Valiente
Ignacio Arcaya
Martes, 12 de marzo de 2013
Henrique puso las cosas en el único sitio donde deben estar, en el plano de la disputa democrática y de los reales y acuciantes problemas nacionales, y no en el mítico de los muertos que se pretende mantener vivos
Foto: EFE
Henrique Capriles salió ayer al ruedo electoral, como tenía que ser, apartando agoreras voces. Ante todo es un acto de valor, en un mundo político en que priva el cálculo, porque sin duda es un riesgo para su capital político que es ya grande y creciente.
Pero la moralidad no saca cuentas, ni mide consecuencias, solo oye el imperativo del deber. De manera que, aunque resulte paradójico, nos atreveríamos a decir que éste será un blasón muy gallardo y permanente, cualquiera que sean sus efectos. Su discurso no podía ser otro que el que fue. Había que devolverle la voz, el derecho al habla, a una oposición chantajeada por un supuesto respeto, por lo visto eterno, a la muerte del Presidente Chávez. Y dijo lo que había que decir, que por lo demás, en nada irrespetaba, antes por el contrario, los sentimientos de sus adoloridos allegados y seguidores. La insólita manipulación de la enfermedad y la muerte del líder por sus desorientados herederos políticos; la barrabasada cuartelera del ministro Molero, ahora llamado el penúltimo; las trapacerías constitucionales del Tribunal Supremo; la solícita e inédita efectividad del CNE que tiene varios años de retardo preparando unas elecciones municipales. Dijo lo que todo el mundo sabe, por público y notorio, pero que los sacerdotes del culto habían decretado como herejías. Maduro ha repetido que para sus huestes hay una consigna: duelo y acción. Capriles dejó claro que para la oposición, nada menos que en una circunstancia electoral sin sosiegos, no puede haber otro lema que el respeto debido a los dolientes pero igualmente firmeza y espíritu de lucha para los que nos oponemos, no sólo a los que quieren hacer una campaña con los ecos de una ausencia llevados al paroxismo, al animismo y la superstición mediatizada, sino que explícitamente hemos adversado tres lustros a uno de los más desacertados, ineficientes y delirantes gobiernos que el país ha padecido. O acaso se pretendía que permaneciéramos en silencio para no perturbar los manipulados e inagotables ritos funerarios (se anuncia, sumado a todo lo ya efectuado y lo todavía en curso, una suerte de segundo entierro masivo para el viernes y la reforma que lo llevaría de inmediato al Panteón) que seguramente abarcarían mucho más del mes de campaña en la cual el desaparecido supliría a sus acólitos, cobijados, casi invisibles, bajo esa sombra del Padre.
Henrique puso las cosas en el único sitio donde deben estar, en el plano de la disputa democrática y de los reales y acuciantes problemas nacionales, y no en el mítico de los muertos que se pretende mantener vivos. Creo que un inmenso alivio y una renovación de la esperanza se produjeron en varios millones de venezolanos la noche del domingo. Tan efectivas fueron sus palabras que minutos después salió Maduro, fuera de sí, balbuceante, a tratar de convencernos que se había blasfemado, decretado la guerra en un país de amor y paz, activado el odio, irrespetado al sagrado y a su familia (¿); a sugerir amenazas terribles, a usurpar poderes; a tratar de convencernos que él tenía todos los parentescos imaginables y hasta había adquirido el apellido del difunto que en el fondo era el verdadero candidato. No él, humilde emanación del Otro, sin identidad propia, súbdito eterno. Y en medio de desvaríos mágicos y míticos nos aseguró que Chávez se había convertido en una inmensa fuerza cósmica, afirmación de segura procedencia oriental. Si llamamos ejemplar la terrenalidad y el realismo de Capriles, no sabemos cómo calificar esta censura policial y electorera, revestida de cursilerías sentimentales y desafueros místicos. Fue un inusitado debate sobre el cual deben meditar los electores del 14, número cabalístico, día de resurrección, agregó Maduro Moros.
embajador@arcaya.com
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