Por Ernesto, para Lucía
En memoria de Ernesto Mayz Vallenilla (1925-2015). El pasado mes de diciembre falleció el filósofo y pedagogo venezolano, autor de una considerable obra de pensamiento, además de rector fundador de la Universidad Simón Bolívar. Papel Literario solicitó a su sobrina, artista y escritora, el personalísimo texto que sigue, en homenaje a quien fue autor de “Esbozo de una crítica de la razón técnica”, posiblemente su mayor contribución al pensar contemporáneo
Conociste mi fascinación por tus manos. Recuerdo aquella vez durante una visita vespertina en la que me detuve a acariciarlas. Estabas sentado en tu esquina del sofá, junto a la lámpara de mesa, permanecías callado, lucías algo decaído. Rondaba el mes de octubre del año 2007.
–¡Negra! –gritaste de pronto– ¡Helena me está manoseando! Te vi sonreír con picardía, tus ojos alumbrarse con travesura.
–Claro, Coco, si tus manos son bellas, de escritor –contestó ella con voz pausada, mientras se acercaba lentamente desde la cocina con un vaso de agua para mí.
Esta mañana de trópico soleado espero que mis dedos no me defrauden y me sirvan para escribir de ti, más aún, hablar de ella. Sé que te complacería escribiera sobre la mujer. Lucía, la discreta, mujer de temple y entereza, amorosa compañera de tu último suspiro. Solías decir que la habías conocido a sus tiernos quince años y la habías amoldado «según tu imagen y semejanza». Comentario que haría fruncir el ceño de más de una feminista o ¿serían palabras que le permitimos a un hombre que hemos endiosado? Viniendo de ti, ella –al igual que yo– siempre admirativa, las barría debajo de la alfombra, sin mayor importancia. Con candor, creíste que en ella perduró la ingenuidad e inocencia de la niña que conociste. La tímida jovencita que te admiró desde el primer día, por hablador, dicharachero y buen bailarín. Te soportó peleón, pugilista, buscando a algún inocente a quien lanzarle un derechazo para probar cuán buen boxeador fuiste de muchacho. Aceptó casarse «ella sola», según bromeabas, por la Iglesia en la que tú no creías y por ende no te comprometía. Juntos, muy jóvenes, se marcharon para Alemania donde fuiste a saciar tu sed de conocimiento, tu avidez intelectual. Quizá en aquel entonces su conversación no fuese tan interesante para ti como la de tus compañeros de estudios filosóficos. Ella, reservada –la imagino hermosa con un abrigo rojo, sus cabellos negros y su tez blanca– intuyó, supo, que con el devenir del tiempo sería tu mejor interlocutor, tu mejor amiga. Y, lo fue. De regreso en Caracas, vinieron los años de revuelta estudiantil contra la dictadura, ahí estuvo ella prudente, sin quebrarse, incólume, con el temple sereno, madre de tres hijos pequeños. Ni tu hijo menor ni yo habíamos nacido, por lo que más de uno pensará que lo que escribo son divagaciones de mi imaginación, cuentos que he recogido en el camino.
Sí, he recogido anécdotas, sobre todo de su boca, de Lucía, de su memoria que encuentro mucho más firme, cual cuerda bien tensada, que la mía. Me he limitado a escucharla, la mayor parte de las veces sin retener bien las fechas, los nombres, los episodios angustiosos de aquellos meses cercanos a enero de 1958. No me extraña que al final de tus años, ella se convirtiera en tu «memoria con falda».
Con la democracia soplaron otros vientos, gestaste, diseñaste, construiste –a mi juicio– tu gran obra: la Universidad Simón Bolívar. Solías hablar más sobre tus libros publicados, sobre tus ideas plasmadas con rigor intelectual en escritos filosóficos. Lo más seguro, yo los eludo por mi incapacidad de comprenderlos en toda su dimensión, y me detengo a admirar la casa de estudios. Donde se aprende, se estimula la capacidad de pensar; por la que luchaste en pro de mantener su autonomía, promover dentro de ella la excelencia y la meritocracia; donde sembraste las semillas de tu fervor por la tecnología y las ciencias, abonándolas con ideales humanistas; dónde cultivaste sus árboles y fuiste su jardinero. Fue la niña de tus ojos, la universidad, en la que no quisiste que nada llevara tu nombre, solo que privara la promesa humanista puesta en boca de Dios, por Pico della Mirandola: «No te he concedido ni un sitio determinado, ni un rostro propio, ni un don particular, oh Adán, con el fin de que tu sitio, tu rostro y tus dones los desees, los conquistes y los poseas por ti mismo. La naturaleza encierra otras especies en leyes por mí establecidas. Pero tú, a quien ningún hito limita, gracias a tu libre albedrío, en cuyas manos te he colocado, te defines a ti mismo».
Durante esos inicios de Sartenejas, no habías alcanzado aún los cincuenta años. Mi tía puso de lado el proyecto de estudios que pensaba emprender, se habría puesto ella misma de lado de ser necesario con tal de ver florecer tu jardín. ¡Cómo florecieron esos predios! A un libre pensador, a un hombre de tu vehemencia, no se le sujeta ni se le posee. Se le deja ser. Aún cuando se le sienta a punto de tropezar, equivocarse, hasta malograrse. Me atrevo a decir que esa inocencia que veías en ella, no era otra que la tuya propia, la malicia que más de una vez te faltó.
Ella te ayudó a levantarte. Te quiso libre, sereno y en paz. Conoció tu corazón en su coraje, su cólera e impetuoso ardor. Perseverante. Compartió tus apasionados humores y atenuó tu acritud. Fue faro, y con luz propia, la suya, atenuó tus sombras, matizó tus altisonancias, esos altibajos de los que está hecha una larga travesía común. Se convirtió en el sólido, elegante y prudente pasamano tallado en roble que tomabas con dulce firmeza de tu mano izquierda para cerciorarte de que caminabas recto, de no caer por un traspié o un descuido al subir y bajar las escaleras de tu mente.
–Ella me ayuda a corregir todos mis textos –me dijiste, mientras me mostrabas en tu escritorio la página número 12.489 de tu diario, ya transcrita a máquina por tu escribiente. Él no puede vivir sin ella –pensé sonriendo.
«Él escribe desde hace muchos años, todas las mañanas, su diario, páginas, tomos enteros que guardan con celo, en fina caligrafía de tinta negra, sus dudas sublimadas en versos, sus inquietudes apaciguadas en reflexión, sus pensamientos desenvainados en agudas críticas, sus obsesiones anudadas en temas que retornan, regresan y repiten, sus sentimientos destilados entre letras pícaras, juguetonas y tiernas, sus errores errados de tino, de idealismo sin malicia, de lucidez sin intuición, tachados con tipex blanco, y sus innumerables silencios colgados de puntos suspensivos, suspendidos sin respuesta. Cada línea un compromiso con el acto creativo, con su razón de existir. Entre palabras, pronunciadas u omitidas, ha hilvanado su vida con fidelidad, integridad y mucha entrega a sí mismo» –dejé escrito en mi preciada primera novela corta.
El diario de Apuntes y Notas es una joya tallada con el pulso de tu mano. La comenzaste a cincelar a tus veinticinco años. Durante casi seis décadas, día tras día, a partir de 1950, hendiste el papel al ritmo de tus latidos y lo zurciste en letras negras con la agudeza de tu lucidez. En tu vivir hubo dedicación, esmero, mucha fidelidad a ti mismo, en la rectitud y respeto a tus principios, en lo humano de tus actos, en la expresión de tus virtudes y debilidades, en tus éxitos y equivocaciones; mas sobre todo, hubo capacidad de reflexionar, de rectificar, de enmendar. Y, allí estuvo siempre ella, para escucharte, para leerte, para que te permitieras llorar.
En estos días, al leer un ensayo de Alain Finkielkraut sobre La mancha humana de Philip Roth, encontré esta cita en boca del personaje femenino, Faunia Farley: «Eso es lo que ocurre –dijo Faunia– cuando se ha sido educado por un hombre. Eso es lo que ocurre cuando ha estado uno rodeado de individuos como nosotros. Es la mácula del hombre. […] Dejamos una mácula, dejamos un rastro, dejamos nuestra huella. Impureza, crueldad, sevicia, error, excremento, simiente… No puede uno evitarlo cuando viene al mundo. […] La mácula está en cada uno de nosotros. Para siempre, inherente, constitutiva. […] Por eso lavar esa mácula no es más que una broma. Incluso una broma bárbara. El fantasma de la pureza es terrorífico. Demente. ¿Qué es la búsqueda de la purificación sino una impureza más?» En ti no hubo engaño, embustes, ni teatro. No hubo representación, ni trasfondos escondidos. Fuiste un venezolano que atravesó la Historia del siglo xx de su país, escribiendo la historia de su travesía personal. Viviste con honradez y plenitud. Gozaste y sufriste fracasos y triunfos, la huella de tus aciertos y tus desatinos.
Tío, quisiera agradecerte lo mucho que quisiste y protegiste a tu hermana, y a mi hermana. De mí, sé que por momentos te preocupaba el no verme «enseñoreada». Descuida, me bandeo aún sin una mano de corazón inteligente como la tuya, que enderece mis líneas torcidas de mujer zurda, me sostenga en el vuelo, me aterrice. Lo intento, escribo. «Atrévete a inventar cada día de tu vida… y así hallarás la hora de crear en cada instante», copié de tu diario fechado 29 de mayo de 1993.
Estas pocas palabras mías de hoy, son formas que pretenden mostrar el fondo, hacer visible el amor invisible, rendir homenaje a un humanista de alma, hombre en sus logros y sus errores, pensador libre, y jardinero de oficio. Junto a ellas, te develo mi verdadera intención, ofrecerte mi exaltación a ella, a Lucía. Quizá, y con razón, pensarás que soy torpe al escribir, me quedo corta en alabanzas, no la retrato con exactitud, porque así suele suceder al hablar de una mujer recatada, sin aspavientos, de minucioso quehacer de trastienda, sus atributos no se ven a simple vista. Solo ella los conoce, los despliega en privado y la reconfortan en su interior. Son los hombres públicos los que reciben más espacio en la tarima, más aplausos y abucheos. Pero, me pregunto, ¿acaso no es la ubiquidad característica de lo invisible? Arropa, calla, como el aire, el soplo que nos mantiene vivos. Ella mantuvo una noción de centro en tu vida. Fue contención y mesura. Paciente, arrancó de tu esplendoroso jardín la mala hierba de los pesares que te hicieron sufrir silente. Y, cuando habías dejado tu impronta y ya los otros no notaban tu presencia; cuando dejaste de ser sol de mediodía y la luz comenzó a ponerse tras los árboles sembrados, los innumerables folios y tu traviesa folía, te acompañó en el ocaso. ¡Esa hora tan hermosa!, que enloquece al más cuerdo, anticipa el anhelado silencio de la noche, asoma el susto de las tinieblas, pero también promete la luz de un sueño, más verdadero. Ella fue la mujer que amaste y te amará hasta el día en que exhale su último suspiro.
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