Casa de la Estrella. Donde nació la República libre y soberana de Venezuela en 1830.

Casa de la Estrella. Donde nació la República libre y soberana de Venezuela en 1830.
Casa de la Estrella, ubicada entre Av Soublette y Calle Colombia, antiguo Camino Real donde nació la República libre y soberana de Venezuela en 1830, con el General José Antonio Páez como Presidente. Valencia: "ciudad ingrata que olvida lo bueno" para el Arzobispo Luis Eduardo Henríquez. Maldita, según la leyenda, por el Obispo mártir Salvador Montes de Oca y muchos sacerdotes asesinados por la espalda o por la chismografía cobarde, que es muy frecuente y característica en su sociedad.Para Boris Izaguirre "ciudad de nostalgia pueblerina". Jesús Soto la consideró una ciudad propicia a seguir "las modas del momento" y para Monseñor Gregorio Adam: "Si a Caracas le debemos la Independencia, a Valencia le debemos la República en 1830".A partir de los años 1950 es la "Ciudad Industrial de Venezuela", realidad que la convierte en un batiburrillo de razas y miserias de todos los países que ven en ella El Dorado tan buscado, imprimiéndole una sensación de "ciudad de paso para hacer dinero e irse", dejándola sin verdadero arraigo e identidad, salvo la que conserva la más rancia y famosa "valencianidad", que en los valencianos de antes, que yo conocí, era un encanto acogedor propio de atentos amigos...don del que carecen los recién llegados que quieren poseerlo y logran sólo una mala caricatura de la original. Para mi es la capital energética de Venezuela.

domingo, 7 de julio de 2013

Estos textos completan muchísimo la entrada anterior


lunes, 6 de septiembre de 2010


Nuestra Señora de Coromoto

Tomados del blog de P. Beda Hornung OSB. "Vida Contemplativa"

Pintora del ícono:
Titiana Popa
El 11 de septiembre celebramos en Venezuela nuestra Patrona, la 
Virgen de Coromoto.
A comienzos del año 1651, en plena época de la colonia, la Virgen se apareció en la región entre Guanare y El Tocuyo, en los llanos venezolanos, a una familia de indios. La “Bella Mujer” les dijo que “salieran a donde estaban los blancos, que les echasen agua sobre la cabeza para ir al cielo”. Los indios, aunque después de cierta resistencia, cumplieron con este deseo de la “Bella Mujer”. Se trata pues de la invitación a bautizarse. Este detalle es de suma importancia, no sólo 
para los indios de aquel tiempo, sino incluso para nosotros hoy en día. Porque en nuestro país, como en el resto del mundo, sigue habiendo un choque de culturas y pareceres que dificulta la convivencia pacífica 
de los hombres.
Ahora bien, cuando hablo del bautismo, no me refiero a hacerse “católico como todo el mundo”, sino que me refiero a la recepción del sacramento de la iniciación cristiana: cuando el hombre acepta la oferta de Dios de ser hijo amado de Él; cuando ya no recibe su identidad de una cultura o raza determinada, sino que acepta el hecho de que su identidad viene de su condición de ser humano, de hijo de Dios; y que la cultura, aunque es una expresión importante de su vida, es solamente eso: una expresión de algo más profundo.
Con la ocasión de esta fiesta, vale la pena hacer un examen de consciencia, repasando nuestras promesas bautismales. Las renovamos cada año en la vigilia pascual; pero, después del cansancio de toda una noche larga, con su liturgia de la luz, y  muchas lecturas, ¿estamos todavía conscientes de lo que respondemos? Hoy en día, en algunas parroquias la gente se prepara para la fiesta de la Coromoto con toda una novena. Bien pudiera ser un retiro de preparación para renovar l
as promesas bautismales. Reflexionemos brevemente sobre estas promesas:

¿RENUNCIAN A SATANÁS? “Satanás”: su nombre, en hebreo “Satán”, significa “el adversario, el acusador” en un juicio. En la Vida de San Benito, escrita por el Papa San Gregorio Magno (540-604), hay una escena que nos puede ilustrar lo que significa esta renuncia: un día, el Maligno se le aparece al “varón de Dios”, como llama San Gregorio a 
San Benito. Y, haciendo juego de palabras con su nombre, Benito, que significa “bendito”, le dice repetidas veces, “no bendito; sino maldito”. 
A lo mejor, no se nos aparece Satanás personalmente; pero muchas veces no se trata de una persona concreta, sino de una fuerza maligna que nos rodea. ¡Cuántas veces nos habrán dicho algo negativo! ¡Cuántas veces nosotros mismos hablamos mal de los demás, y nos fijamos en lo negativo de nuestro ambiente! ¡Cuántas veces, nosotros mismos nos vemos como malos! Respecto a eso, el Evangelio nos habla muy claro:Dios no envió a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para salvarlo por medio de él. El que cree en el Hijo de Dios, no está condenado; pero el que no cree, ya ha sido condenado (Juan 3,17-18). Dios no nos condena; eso lo hacemos nosotros mismos, haciendo caso 
a la voz del adversario. - Pues bien, ¿qué hizo San Benito frente a estas palabras del maligno? Ni siquiera le dirigió la palabra. Alguien que cree en el amor de Dios, no se deja afectar por las descalificaciones. Siempre habrá gente que nos desprecia. Éste no es el problema. El asunto es, a quién le creo, a estas personas o a Dios. Por lo tanto, esta pregunta de si renunciamos a Satanás, es de vital importancia para nosotros. Porque nos lleva a la segunda pregunta:

¿RENUNCIAN A TODAS SUS OBRAS? Si le hacemos caso al que niega que Dios “ha creado todo bueno” (Génesis 1,31), nosotros intentaremos hacerlo “mejor”. Intentaremos buscar la seguridad, trataremos de dominar a los demás, de figurar y sobresalir. Pero lo haremos desde nuestro ego, entronizado como centro de atención. Y, como nuestro ego no es el único, las discordias y la desunión con los demás egos están programadas.

 ¿RENUNCIAN A SUS SEDUCCIONES? El adversario no quiere que veamos toda la verdad. Le gustan las medias verdades. Le conviene dirigir nuestra atención a la satisfacción de lo inmediato. Así ya lo hizo en el paraíso. Por algo será que el tentador vino en forma de serpiente, un animal rastrero que no ve mucho más allá de sus narices. Al renunciar a estas seducciones de lo inmediato, podemos abrirnos a toda la verdad que nos ofrece Dios en su Espíritu; este Espíritu que se representa con la imagen de una paloma, un pájaro que tiene la visión del panorama completo.

Hay dos detalles más en esta aparición: uno, que la Virgen apareció a toda una familia. En retrospectiva, esto es muy importante en nuestro ambiente. Dios quiere la familia, padre, madre e hijos. Una familia sana sigue siendo el fundamento de una sociedad sana. Cuando una sociedad comienza a “ponerse a inventar” otros tipos de relación entre varón y mujer, y padres e hijos, más temprano que tarde, ya lo sabemos por la historia, tal sociedad se derrumba.
El otro detalle: la imagen que dejó la Virgen en la mano del cacique, la representa sentada,  con el niño Jesús sobre las rodillas de ella. Esta representación recuerda la “Sede de la Sabiduría”. Nuestra sabiduría está “asentada” sobre las actitudes de la Virgen, su humildad, su apertura a Dios. Nuestra inteligencia, sin humildad, se vuelve astucia, que busca lo inmediato, pero no va más allá de eso. Cuando queremos entregarnos a Dios, no podemos hacerlo sin renunciar a nuestros intereses egoístas, a todo lo que nos parece “llenar”, para que Dios lo llene de su plenitud. Sólo así alcanzaremos la sabiduría, y la plena libertad.

Lo anterior es, quizá, una reflexión poco “mariana” en la fiesta de nuestra patrona. Sin embargo, tengamos en cuenta lo que dice un gran devoto de la Virgen, San Luis María Grignión de Montfort (1673 – 1716):No es verdadera devoción a la Santísima Virgen rezarle muchas oraciones, pero mal dichas, sin darnos cuenta de lo que decimos. Y en otra ocasión dice: Cuando el Espíritu Santo encuentra a María en un alma, se siente atraído irresistiblemente hacia ella y en ella hace su morada.

Para la renovación de nuestra fe, en el marco de la misión continental, vale la pena retomar la primera palabra que nos dijo la Virgen en los comienzos de nuestra historia. Son palabras que nos remiten a su hijo, Jesús, y que no son otras de las que dijo ya en las bodas de Caná “Hagan lo que Él les diga” (Juan 2,5). Si las cumplimos, Dios nos dará “el vino mejor”, es decir una sociedad con una paz y un bienestar que ninguna lucha de clases o guerra podría traernos.

sábado, 28 de agosto de 2010


La Experiencia Cristiana del Siglo XXI

Introducción
En esta conferencia quisiera enfocar 
la figura de María. Lo que digo no ha crecido enteramente en mi jardín.
La base es una conferencia de la Hna. Teresa Forcades i Vila, monja
benedictina catalana. Yo sólo 
simplifico su lenguaje altamente teológico, y hago mis propias 
reflexiones para nosotros los que practicamos la oración centrante. Los que tengan interés 
en los escritos de la Hna. Teresa, los pueden conseguir 
en la página web de su monasterio:http://www.benedictinescat.com/Montserrat
/indexceramcast.html
La Hna. Teresa comienza haciendo referencia a las ya 
famosas palabras que dijo Karl Rahner S.J., en el siglo
pasado, que “el cristiano del próximo siglo – el nuestro - será místico, o no será”. Después, ella menciona dichos de otras personas que dicen algo semejante. A partir de allí, ella propone su tesis:
“La experiencia cristiana del siglo XXI será mariana, o no 
será”
Pone énfasis en la palabra “experiencia”. Y desarrolla su 
tesis meditando sobre los cuatro dogmas de la iglesia que se 
refieren a María. A propósito, “dogmas”: No son simplemente unas “verdades” que hay que creer aunque nos cueste; ¡no! Son formulaciones que quieren evitar precisamente unas explicaciones facilonas, y nos invitan a ir, no contra la razón, sino más allá de ella; nos invitan a establecer una relación personal e íntima con Dios, en confianza y amor. Sólo 
entonces veremos que estos dogmas tienen sentido porque echan una luz sobre lo que puede ser también nuestra experiencia.
Veamos entonces los cuatro dogmas, y su relación posible 
con nuestra experiencia.

1. María Madre de Dios (“Theotokos”), Concilio de 
Éfeso, año 431
A lo largo de los primeros tres siglos, la iglesia había definido los dogmas sobre Dios como uno en tres personas (la Santísima Trinidad), y sobre Jesús como verdadero Dios y verdadero hombre (dos naturalezas en una sola persona). 
La pregunta que se planteaba entonces era, si María era solamente la Madre de Jesús de Nazaret, de su naturaleza humana, como afirmaban unos, o si era Madre de Dios, 
como afirmaban otros. Después de muchos debates, 
finalmente prevaleció el criterio de que ella era Madre de 
Dios, porque 
una mujer no da a luz a una naturaleza, sino a una persona concreta, en este caso Jesús, que es Dios y hombre en una sola persona.
Nosotros, por conveniencia hablamos entonces de la “Madre” de Dios. Sin embargo, en la definición del dogma se habla de “Theotokos”, la “engendradora” de Dios. Creo que no me equivoco si traduzco esta palabra del griego antiguo correctamente al venezolano de hoy, si digo “la que trajo a 
Dios al mundo”. Por eso ella es imagen de la iglesia que 
sigue trayendo a Dios al mundo. Y con eso llegamos al tema que nos interesa: ¿Qué hacemos cada uno de nosotros que formamos la iglesia, para que Dios pueda seguir manifestándose en el mundo?
En primer término, hay que recordar que Dios no impuso a su Hijo a María, sino que respetó su libertad. Dios no nos trata como siervos sino como amigos, de tú a tú. Dios se hace dependiente de nuestra libertad, se muestra como el que recibe. El Hijo recibe todo del Padre y, como hombre, 
recibe su cuerpo de María; es receptividad pura. En la 
medida en que asumimos nuestra libertad podemos amar y ponernos al servicio de la manifestación de Dios en el 
mundo. El 
cántico de Zacarías (Lc 1,68-79) dice: “Libres de temor, arrancados de la mano de los enemigos, le sirvamos en santidad y justicia todos nuestros días.”
Dice la Hna. Teresa: “El culmen de la creación está iniciado 
en María, pero no está todavía cumplido. Sólo lo estará 
cuando cada uno de nosotros haga como ella y exprese 
el núcleo más íntimo de la propia libertad el Fiat (es decir “hágase”, nuestro consentimiento) que engendra la Luz en el mundo.” Y, ya muchos siglos antes, el místico Angelus 
Silesius dice: “Si Cristo no nace en tu corazón, en vano 
habrá 
nacido en Belén.” Aplicando esto a nosotros podemos decir: 
en la 
oración, por ejemplo del Padre Nuestro, consentimos a la presencia 
y acción de Dios en nosotros (“hágase tu voluntad”). Esta presencia muchas veces está escondida bajo nuestra 
condición humana, nuestro ego; quiere salir a la luz, manifestarse. En la medida en que practicamos la oración, “damos a luz”, manifestamos a Dios en nosotros. Todo 
eso es obra del Espíritu Santo, la presencia de Dios en nosotros. Es 
necesario que le dejemos actuar a Él. Si no, lo que nacería 
no sería el fruto del Espíritu Santo sino una criatura de nosotros, un 
pobre fruto de nuestro ego, que muchas veces resulta un monstruo. Pero, con la práctica de la oración, poco a poco 
se manifestarán los frutos y dones del Espíritu. El P. Thomas Keating escribió todo un libro sobre este tema. Así, María puede cantar en el Magníficat (Lc 1,46-55) que el Señor ha hecho obras grandes por ella.
Recordemos también que en el último juicio se nos dirá, esto me lo han hecho a mí. Y San Pablo oye, cerca de Damasco, que Cristo le pregunta, ¿por qué me persigues? San Benito exhorta a sus monjes a que vean a Cristo en el abad, en el peregrino, el enfermo, el anciano, etc. Por lo tanto, si vamos 
a las relaciones personales hay que decir que, desde la presencia de Dios en nosotros, podemos ver la presencia de Dios en el prójimo y sacar a relucirla.
De esta manera participamos directamente en la renovación 
de la iglesia. En el futuro ya no habrá una iglesia de masas, sino una iglesia de testigos que tienen una relación 
personal e íntima con Dios. Estos podrán ser pocos en 
número, 
pero serán un fermento que se hará sentir en la sociedad, porque permitirán que la luz de Cristo ilumine las diferentes 
situaciones.
En resumen: la maternidad de María nos recuerda a cada 
uno que Dios se relaciona con nosotros como Hijo, como 
aquel 
que recibe. Espera nuestra cooperación para manifestarse 
en el mundo.

2. María Virgen (Sínodo del Letrán, año 649)
Si entendemos la virginidad en primer término como un 
asunto de castidad, como ausencia de relaciones sexuales,
peligro es que, por falta de amor y por la incapacidad de relaciones humanas, podríamos convertirnos en gente que quizá es 
casta, pero estéril. No engendra nada, no trae la Luz al 
mundo.
La virginidad de María apunta a algo mucho más importante. Dice la Hna. Teresa: “Nuestra realización personal, nuestra cristificación, la plenitud de nuestro potencial humano no depende de si tenemos o no pareja, o de si tenemos o no relaciones sexuales; depende sólo de nuestra capacidad de amar a Dios, y esta capacidad de amar a Dios se reconoce 
en el amor a los demás, sobre todo a los que no cuentan.”
En nuestra sociedad parece ocurrir lo contrario: hay un 
énfasis exagerado en el sexo, casi como artículo de 
consumo de primera necesidad. Hasta tal punto que hoy 
en día hay gente que vive separada, pero sabe a quién 
llamar cuando quieren sexo; son como parejas separadas. O gente que se busca simplemente un “resuelve”, una relación para 
satisfacer los deseos sexuales, sin ir más allá hacia una relación 
personal. Los desórdenes de mucha gente de la farándula 
son sólo un reflejo de lo que pasa en la sociedad a todos los niveles. En este contexto habrá que ver también las 
arremetidas 
constantes contra el celibato de los sacerdotes; porque 
es una piedra 
en el zapato de los que buscan sólo el placer. Pero cuando 
uno ve un poco más el panorama completo, se da cuenta de que la gente que vive así está muy vacía interiormente; hay 
muchos y muchas que van al siquiatra. Éste, lo único que 
sabe hacer es, llenarlas de calmantes. Sin embargo, el problema verdadero 
no es de siquiatras ni psicólogos, sino un problema humano: 
la capacidad de donarse, de entrar en relación con otra 
persona.
La no-dependencia, la libertad radical, hace posible amar a Dios “de todo corazón, con toda el alma, con todas las 
fuerzas”. Para esto no es necesario tener pareja. Por eso, frente a Dios, todos necesitamos una buena dosis de 
virginidad, entendida como esta independencia y libertad, 
que no espera si los demás también van por el mismo camino. 
Me recuerda la conversación de Jesús y Pedro después 
de la resurrección, junto al lago de Tiberíades. Jesús invita a 
Pedro a seguirle. Pedro pregunta que va a pasar con Juan. Y Jesús le 
contesta “A ti, ¿qué? Tú, ¡sígueme!” En nuestra cooperación con Dios para que la Luz nazca en el mundo, 
experimentamos nuestra soledad, si bien una soledad 
habitada por la presencia del Espíritu.
Centrándonos en la oración dejamos de lado todo lo que nos atrae, sensaciones, pensamientos, emociones. Puede ser 
que en nuestro ambiente seamos la única persona que ora 
así. 
No hay que desanimarse. Nuestro punto de referencia no son 
los demás ni lo que pasa dentro de nosotros; es únicamente 
Dios.
En el ambiente “hipersexualizado” que nos rodea 
observamos mucha dependencia, chantaje, abuso y manipulación. La 
gente no asume, ni es educada a asumir, su dignidad de hombres y mujeres. Nosotros, como uno de los frutos de la oración, experimentamos también nuestra dignidad. Cuando somos fieles a la práctica, después de un tiempo nos vemos con una sana autoestima; nos vemos con más seguridad interior. 
Ya no nos pueden asustar o manipular.
De esta manera, la virginidad de María, entendida así, hace posible que sea madre de Dios. Le da esta seguridad interior por saberse amada por Dios, y esta libertad con que ella responde a este amor. Como dice la Hna. Teresa, a la maternidad de María le co-rresponde la noción de “co-creación”, y a la virginidad la noción de “libertad radical” 
que la hace posible.

3. María Inmaculada (Papa Pio IX, 8 diciembre 1854) 
Este dogma nos recuerda un hecho importantísimo: nuestra bondad básica. Dios nos ha creado buenos; ésta es nuestra esencia. “El pecado no es parte de nuestra humanidad tal 
como ha sido creada por Dios”, dice la Hna. Teresa. Y sigue diciendo: “El pecado no es nunca fruto de la libertad, sino únicamente del miedo a la libertad, del miedo de amar como Dios ama.” Si amáramos así, no pecaríamos, pero como tenemos miedo, acumulamos un pecado tras otro.
Ahora bien, hay un punto muy importante: Estar sin 
pecado no significa que María no haya tenido tentaciones. Incluso Jesús fue tentado. La tentación no es pecado, ni dice que somos malos. La tentación es la ocasión de decidir en 
cada 
momento, en cada situación concreta, qué es amar. Es la oportunidad 
de superar nuestro miedo, de poner toda nuestra confianza 
en Dios y decirle que sí a lo que nos pide. María no está 
protegida de la duda, no lo entiende todo (“Hijo, ¿por qué 
nos has 
tratado así?”). Es importante comparar en este contexto a Zacarías 
con María. Ambos dudaron, no veían cómo podría darse lo 
que estaba diciendo el ángel. Pero, Zacarías absolutiza el propio horizonte de comprensión; lo que él no entiende, no puede 
ser. Implícitamente, María pasa más allá de su 
entendimiento, y 
da su consentimiento a que se cumpla en ella la palabra del 
Señor.
En la práctica sincera de la oración, tarde o temprano, llegaremos a este punto donde tenemos que decidir si realmente le permitimos a Dios que actúe en nosotros. Sabemos por experiencia que el obstáculo más grande es el miedo, el miedo de no entender, de perder el control. En la fe vamos más allá de este miedo, y ponemos toda nuestra confianza en Dios. Es entonces cuando Él podrá hacer “sus obras grandes” en cada uno de nosotros.
La Hna. Teresa termina diciendo que “el punto decisivo de la inmaculada concepción de María es que cualquier persona 
es totalmente redimible porque su pecado no pertenece a su esencia, y porque lo único que Dios le pide es un acto de confianza que está siempre a su alcance”. Y yo añadiría algo más: como el pecado no es parte de nuestra esencia, 
siempre es posible volver a Dios, a nuestra bondad básica 
que, sí, es nuestra esencia. La parábola del hijo pródigo (Lc 15,11-32) 
lo explica muy bien.

4. María Asunta (Papa Pio XII, 1 noviembre 1950)
El último dogma que consideramos es el de la asunción de María al cielo en cuerpo y alma. Yo era un adolescente
cuando se proclamó este dogma. Recuerdo que lo acepté sin cuestionamientos, y me escandalicé de la gente que tenía 
sus dificultades con este dogma. En aquel entonces, esa 
era mi manera de obedecer a la iglesia. Hoy pienso distinto. 
Ya lo expliqué en la introducción. Este dogma nos remite a 
una apreciación correcta del cuerpo y de la materia en 
general.
La cosmovisión dualista es incompatible con nuestra visión cristiana del mundo aunque, hay que reconocerlo, a simple vista parece más lógica. Es una filosofía que viene de los antiguos persas y, pasando por Grecia, llegó hasta nuestro mundo occidental. A pesar de la presencia del Evangelio, ha seguido latente entre nosotros a lo largo de los siglos.
Una de las formas en que se manifiesta, es el dualismo entre cuerpo y espíritu. Especialmente en buena parte del siglo pasado había un materialismo que negaba toda dimensión espiritual. Como lo ponía un filósofo: “La paloma cree que sin aire volaría más rápido”. Y, para no ir tan lejos, también en nuestro ambiente observamos esta negación, ya no por 
razones ideológicas, sino por una práctica inconsciente. Pensemos sólo en las competencias deportivas, los 
gimnasios, los concursos de belleza, en el sinfín de cirugías estéticas, en el afán de mantenerse en forma. El cuerpo 
parece ser todo. Ya hemos visto más arriba cómo termina la gente que se deja esclavizar por este culto.
Pero igualmente había en nuestra cultura, y hay todavía, un sobreénfasis en lo espiritual. En la antigüedad, ya el filósofo Platón consideraba el cuerpo como la prisión del alma. Y en siglos más recientes había la corriente del Jansenismo, que veía todo lo físico mal, especialmente el cuerpo, y en éste especialmente el sexo. No recuerdo dónde lo leí que, según esta manera de ver, lo más virulento es el cuerpo de la mujer: puro peligro. Esto produjo hombres y mujeres acomplejados que no lograban aceptar su cuerpo, con infinitos problemas 
de pareja y, según el grado de rebelión, infidelidades con 
mujeres más complacientes. Relacionado con esto está el puritanismo que todavía hoy es una corriente fuerte en 
Estados Unidos (¡parece mentira!). Pero el cuerpo, y el 
sexo en especial, 
no se dejan reprimir. Por eso vemos cómo el péndulo ahora está 
en el otro extremo: pura permisividad.
En la práctica de la oración como relación personal con Dios aprendemos a no rechazar ni reprimir nada. Todo viene de 
Dios y, por lo tanto, es bueno.
Jesús vino a darle al cuerpo su justo valor. Él mismo tomó un cuerpo en María. Ella lo trajo al mundo, un proceso físico, que implica a todo el cuerpo, también los órganos reproductivos. También el sexo es parte integral del cuerpo. Y todo este cuerpo es templo del Espíritu Santo. El cuerpo no se opone al espíritu sino que es su manifestación. Lo que se le opone al espíritu es únicamente el miedo a la libertad. Hoy en día hablamos del lenguaje corporal; los gestos y movimientos del cuerpo nos indican lo que pasa en el alma. Es interesante ver en este contexto cómo Jesús se manifiesta en su cuerpo, 
con la mirada, oyendo, hablando, abrazando, tocando, etc. 
Su 
muerte en la cruz no fue solamente un asunto espiritual, sino también eminentemente físico. Así nos manifiesta “hasta el extremo” 
el amor de Dios.
San Pablo habla del “cuerpo terrenal” y del “cuerpo 
espiritual”. Proclamamos la “resurrección de la carne”. En la resurrección, Cristo asumió un cuerpo glorioso, pero un 
cuerpo que reflejaba su identidad. Los discípulos lo 
reconocían por sus llagas. Lo mismo creemos de la Virgen 
cuyo cuerpo estuvo 
enteramente al servicio del Espíritu. Y ésta es la promesa 
para nosotros, que estaremos en el cielo no sólo como espíritus, sino también en nuestro cuerpo que es la expresión de nuestra individualidad.

Conclusión
Si hablamos entonces de la experiencia cristiana de nuestro siglo que apenas comienza, es necesario tener presente a María, y su relación con Dios. Ella nos invita a asumir nuestra dignidad, no como una conquista, sino como un don de Dios que nos invita a dejarle hacer obras grandes en nosotros, nos brinda su confianza. Es esta relación con Dios que nos hace realmente humanos, no las relaciones de pareja o relaciones sexuales. Somos esencialmente buenos, el pecado no es 
parte de nuestra esencia. Por lo tanto, podemos aspirar 
a vivir alguna vez sin pecado: en el cielo no habrá pecado. 
En este cielo estaremos toda la persona, nuestra 
individualidad, en cuerpo y alma.

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