¿De qué me arrepiento? El discurso de George Saunders
Aquí no se llevan (todavía), pero a mí me atraen como un imán los discursos de final de curso que tanto gustan a los estadounidenses. Si, además, lo da uno de mis autores favoritos, como el maestro de las historias cortas George Saunders, y dice lo que dice (recientemente, en la Universidad de Syracuse, donde Saunders da clase), me siento en la obligación de compartirlo (no lo encuentro en español, a pesar de las vueltas que ha dado en inglés).
Traduzco parte de una charla que, sin duda, merece la pena leerse en su integridad, no una, sino muchas veces:
“(…) Algo útil que puedes hacer con una persona vieja, además de pedirle dinero prestado (…), es preguntarle: ´Mirando atrás, ¿de qué te arrepientes?´
Así pues, ¿de qué me arrepiento? ¿De encontrarme, de vez en cuando, en la pobreza? La verdad es que no. ¿De tener trabajos horribles, como de ‘tirador de nudillos’ en un matadero? (y no me preguntes lo que significa). No. No me arrepiento de eso. ¿De bañarme en un río en Sumatra, un poco zumbado, y levantar la cabeza y ver cómo 300 monos sentados en una tubería se cagan sobre el río, el mismo río en el que yo me estoy bañando, con la boca abierta, desnudo? ¿Y enfermar gravemente después, y estar enfermo durante los siguientes siete meses? No demasiado. ¿Me arrepiento de las humillaciones ocasionales? ¿Como aquella vez, cuando jugaba un partido de hockey delante de un montón de gente, incluyendo esa chica que realmente me gustaba, y me las apañé para meter gol en mi propia portería, al tiempo que tropecé y lancé mi palo contra el público, casi rozando la chica? No. Ni siquiera me arrepiento de eso.
Pero he aquí algo de lo que me arrepiento:
Cuando estaba en séptimo curso, una niña nueva se unió a nuestra clase. La llamaré Ellen. Ellen era pequeña y tímida. Se ponía esas gafas azules de ojos de gato que, en aquella época, sólo llevaban las señoras mayores. Cuando estaba nerviosa, lo cual ocurría casi siempre, tenía la costumbre de meterse un mechón de pelo en la boca y morderlo.
Así que llegó a nuestra escuela y a nuestro barrio, y habitualmente la ignorábamos o nos burlábamos de ella (´¿está bueno tu pelo?´ Ese tipo de cosas). Estaba claro que estas burlas le hacían daño. Todavía recuerdo cómo miraba después de los insultos: bajaba los ojos como si acabase de recordársele cuál era su lugar en el mundo y estuviese tratando, tanto como fuese posible, desaparecer (…).
A veces la veía jugando sola en el jardín de su casa, como temerosa de salir de ahí.
Y entonces, la familia se trasladó. Y eso fue todo. Un día estaba ahí, al día siguiente desapareció.
Fin de la historia.
Ahora, ¿por qué me arrepiento de eso? ¿Por qué, 42 años más tarde, todavía pienso en ello? En comparación con otros niños, fui incluso amable con ella. Nunca le dije nada malo. Pero, aun así, me molesta.
Así que he aquí algo que sé que es cierto, aunque suene algo cursi, y no sé muy bien qué hacer con ello:
De lo que más me arrepiento en mi vida es de las veces en que no he sido amable.
Esos momentos en los que otro ser humano estaba ahí, frente a mí, y yo respondí… con prudencia. Con reservas. Con suavidad.
O, si quieres mirarlo desde el otro lado del telescopio: ¿Quién, en tu vida, recuerdas con más cariño, con los más innegables sentimientos de calidez?
Me apuesto que aquellos que fueron más amables contigo.
Es fácil de decir, quizás, y ciertamente difícil de implementar, pero yo diría: como un objetivo en la vida, trata de ser más amable (…).
Una cosa a nuestro favor: buena parte de este “convertirse en más amable” ocurre de forma natural, con la edad. Podría tratarse de una simple cuestión de contrición:a medida que nos hacemos más viejos, nos damos cuenta de lo inútil que es ser egoístas. Y lo ilógico, realmente. Amamos a otra gente y estamos, por tanto, recibiendo instrucciones contrarias a nuestra propia centralidad. La vida nos da palos, y la gente acude en nuestra defensa, y nos ayuda, y aprendemos que no estamos separados, y no queremos estarlo (…). A medida que envejece, la mayoría de la gente se hace menos egoísta y más amorosa. El gran poeta de Syracuse, Hayden Carruth, dijo en un poema escrito al final de su vida que “ahora, era sobre todo amor”.
Cuando somos jóvenes, estamos ansiosos –de forma comprensible– para saber si seremos capaces: ¿Tendremos éxito? ¿Podremos construir una vida para nosotros mismos? Pero tú –en particular tú, de esta generación, quizá hayas notado una cualidad cíclica en la ambición. Te esforzaste en el instituto con la esperanza de acceder a una buena universidad; te esforzaste en la universidad con la esperanza de tener un buen trabajo; te esfuerzas con el trabajo…
Y está bien. Si nos vamos a hacer más amables, tenemos que tomarnos a nosotros mismos en serio; como hacedores, soñadores.
Pero el logro no es fiable. ´Tener éxito´, signifique lo que signifique para ti, es duro, y la necesidad de tenerlo constantemente se renueva a sí misma. El éxito es como una montaña que continúa creciendo a medida que vas escalando, y existe el riesgo, muy real, de que tener éxito ocupe toda tu vida, mientras las grandes preguntas no son atendidas.
De modo que este es el consejo del final de la charla: ya que, según he dicho, tu vida va a ser un proceso gradual de convertirte en más amable y más amoroso, date prisa. Aceléralo. Comienza ahora mismo. Hay una confusión en cada uno de nosotros. Una enfermedad, podría decirse: el egoísmo. Pero también hay una cura. Así que sé un buen, activo e incluso algo desesperado paciente por tu propio bien: busca las más eficientes medicinas anti-egoísmo, energéticamente, para el resto de tu vida.
Haz cosas ambiciosas –viaja, hazte famoso, innova, lidera, enamórate, haz y pierde fortunas– pero mientras lo haces, hasta donde puedas, equivócate en la dirección de la bondad. Haz esas cosas que te inclinan hacia las grandes preguntas, y evita las cosas que te reducirían y te harían trivial. Esa parte luminosa tuya que existe más allá de la personalidad –si quieres, tu alma– es tan brillante y resplandeciente como cualquiera que haya existido. Tan brillante como la de Shakespeare, tan brillante como la de Gandhi, tan brillante como la de la Madre Teresa. Limpia todo lo que te separa de este lugar secreto luminoso. Cree que existe, llega a conocerlo mejor, nútrelo, comparte sus frutos incansablemente”.
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