprometiendo el futuro de sus próximas generaciones.
Por lo genial y tan cercana a nuestra realidad queremos compartirlo con toda Venezuela.

“Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”…
No lo saben, no alcanzan a imaginar las dimensiones de su daño y eso es ignorancia; que nunca el odio nos guíe, ni la venganza.
“Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso”…
El paraíso del ciudadano es la libertad, la justicia y la democracia. Sé, Padre, que veremos ese paraíso, construido con cada acción de esperanza que brota de nuestros corazones y con la bondadosa inteligencia de nuestra juventud.
“Mujer ahí tienes a tu hijo”…
Transitando las calles de Venezuela, recibiendo azotes, crucificado cada día por los centuriones de las lacrimógenas. Siéntete orgullosa, madre, de este tu hijo, porque de las ideas que tú sembraste en él, del amor en que le formaste, de la libertad con que se alimentó en tu vientre, habrá de nacer la nueva Venezuela.
“Dios mío, Dios mío, “¿por qué me has abandonado?”…
Señor: a veces me invade la angustia de que esta pesadilla no tiene final, de que el malvado se sale con la suya, pero recibimos de ti maravillosos dones, entiendo que no nos has abandonado nunca. El trabajo tuyo ya lo hiciste -y maravillosamente bien-: ayúdame a ser tu aliado para amasarme a mi mismo como un hombre nuevo, creador también, a tu imagen, de la patria que sueño.
“Tengo sed”…
y tanta, Padre. Tengo sed de democracia y libertad. Tengo sed de inteligencia, trabajo y honestidad como valores. Tengo sed de vida, de seguridad, de justicia social. Tengo sed de esperanza y de futuro.
“Todo está consumado”…
La maldad en nuestra tierra se consumó más allá de los límites que podíamos imaginar, nos han pretendido destruir moralmente, pero sé que las reservas de bondad e inteligencia son nuestra verdadera riqueza. Hemos descendido a los infiernos, pero estoy convencido de que resucitaremos.
“Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”…
Cada día en Venezuela, Padre, es una apuesta a la vida. Encomiendo en tus manos mi espíritu, para que sea de libertad y justicia. En tus manos, Padre, encomiendo mi espíritu, para que aprenda bien esta dura lección y me conduzca por llanos bondadosos, playas de transparencia, montañas de abundancia y caudalosos ríos de justicia y libertad.

Popule Meus; por Francisco 

Suniaga

Por Francisco Suniaga | 3 de abril, 2015
A continuación, Francisco Suniaga describe la despedida de un mito en un texto publicado en su libro Margarita Infanta (2010), editado por Mondadori.

Fue después cuando supe que la cuaresma no tenía nada que ver con el clima. Que esos días de vientos áridos que nosotros llenábamos de cometas no era un estío sobrevenido al verano eterno de Margarita. Que esa primavera seca y transparente que perfumaba de amarillo los robles del bulevar y de la plaza Bolívar no era una primavera. Que la cuaresma, el marco de juegos infantiles, no era una estación sino una festividad religiosa lo supe después, cuando ya no era un niño y cuando La Asunción ya no era mi ciudad. Pero todo ese tiempo de dulce ignorancia se quedó en mi memoria como la época mágica que, año tras año, casi por casualidad, comenzaba con los primeros alisios y terminaba en semana santa, el viernes, con la procesión del sepulcro.
Al día siguiente, el Sábado de Gloria, se iban los primos y los amigos que habían venido de vacaciones, volvían las clases y La Asunción se difuminaba en su rutina de silencio. Así, el Viernes Santo tuvo siempre un sabor a despedida que se iba haciendo más amargo a medida que transcurrían esas seis horas abrasantes -entre las nueve de la mañana y las tres en punto de la tarde- que se toma la procesión para recorrer las escasas cuadras que separan al antiguo monasterio de San Francisco de la iglesia catedral. Espacio y tiempo suficientes para que la vieja ciudad capital, cual la deidad romana, muestre las dos caras opuestas de su alma bífida. Una grave, católica, castellana, gruesa como las paredes de la iglesia, triste; la cara del funeral interminable. La otra alegre, pagana, la de la irreverencia Caribe; la cara que cubre el sentimiento de culpa que nos vino del otro lado del océano. Ambas, según vaya la sombra de los árboles y de los aleros, serpentean, indisolubles, el bulevar en insólita y contradictoria procesión.
La procesión alcanza su climax a las 12 del mediodía, en el cruce de la calle Rodulfo, cuando la banda de Nueva Esparta interpreta el Popule Meus, de José Angel Lamas. Los cargadores de la procesión acoplan entonces el paso al ritmo funerario de la composición sacra y, salvo sus notas tristes, nada más se escucha. Cuando la banda termina la pieza, hay un silencio que se prolonga por unos largos segundos; la feligresía contiene el aliento y solo lo exhala cuando un tambor redoblante marca de nuevo la cadencia del sepulcro. A partir de ese momento, la procesión comienza una irreversible bajada anímica, aunque en términos topográficos vaya haciendo justo lo contrario, al comenzar a subir la pequeña cuesta que lleva a la catedral. Así ocurría antes y así ocurre siempre.
No recuerdo la primera vez que escuché el Popule Meus. En fin de cuentas, mi casa –mi vieja casa de adobe, bahareque y techo de tejas, donde nací y fui niño, que en los años setenta fue demolida y sustituida por una de esas construcciones horribles que no son casa ni nada– estaba casi enfrente de donde la banda se despliega para tocar, por lo que la pieza sacra formaba parte del inseparable conjunto de elementos que conformaban el universo preexistente. Lo que sí recuerdo fue la primera vez que mi padre, mitad sastre, mitad músico, me habló de la pieza sacra. Era una de esas tardes serenas en la sastrería, entre las tres y las cuatro, cuando La Asunción honraba su fama de silenciosa y todavía no habían llegado los amigos habituales para comentar los sucesos escuchados en las noticias de la radio –en esa época en La Asunción ocurrían muy pocas cosas dignas de comentarios– y tomar café.
Me contó que José Angel Lamas era de La Guaira, que era muy pobre y que, como casi todos los músicos, guardaba con el aguardiente una estrecha camaradería. Que la partitura, que alguna vez había empeñado a cambio de una botella, estuvo extraviada por años y que sólo se dio a conocer después de su muerte. Me dijo también que el Popule Meus era una de las muy contadas piezas sacras que tocaban los viernes santos, en Roma, en la mismísima catedral de San Pedro, donde la escuchaba gente de todo el mundo, y que como venezolano debía siempre sentirme orgulloso de eso. La historia no habría podido olvidarla ni que hubiera querido, entre otras cosas, porque papá se encargaba de refrescármela, contándomela exacta, inveterada, todos los viernes santos antes del mediodía, cuando ya la banda de La Asunción se preparaba para tocarlo. Costumbre que mantuvo hasta cuando ya yo era un adulto, casado y con hijos.
Ahora no recuerdo la ocasión, debió ser a finales de los años noventa, cuando mi padre vivía y Aldemaro Romero también, en uno de esos programas de la televisión en la mañana, entrevistaban al prestigioso músico. Haciendo gala de su cultura de viajero, con el desparpajo que lo caracterizaba y el peso de su autoridad de músico reconocido allende los mares, Aldemaro soltó un juicio lapidario: “Los venezolanos tenemos suficientes méritos dentro de la música como para estar haciéndonos eco de mitos sin sustentación alguna. Por ejemplo, eso de que el Popule Meus forme parte del repertorio sacro del viernes santo en Roma es absolutamente falso. Eso es algo que muchos venezolanos han creído por largo tiempo, pero no es verdad. Nunca fue así. Así que no debería repetirse”. Mi primer pensamiento fue desear que mi padre no estuviese también viendo la televisión en ese momento, después, Caracas se encargó de que me olvidara de ese programa.
Hasta el viernes santo siguiente en La Asunción, justo antes del mediodía, cuando la historia de José Angel Lamas y el Popule Meus en la catedral de San Pedro en Roma, por primera vez en muchos años, falló a la cita en el bulevar. La sustituyó un amargo comentario sobre la forma brutal, según mi padre, en que su admirado Aldemaro Romero había hecho aquel comentario. Traté de confortarlo resaltando las ventajas de conocer la verdad, que si esa era, había que aceptarla. Pero mi padre se mostró irreductible. “¿Cuál verdad? A Aldemaro no le costaba nada callar. En Venezuela donde hay tantas cosas para sentirse mal no tiene sentido destruir una historia que nos hace sentir bien. Por eso aunque Aldemaro diga lo contrario, para mí la verdad sigue siendo que al Popule Meus lo tocan en Roma el viernes santo, en fin de cuentas ha sido demasiada la gente que se murió creyéndolo y ya nada podrá cambiar eso”. Todavía hoy, cuando me preparo por enésima vez en mi vida para ir al bulevar de La Asunción a la procesión del sepulcro, puedo evocar el Popule Meus de aquel día; fue el más triste de todos, la despedida de un mito.

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