Casa de la Estrella. Donde nació la República libre y soberana de Venezuela en 1830.

Casa de la Estrella. Donde nació la República libre y soberana de Venezuela en 1830.
Casa de la Estrella, ubicada entre Av Soublette y Calle Colombia, antiguo Camino Real donde nació la República libre y soberana de Venezuela en 1830, con el General José Antonio Páez como Presidente. Valencia: "ciudad ingrata que olvida lo bueno" para el Arzobispo Luis Eduardo Henríquez. Maldita, según la leyenda, por el Obispo mártir Salvador Montes de Oca y muchos sacerdotes asesinados por la espalda o por la chismografía cobarde, que es muy frecuente y característica en su sociedad.Para Boris Izaguirre "ciudad de nostalgia pueblerina". Jesús Soto la consideró una ciudad propicia a seguir "las modas del momento" y para Monseñor Gregorio Adam: "Si a Caracas le debemos la Independencia, a Valencia le debemos la República en 1830".A partir de los años 1950 es la "Ciudad Industrial de Venezuela", realidad que la convierte en un batiburrillo de razas y miserias de todos los países que ven en ella El Dorado tan buscado, imprimiéndole una sensación de "ciudad de paso para hacer dinero e irse", dejándola sin verdadero arraigo e identidad, salvo la que conserva la más rancia y famosa "valencianidad", que en los valencianos de antes, que yo conocí, era un encanto acogedor propio de atentos amigos...don del que carecen los recién llegados que quieren poseerlo y logran sólo una mala caricatura de la original. Para mi es la capital energética de Venezuela.

domingo, 5 de mayo de 2013

Los diputados agredidos fueron víctimas de la ferocidad del agónico chavismo porque representan y de manera muy destacada las fuerzas emergentes de la nueva Venezuela que comienza a ocupar la escena mientras ellos, la representación de la barbarie más reaccionaria y polvorienta, se hunden en el pantano que les legara el caudillo recién desaparecido y ya en trance de un ominoso olvido.


Notitarde  TANGENTE 04/05/2013 

Poder, legitimidad, represión



Antonio Sánchez García
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Conocí a Julio Borges en los comienzos de Primero Justicia y tuve el inmenso placer de compartir nuestro trabajo político como miembros de la Comisión Política de la Coordinadora Democrática. Solíamos sentarnos en las cercanías, para ir comentando los avatares de esas interminables y fastidiosas sesiones, que duraban días enteros. Del otro lado de la larga mesa, rodeada por más de cuarenta comensales de las más distintas y heterodoxas procedencias, nos comunicábamos por señas con uno de los venezolanos más honorables que haya tenido el honor y la fortuna de conocer: Alejandro Armas. Otro amigo entrañable. Julio fue la primera percepción que tuve de que en sus manos y las de sus compañeros generacionales estaba el futuro de Venezuela. Y departiendo en mi casa, donde solía visitarme, le dije más de una vez que se fuera preparando y no olvidara el ejemplo del para mí más grande venezolano del Siglo XX: Rómulo Betancourt, que llegara al poder a los 37 años. Su misma edad de entonces.

A María Corina, a la que con mi esposa hemos admirado profundamente desde que apareciera en nuestras vidas, la conocí en esos tiempos del sonido y la furia, cuando la sociedad civil salía a las calles hirviendo de indignación por la salvajada castrochavista del 11 de abril y se preparaba a revocar al autócrata, sin siquiera presentir que se encaminaba inconsciente a una espantosa celada. La vi por primera vez en una casa de Campo Claro donde preparábamos la recolección de firmas para exigir la realización del Referéndum Revocatorio y a la que ella colaboraba con su novel organización, Súmate. La vi pocos días después acompañando una de nuestras multitudinarias marchas, cuaderno en mano, recolectando firmas. Desde entonces acompañé su meteórico y merecido ascenso en el firmamento opositor, del que hoy es, sin ninguna duda, una de las figuras más rutilantes.

A Ismael García lo vine a conocer muchos años después, atravesando por las circunstancias ese espinosa armadura de rudeza y timidez con que suele protegerse de estos campos minados de la aviesa política venezolana. Lo acompañamos a él, a Juan José Molina y a Wilmer Azuaje a Washington, junto a Milos Alcalay y Mauricio Poler, por encargo de la comisión internacional de los partidos opositores, entonces presidida por Felipe Mujica. Fueron cuatro días de intensas entrevistas con senadores demócratas y republicanos, miembros de organizaciones de derechos humanos y diplomáticos de la OEA. Durante las cuales no solo nos reunimos con los hijos de Rafael Díaz-Balart, sino con destacados expertos norteamericanos sobre Venezuela y América Latina. Y last but not least, con el flamante embajador de Panamá en la OEA, Guillermo Cochez, que se convertiría en el caballero andante de este épico combate por la libertad. Creo haberme acercado entonces al corazón de un hombre noble, humilde y combativo, que debía transitar el difícil y pedregoso camino del chavismo ultra militante a la pugnaz oposición democrática antichavista. Un camino que me atrevo a afirmar, cumplió con coraje y dignidad.

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No han sido ellos tres, junto a los otros agredidos, blancos de la ira, el odio y la salvaje violencia del castro comunismo chavista que hoy usurpa las curules de un parlamento que fuera grande, culto y noble hasta esta irrupción de la barbarie, por azar. Ni el asalto del que fueran víctimas propiciatorias fue espontáneo, producto de una indignación de circunstancia. Fueron víctimas de la ferocidad del agónico chavismo porque representan y de manera muy destacada las fuerzas emergentes de la nueva Venezuela que comienza a ocupar la escena mientras ellos, la representación de la barbarie más reaccionaria y polvorienta, se hunden en el pantano que les legara el caudillo recién desaparecido y ya en trance de un ominoso olvido.

Julio Borges ha creado de la nada un gran partido, en el que milita un gran candidato y un gran líder, sin los cuales es impensable el nacimiento de la nueva Venezuela, cuyo parto provoca estos dolores y estas tribulaciones aparentemente irracionales. María Corina Machado representa la renovación política e ideológica de una Venezuela abierta a la modernidad, justa, productiva, imaginativa y responsable de su propio destino. Amén de ser la venezolana más destacada de entre las mujeres de la Patria, a quienes se le debe gran parte de nuestra historia. E Ismael García encarna la tentación permanente del abandono del delirio y el reencuentro solidario con la gran Venezuela de todos. La que entre todos hicimos grande. Y la que entre todos volveremos a engrandecer. Es el ejemplo que debe aterrar a los hampones que heredaron el coroto. Con más que suficientes razones.

Nada de lo que nos sucede es casual, producto del infortunio o de muy desgraciadas circunstancias. Venezuela nació para dirigir y orientar al continente. Las fuerzas del odio, la maldad y la barbarie no permitirán que vuelva a sacar cabeza. De allí el castigo a quienes lo están haciendo posible. Vaya a ellos nuestro eterno agradecimiento.

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Atravesamos por el momento más crucial de estos 14 años de crisis de excepción. Muerto el único sostén del régimen, que encarnaba en sus atributos caudillescos su propia legitimidad, entramos a sufrir los embates del interregno: acefalía absoluta de un poder asentado en el consenso. Ya Bolívar, nuestro contradictorio dios tutelar, en pugna con quienes desde Cariaco intentaron el utópico esfuerzo por reconstruir la perdida república sobre bases estrictamente civiles – imposible olvidar el maravilloso intento de los próceres orientales de la mano de Santiago Mariño y del presbítero Cortés de Madariaga – lo dijo con todas sus letras: “En Venezuela no manda el que quiere, sino el que puede”.

Como el menguado heredero mandar no puede, aunque quiera, se ve en la molesta obligación de echar mando de la vieja fórmula de los desesperados: el ejercicio de la violencia bruta. La fórmula no es compleja ni muy novedosa: a menor legitimidad, mayor represión. La han formulado a su manera todos los grandes pensadores de lo político. Desde Platón, que creía que mientras más sabio y ponderado fuera el tirano, mayor sería la aceptación de sus súbitos, hasta Gramsci, para quien la ecuación hegemónica era variable según lo asentado que estuviera el Poder en las instancias espirituales que anclan el sistema de dominación en lo que él llamaba la Hegemonía. A menor consenso – aceptación tácita o explícita del poder por parte de las fuerzas sociales – mayor represión. Y viceversa.

Desde que existe la historia, la monarquía ha sido el régimen más perdurable conocido por el hombre: duró de hecho desde los albores de la humanidad hasta la Revolución francesa. Y en el occidente judeo cristiano, o greco romano, la monarquía tuvo una profunda raigambre por la supuesta legitimación divina. Si el monarca era el encargado por Dios de regular y dirimir los conflictos terrenos, su potestad se asentaba en la total legitimidad. De allí que al fracturarse la ideología de la divinidad del monarca, tendría que convocarse de urgencia al Estado para dirimir lo que Thomas Hobbes llamaba “bellum omnia contra omnes”: “la guerra de todos contra todos.

Donoso Cortés, un colosal constitucionalista, político y diplomático español, previó al fragor del espanto de la revolución europea de 1848, que la desaparición de la legitimación divina acarrearía los peores conflictos y las tiranías más aterradoras de la historia humana. Fue, junto con Kierkegaard, el más luminoso y profundo crítico de su tiempo. Previó que esa ausencia de legitimidad trascendente, acompañada del progreso técnico – la locomotora, los barcos a vapor y las telecomunicaciones – abrirían el planeta para los aterradores totalitarismos y las guerras mundiales del siglo que venía. Productos de un hecho aparentemente intrascendente: Dios había muerto.

Bajo la democracia, diría uno de los discípulos de Donoso Cortés, el constitucionalista alemán Carl Schmitt, descansa el monarca. Y bajo el monarca, diría Voltaire, reposa un mercenario. En el fondo del poder yacen Caín y Abel, la nuda vita, la espada. Lo político como el enfrentamiento amigo-enemigo y la muerte atroz, el único temor de los tiranos.

Lo sucedido el pasado lunes en la Asamblea Nacional, producto directo de la desaparición del caudillo – el zarrapastroso monarca del subdesarrollo – ha puesto al régimen ante la cruda desnudez de su ilegitimidad. Chávez fue la única legitimidad del chavismo y su sedicente Quinta República, que ya hace mutis. Vuelve el poder a la orfandad del interregno y los mercenarios a sus espadas. Temo que la desnudez de toda legitimidad despierte las feroces apetencias de los chacales. Y Caín renazca de sus cenizas.

La única legitimidad que sobrevive es la razón del derecho. Aherrojado por una auténtica justicia del horror. Los demócratas tienen la pesada responsabilidad de hacerlo valer. O nos hundiremos en los abismos.

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