Casa de la Estrella. Donde nació la República libre y soberana de Venezuela en 1830.

Casa de la Estrella. Donde nació la República libre y soberana de Venezuela en 1830.
Casa de la Estrella, ubicada entre Av Soublette y Calle Colombia, antiguo Camino Real donde nació la República libre y soberana de Venezuela en 1830, con el General José Antonio Páez como Presidente. Valencia: "ciudad ingrata que olvida lo bueno" para el Arzobispo Luis Eduardo Henríquez. Maldita, según la leyenda, por el Obispo mártir Salvador Montes de Oca y muchos sacerdotes asesinados por la espalda o por la chismografía cobarde, que es muy frecuente y característica en su sociedad.Para Boris Izaguirre "ciudad de nostalgia pueblerina". Jesús Soto la consideró una ciudad propicia a seguir "las modas del momento" y para Monseñor Gregorio Adam: "Si a Caracas le debemos la Independencia, a Valencia le debemos la República en 1830".A partir de los años 1950 es la "Ciudad Industrial de Venezuela", realidad que la convierte en un batiburrillo de razas y miserias de todos los países que ven en ella El Dorado tan buscado, imprimiéndole una sensación de "ciudad de paso para hacer dinero e irse", dejándola sin verdadero arraigo e identidad, salvo la que conserva la más rancia y famosa "valencianidad", que en los valencianos de antes, que yo conocí, era un encanto acogedor propio de atentos amigos...don del que carecen los recién llegados que quieren poseerlo y logran sólo una mala caricatura de la original. Para mi es la capital energética de Venezuela.

domingo, 14 de julio de 2013

Si reina una opinión generalizada acerca de que el régimen imperante en Venezuela no es una democracia, ello no significa automáticamente que prime la opinión de que esa falta de democracia se refleje en la existencia de una dictadura. Sobran los burladeros para obviar la gravedad definitoria del diagnóstico: se acepta que es un régimen injusto, incluso autoritario.

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Notitarde 13/07/2013 

La vía hitleriana hacia el poder y la dictadura del siglo XXI

Si reina una opinión generalizada acerca de que el régimen imperante en Venezuela no es una democracia, ello no significa automáticamente que prime la opinión de que esa falta de democracia se refleje en la existencia de una dictadura. Sobran los burladeros para obviar la gravedad definitoria del diagnóstico: se acepta que es un régimen injusto, incluso autoritario. ¡Pero dictatorial! Desde luego: el aceptar como un hecho que el régimen chavista no es una democracia supone un avance significativo en las filas de la oposición venezolana, particularmente en sus sectores de izquierda, que rechazaban hasta hace muy poco tiempo que el régimen de Hugo Chávez no lo fuera. Recuerdo el particular encono con que altos dirigentes de nuestra “nueva izquierda” rechazaban las acusaciones que vertíamos en ese sentido. De buena fe, así lo creíamos, sostenían que el de Chávez no sólo era una democracia, sino que en muchos aspectos representaba incluso un avance significativo hacia una ampliación de nuestra democracia. Asumiendo como propia la propaganda del adversario. Hasta ayer, para ellos, un aliado.

Las consecuencias de esa aberrante incapacidad para comprender la naturaleza dictatorial, incluso tendencialmente totalitaria del régimen impuesto por el chavismo, fueron no solo desastrozas. Se constituyeron en un obstáculo objetivo para el avance de la oposición, frenaron expresiones vitales de la acción político práctica de las masas opositoras y coadyuvaron a debilitar nuestras filas, dividir nuestros frentes y fortalecer las de nuestro adversario. No es otra la explicación del trágico retardo en homogeneizar nuestras posiciones, definir nuestras líneas estratégicas y consolidar la unidad de todas nuestras fuerzas. Aún hoy asombra constatar que líderes probados y altamente representativos de nuestra mejor oposición rehusan caracterizar a la neodictadura que nos y los oprime de dictatorial.

Valga un ejemplo: en medio de la violación de todos los preceptos constitucionales y las leyes respectivas, muchos opositores de la izquierda democrática aceptaron de buen grado la masificación indiscriminada e ilegal del registro electoral, incluso la nacionalización sin mayores trámites de extranjeros para incorporarlos a la clientela electoral del Gobierno, “porque ella era justa y democrática”. En gran medida, la aceptación pasiva del retardo en un año de la realización del Referendum Revocatorio se debió a esa extraña forma de entendimiento subterráneo y espontáneo que primaba en las filas de la Comisión Política de la Coordinadora Democrática, mayoritariamente dominaba por sectores de la izquierda socialista.

Responsable por esta forma de cohabitación con las tendencias dictatoriales que se abrían paso en las políticas del régimen ha sido una suerte de mala conciencia de un democratismo a medias, tanto como una demonización del concepto de dictadura, para el cual solo es dictatorial un régimen militar que suprima de raíz, abierta y descaradamente todos los derechos constitucionales, anule la libertad de expresión y encarcele a los opositores. Basta que dichos presupuestos no se cumplan o se cumplan a medias, para que la progresía se aferre a los más mínimos resquicios de sobrevivencia democrática para afirmarse en la cómoda y buena fe de creerse viviendo en democracia. Así esa democracia no sea más que un ritual de formalidades carente de todo sentido y todo contenido.

Donde no hay democracia, hay dictadura. Como afirma la lógica: tertium non datur. Para comprenderlo bueno es recordar las dos formas clásicas de dictaduras totalitarias: la bolchevique y la nazifascista. Pues sostenemos la hipótesis de que la dictadura del Siglo XXI que nos oprime es un híbrido de ambas formas de dictadura.

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Si Lenin se apodera del Estado mediante el asalto al Palacio de Invierno y consolida su dictadura luego del descabezamiento de la aristocracia zarista y de la burguesía industrial y terrateniente rusas, mediante una sangrienta guerra civil a partir de los llamados consejos populares -los soviets de trabajadores, campesinos y soldados-, Hitler, tras la dolorosa experiencia de su fracasado golpe de Estado de 1923, se apodera del Estado alemán 10 años después luego de un sistemático copamiento institucional, la conquista de la Hegemonía y la consolidación de una nueva fuerza electoral. Haciéndose fuerte en las distintas instancias de la sociedad civil, incluso en las universidades, las academias y las iglesias, en primer lugar; ocupando el parlamento mediante el uso sistemático de los procesos electorales, en segundo lugar; provocando la crisis social hasta hacer colapsar la gobernabilidad, en tercer lugar. Con ello creó las condiciones para precipitar y aceptar el llamado del Presidente de la República, asumiendo la cancillería, desplazando a todos sus aliados y sometiendo a todas las instituciones. Respaldado siempre por el uso del terror callejero llevado a cabo por sus uniformadas tropas de asalto. Desde su puesto de canciller y amparado en leyes y decretos de excepción en pocos meses terminaría por conquistar una mayoría absoluta mediante mecanismos plebiscitarios y el sistemático uso del terror puntual y selectivo, neutralizando a las fuerzas opositoras, desarticulando el poder de partidos e instituciones y estatuyendo un poder total, absoluto, sin haber pasado por un traumático quiebre de las instituciones. Es el método nazi fascista de toma y copamiento del Poder, el mismo que se encuentra en la trastienda de los intentos expansivos del castro chavismo en curso. El uso y malversación de los mecanismos democráticos para destruir el Estado de derecho y la democracia misma. Una pecualiar forma de neodictadura, capaz de burlar todas las prevenciones. Un analista la ha llamado “la dictadura del Siglo XXI”.

Su instrumento mediático, Joseph Goebbels, expresaría la fórmula de dominación nazi años antes del asalto al Poder de una manera ejemplar: “iremos al parlamento para combatirlo desde dentro, liquidando a la República de Weimar que constituye su fundamento mediante el uso de sus propios medios”. Seguía la alucinante comprensión de la naturaleza del Estado moderno de Adolph Hitler, quien afirmara desde la prisión de Bamberg en 1925: “en un Estado moderno las verdaderas revoluciones se hacen con, no contra el Estado”. Uno de los más lúcidos analistas del nazismo lo ha expresado mediante la metáfora de una obra de ingeniería: Hitler y el NSDAP, su partido, fueron apoderándose de la sociedad y las instituciones del Estado paso a paso y de manera solapada, como una cuadrilla va cambiando los pernos y tuercas, durmientes y rieles de un puente de ferrocarril sin interrumpir jamás el paso del tren de cercanía en que lo cruzan diariamente sus inadvertidos pasajeros. De manera que al cabo del logro de la obra el puente institucional ya es otro, la entronización totalitaria, perfecta, la indiferencia de la eventual oposición, absoluta. “A mediados de 1933, o a lo sumo a finales de año, el poder ya estaba firmemente asentado, y las brutalidades y la violencia que suelen identificarse con lo que se llama ‘la toma del poder’ (‘Machtergreifung’) empezaron a disminuir…A partir de 1933 el consenso a favor de Hitler y, por consiguiente, también del nazismo, no se puso en duda prácticamente en ningún momento”.[1] Es más: muchos demócratas en el mundo se negaban a considerar al Tercer Reich una dictadura.

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Cabe una última consideración de orden conceptual, de extraordinaria importancia para comprender la fase actual de la crisis venezolana: la exacta caracterización de las situaciones jurídico-políticas en que el estado de excepción se encuentra en fase de desarrollo deconstructivo y se vive la compleja transición desde la democracia a la dictadura, un problema de difícil conceptualización dada la naturaleza dialéctica del duelo amigo-enemigo, la incomprensión por gran parte de los sectores democráticos y sus elites políticas de la apuesta en juego, la perversa y llamativa pervivencia de los símbolos democráticos del poder aunque vaciados de todo contenido real ante la absoluta concentración dictatorial del poder por parte del caudillo, los flujos y reflujos en el avance y retroceso de los intentos por imponer o impedir un régimen plenamente dictatorial, incluso totalitario y, finalmente, la legitimación de la deconstrucción totalitaria por parte de las democracias desinteresadas o cómplices, aferradas a los símbolos y las apariencias para soslayar la guerra solapada que tiene lugar en tiempo real en la trastienda de las instituciones. En otras palabras: la evanescente y siempre inasible enemistad absoluta en tiempos de supuesta normalidad democrática, fachada de una guerra soterrada y brutal que, precisamente por su aparente normalidad, permite el acrecentamiento de la enemistad absoluta en los bajos fondos del Poder real.

Es el siniestro juego de las máscaras y fachadas, la antinomia creciente entre el discurso y la realidad, la corrupción y la ideología con que la estrategia castro fascista avanza en América Latina a desmedro de quienes debieran oponérsele. Estrategia en la cual la mentira, como bien lo señalara Walter Benjamin en su Crítica de la Violencia, se convierte en el eje central del discurso totalitario, al impedir el entendimiento no violento para resolver conflictos. Quien quiera asegurarse acerca del rol de la mentira y la manipulación en el discurso del Poder, que siga la evolución del engaño en el discurso hitleriano. Particularmente sus aseveraciones acerca de su vocación pacífica y conciliadora mantenida durante los años inmediatamente previos a la anexión de Austria y el desarrollo del armamentismo para servir al expansionismo nazi. Y lo vea reproducido, como dialéctica del poder total, en todos los caudillos totalitarios. Detrás de Fidel Castro no está Lenin: está Hitler. Es el arquetipo del Führer. También aplicable en el caso del teniente coronel, si bien en la torpe medida de sus escasas capacidades intelectuales. Para no hablar de su heredero, que viene a sentar la losa de la ignorancia.

[1] Robert Gellately, No sólo Hitler, Crítica, Madrid, 2002.

[1] Robert Gellately, No sólo Hitler, Crítica, Madrid, 2002.

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