Casa de la Estrella. Donde nació la República libre y soberana de Venezuela en 1830.

Casa de la Estrella. Donde nació la República libre y soberana de Venezuela en 1830.
Casa de la Estrella, ubicada entre Av Soublette y Calle Colombia, antiguo Camino Real donde nació la República libre y soberana de Venezuela en 1830, con el General José Antonio Páez como Presidente. Valencia: "ciudad ingrata que olvida lo bueno" para el Arzobispo Luis Eduardo Henríquez. Maldita, según la leyenda, por el Obispo mártir Salvador Montes de Oca y muchos sacerdotes asesinados por la espalda o por la chismografía cobarde, que es muy frecuente y característica en su sociedad.Para Boris Izaguirre "ciudad de nostalgia pueblerina". Jesús Soto la consideró una ciudad propicia a seguir "las modas del momento" y para Monseñor Gregorio Adam: "Si a Caracas le debemos la Independencia, a Valencia le debemos la República en 1830".A partir de los años 1950 es la "Ciudad Industrial de Venezuela", realidad que la convierte en un batiburrillo de razas y miserias de todos los países que ven en ella El Dorado tan buscado, imprimiéndole una sensación de "ciudad de paso para hacer dinero e irse", dejándola sin verdadero arraigo e identidad, salvo la que conserva la más rancia y famosa "valencianidad", que en los valencianos de antes, que yo conocí, era un encanto acogedor propio de atentos amigos...don del que carecen los recién llegados que quieren poseerlo y logran sólo una mala caricatura de la original. Para mi es la capital energética de Venezuela.

miércoles, 4 de septiembre de 2013

El que con su autoritarismo, violencia, y abusos de poder, pretende excluir, mancillar y ofender a las personas por sus diferencias políticas, sociales, raciales, económicas, culturales o religiosas, está actuando de un modo inhumano y violando su propia dignidad y la dignidad de los demás


TODOS SOMOS IGUALMENTE DIGNOS

El Universal 3 de agosto de 2013 pág. Opinion 3-7
ley_igualdad_0Como seres humanos, todos somos dignos y merecemos respeto y reconocimiento sin importar la raza, la religión, la condición social o sexual, la nacionalidad o el pensamiento político. La dignidad humana es la conciencia viva del valor no negociable de cada persona. A esta realidad radical se refirió el discípulo de Mounier, Jacques Maritain, en la reunión de los hombres convocados por Naciones Unidas (1948) para hacer un código ético para todos los pueblos de la tierra después de la Segunda Guerra Mundial. Cuando no era posible ponerse de acuerdo sobre un principio que los convocara a todos con sus religiones y filosofías políticas distintas, Maritain puso sobre la mesa una frase en la que todos estuvieron de acuerdo: “TODOS LOS SERES HUMANOS TIENEN IGUAL DIGNIDAD”. Sobre esta frase se construyeron los pactos internacionales de derechos humanos.
A esta dignidad se refería Kant, el más influyente filósofo de la modernidad, cuando estableció el principio de que “Ninguna persona puede ser utilizada por otra porque cada persona es un fin en sí misma”, y retomó en su ética la regla de oro que tiene su origen en la más profunda antigüedad de la historia: “No hagas a los demás lo que no quieres que te hagan a ti” o, en su versión positiva, “trata a cada uno de los demás como quieres que cada uno de los otros te traten a ti”.
Si bien la postmodernidad relativiza hoy todos los valores y niega todos los principios y absolutos, debemos afirmar con fuerza  que sí hay un absoluto, un absoluto que todos compartimos, todas las mujeres y los hombres, y todos los pueblos; ese absoluto es la dignidad humana. Dignidad que se experimenta de manera diferente en la originalidad de cada persona y de cada  pueblo, pero que siempre es el mismo referente.
Dignidad humana que, como plantea el Padre Roux, Provincial de los jesuitas de Colombia,  “nada tiene que ver con la estupidez del egoísmo y la soberbia, ni tampoco  con los honores y las condecoraciones. Esta dignidad es absoluta en cada persona porque la tenemos todos por el simple hecho de ser humanos. En ella no dependemos de nada ni de nadie. Porque no la hemos recibido del Estado, ni del Presidente, ni de la iglesia, ni de la familia. Esta dignidad es absoluta porque la dignidad no puede crecer.
Es igual para todas y todos siempre. No tiene más dignidad un doctor que un analfabeta, un empresario que sus obreros; no se acrecienta ni con el dinero, los títulos o los cargos. No tiene más dignidad que los demás un alcalde, ni un ministro, ni un presidente, ni el Papa, a quien le recuerdan al ponerle la tiara que es “siervo de los siervos de Dios”. Igual dignidad tiene un creyente que un ateo, un  maestro que un alumno, un santo que un asesino. Por ello, esta dignidad nos pone a todos en igualdad de condiciones ante las leyes. Por ello, podemos afirmar que si la administración de justicia no es igual para todos, no existe la justicia; si  a algunos se les niega o impide el derecho a expresarse, no existe la libertad”.
Esta dignidad tampoco puede disminuir. No baja porque la persona se descubra con sida, o porque la lleven a la cárcel, o porque la condenen a muerte. Por eso se exige siempre para el que está en cautiverio un trato digno y el debido proceso.
De ahí la urgencia de trabajar por una cultura y una forma de asumir la política que respete la dignidad absoluta de cada persona. El que con su autoritarismo, violencia, y abusos de poder, pretende excluir,  mancillar y ofender a las personas por sus diferencias políticas,  sociales, raciales, económicas,  culturales  o religiosas, está actuando de un modo inhumano y violando su propia dignidad y la dignidad de  los demás.
Tomado del blog de  ANTONIO PÉREZ ESCLARÍN
EDUCAR ES ENSEÑAR A AMAR 

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