Hoy y Después en Valencia
Alfredo Fermín
afermin@el-carabobeno.com
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En estos días estuvimos en la casa de Porlamar donde transcurrió nuestra infancia. La calle Doña Isabel, nombre que lleva en memoria de la cacica guaiquerí madre de Francisco Fajardo, perdió su ambiente apacible por la violencia de jóvenes que se disputan el mercado de la droga. La policía les incauta la hierba y los polvos y se los lleva a un penal cercano, pero tienen dinero como para salir en libertad a los pocos días.
Cuando salen de la cárcel dicen que no estuvieron castigados porque en el Penal de San Antonio el pran que apodan "El Conejo", supuestamente amigo de la ministra Iris Varela, tiene piscina, galleras, casino y discotecas donde “se arman rumbas hasta el amanecer. Y si te bajas bien de la mula, te dan permiso para salir".
Los motorizados, que pasan por la calle disparando con relucientes armas, acabaron con la antigua tradición de sentarse a conversar frente a las casas. La gente se encierra desde temprano y, sin embargo, no está segura, porque los malandros se meten en las casas por los techos buscando que llevarse, una plancha, un televisor, un computador, para cambiarlos por drogas.
Para los que viven en la isla, la vida no es nada fácil. No es lo mismo ser turista que residente. El agua llega dos veces a la semana por raticos, la electricidad se va a cada rato y el desempleo crece por la superpoblación, especialmente de gente que va del estado Sucre buscando trabajo.
A pesar del peligro, con nuestra hermana Zoraida y sus hijas Nora Beatriz, Ana Cecilia y Ursula nos sentamos, como en los viejos tiempos, frente a nuestra querida casita pintada de rosado antiguo con verde botella, colores que tenía la mansión de don Alfredo Boulton en Pampatar, hoy convertida en una sala de fiestas después que la despojaron de los tesoros de arte colonial que la adornaban.
De niño solíamos estar frente a esta casa, en las tardes, cuando pasaban bandas de aves rumbo al sur de la isla y preguntábamos a mamá ¿a dónde van esos pájaros? Ella siempre decía que iban a dormir al Lago de Valencia. ¿Por qué se van para allá? preguntábamos y nos respondía: “Porque allá hace fresco y aquí hace mucho calor”. Entonces, con ingenuidad infantil, preguntábamos ¿por qué no nos vamos para allá para no asarnos aquí con tanto sol? La respuesta fue siempre : ”Cuando seas grande vivirás en Valencia”. Mamá se fue muy joven y no pudo constatar su premonición.
En nuestra calle vivían las principales empanaderas que vendían sus gustosos pasteles en el antiguo mercado y en los alrededores de la Plaza Bolívar. Nos encantaba observar cómo Julia y Nicha, las más diestras en el oficio, preparaban la masa de maíz pilado y molido, mucho antes de que se inventara la harina Pan. Ellas tenían el secreto, que no revelaban, de echarle un cambur maduro y una cucharadita de polvo de hornear Royal, por lo cual sus empanadas era más crujientes y se vendían más rápido que las de las otras.
Placer Gastronómico
En esta casa, donde converso con mi hermana, teníamos muchas carencias. Pero, como cosa extraña, no conocímos el hambre. Nuestra comida era sencilla pero sabrosa. Había razones para ello. Mamá se había criado con una familia pudiente que le dio permiso para que aprendiera a leer y a escribir con las monjas Ursulinas que los comerciantes libaneses llevaban desde la isla Saint Martin para que educaran a sus hijas. Las religiosas francesas daban catequesis y enseñaban oficios a las niñas pobres los sábados y domingos. Mamá aprendió a cocinar con ellas. Tenía el secreto de sacarle sabores a los pescados más baratos: bagre, sapos y loros que se perdían en la playa.
Sus habilidades de cocinera refinada hacía que se la disputaran en las casas de familia. Era famosa su gallina rellena con arroz, nueces, peras y carne de cochino molida, para la cena de Navidad. El trabajo era inmenso porque no tenía horno, por lo cual colocaba la gallina en un caldero sobre un anafre con carbones y le colocaba brasas sobre la tapa, durante largas horas. El resultado eran verdaderos manjares que nosotros no probábamos y por los cuales ella no cobraba a sus antiguos patrones, porque le daba pena.
Para nosotros mamá preparaba “corbullón”, un plato de pescado blanco guisado con ajo, cebolla, ají dulce y tomate con bolitas de masa; torticas de ocumo rallado mezclado con huevo fritas con manteca de cochino y una natilla rociada con caramelo de azúcar que ella, recordando a las monjas, llamaba graciosamente ”crema brulé”.
Cuando mamá no pudo seguir cocinando, afectada por un tumor en el cerebro, seguimos comiendo sabroso gracias a la Providencia. Teníamos de vecina a la cocinera de Arturo Fontúrvel, hermano de Críspulo Benítez Fontúrvel, obispo de Barquisimeto, y empresario de panaderia. Sabiendo de nuestras necesidades, la buena mujer depositaba en una lata grande de leche lo que quedaba de la lujosa mesa y nos lo llevaba en la noche. Asado exquisito, pedazos de langosta, pescado horneado, gallina sudada, ensaladas y arroces iban en aquel prodigioso regalo con el que nos alimentamos durante mucho tiempo.
Pero resulta que en el vecindario había otras mujeres que habían sido cocineras en casas de familia y aprendieron a preparar platos suculentos de la antigua cocina margariteña: pata de res, asadura y frijoles blancos con carne de cochino salpresa, que ahora son difíciles de saborear porque, según dicen, dan mucho trabajo
La buena comida siempre nos ha llegado como por arte de magia. Estando más grandes, estudiando en el liceo, nos tocó en suerte tener como tías afectivas a María Teresa y Antonieta Aguilera Alfonso, a quienes los domingos, familias libanesas amigas: Hobaica, Abouhamad y Bichara, les enviaban platos de comida árabe: kipe crudo, horneado o frito, tabule, kafta, tabaquitos de repollo, hojas de parra y variedades de dulces que comíamos en exceso porque ellas eran de poco comer.
Se nos olvidaba que al lado de nuestra casa vivía Fernanda de Vizcaíno, quien había sido cocinera de la familia Maneiro, descendientes del prócer Manuel Plácido Maneiro, firmante por Margarita del Acta de la Independencia en 1811, y hacía todo el año hallacas maravillosas, que en ese tiempo llamaban pasteles, torrejas, melcochas, buñuelos y un ponche crema cuya receta, según decía, explotó Eliodoro González.
En fin, hoy optamos por los recuerdos, que parecen estar de moda.
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