José Olivar || Cuando las instituciones funcionan los ciudadanos aplauden
José Alberto Olivar (*)
jeremias570@hotmail.com
Hace veinte años atrás, exactamente al mediodía del 20 de mayo de 1993, un grupo de manifestantes agolpados en los alrededores de la entonces Corte Suprema de Justicia, saltaron de alegría al darse a conocer un veredicto ansiosamente esperado. Basta recordar, entre las imágenes publicadas por la prensa al día siguiente, la de una anciana de muy avanzada edad, figura encorvada y cabellera blanca, sosteniendo un asta con la bandera de Venezuela, expresando su emotiva complacencia.
Para quienes la historia de Venezuela es sólo un fardo de lugares comunes y/o cantera de fracasos, resulta inverosímil detenerse a reflexionar lo que representaba en esencia aquella composición gráfica, captada en momento tan estelar.
Venezuela atravesaba por un proceso de descomposición política donde las instituciones habían caído en el foso de la incredulidad, aunado a un elevado grado de descomposición moral y ética. La solidez que por muchos años mantuvo el sistema democrático se encontraba resquebrajado, azuzado por una profunda crisis económica y graves desajustes sociales.
Desde el 27 de febrero de 1989 al 20 de mayo de 1993, es decir, durante cuatro años dos meses y veintitrés días, Venezuela vio atravesar la más aguda fase de la crisis económica desatada a raíz del viernes negro de 1983 que acentuó de manera desproporcionada los niveles de pobreza de la población. El descontento social fue agudizándose, quedando en evidencia en la cantidad de movilizaciones puestas de manifiesto en el país. Aproximadamente, más de tres mil hechos de masas, entre paros, marchas cacerolazos, incorporaron a centenares de venezolanos a expresar de viva voz su protesta enardecida.
Para algunos, resultaba imperativa la necesidad de recobrar la calma y la estabilidad suficiente a fin de garantizar, sin mayores contratiempos, la realización del proceso electoral en puertas y la consecuente entrega del poder a un nuevo gobierno surgido de la voluntad popular. Poco a poco fue cobrando cuerpo la percepción en torno a que el presidente Carlos Andrés Pérez personificaba por sí solo la crisis. Todo hacia pensar que su salida del poder por vía distinta a la violenta, permitiría superar la tremenda situación reinante.
Una denuncia periodística puso en marcha el roído engranaje institucional que finalmente dio con la solución jurídica a la situación política. La presión en la calle y los conciliábulos de poder hicieron posible lo impensable, manejar a ciencia cierta la carta de un enjuiciamiento en contra del Presidente de la República que lo separara del poder.
La suerte estaba echada, la resignación presidencial lucía melodramática. Ese 20 de mayo la plenaria judicial declara con lugar el antejuicio de mérito, colocando en manos del Senado de la República, la decisión de autorizar o no la continuidad del procedimiento jurídico.
Al conocerse la decisión tribunalicia, manifestaciones de júbilo se suceden en todo el país, era la reacción de una ciudadanía que a lo largo del quinquenio había hecho sentir su malestar, ejerciendo su legítimo derecho a la protesta. No se trataba de una confrontación meramente subversiva, sino de una reacción en masa de la gente martirizada por el alto costo de vida, el desempleo y la ineficiencia de los servicios públicos.
Más allá de las interpretaciones simplistas del presente que sólo buscan batir récords de ventas editoriales o que en el peor de los casos obedecen a la pretensión de reivindicar figuras nefastas de nuestra historia, es conveniente subrayar que no “todo tiempo pasado fue mejor” y menos aún tiene sentido esa falsa conseja en torno a que “éramos felices y no lo sabíamos”.
Muy por el contrario, nosotros no dudamos, como bien lo apuntó el historiador Manuel Caballero, en calificar la defenestración legal de Carlos Andrés Pérez como “...el primer triunfo del Estado liberal” en Venezuela, en razón de la correcta aplicación de aquella máxima, hoy impúdicamente pisoteada, de la separación de poderes.
Quienes hoy por hoy se horrorizan por lo ocurrido hace veinte años atrás, olvidan los pesares y angustias vividas bajo un régimen carcomido por la corrupción y la indolencia. No fue culpa de la Democracia el que sus instituciones quedaran a merced de fanáticos y aventureros, sino de sus conductores que no aprovecharon la ocasión para emprender las rectificaciones profundas que el país exigía. El fruto de esa ceguera hizo que la ciudadanía pasara del aplauso expectante a la siesta de la autocracia y el fascismo.
(*)Doctor en Historia Universidad Pedagógica Experimental Libertador Instituto Pedagógico de Caracas
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