Casa de la Estrella. Donde nació la República libre y soberana de Venezuela en 1830.

Casa de la Estrella. Donde nació la República libre y soberana de Venezuela en 1830.
Casa de la Estrella, ubicada entre Av Soublette y Calle Colombia, antiguo Camino Real donde nació la República libre y soberana de Venezuela en 1830, con el General José Antonio Páez como Presidente. Valencia: "ciudad ingrata que olvida lo bueno" para el Arzobispo Luis Eduardo Henríquez. Maldita, según la leyenda, por el Obispo mártir Salvador Montes de Oca y muchos sacerdotes asesinados por la espalda o por la chismografía cobarde, que es muy frecuente y característica en su sociedad.Para Boris Izaguirre "ciudad de nostalgia pueblerina". Jesús Soto la consideró una ciudad propicia a seguir "las modas del momento" y para Monseñor Gregorio Adam: "Si a Caracas le debemos la Independencia, a Valencia le debemos la República en 1830".A partir de los años 1950 es la "Ciudad Industrial de Venezuela", realidad que la convierte en un batiburrillo de razas y miserias de todos los países que ven en ella El Dorado tan buscado, imprimiéndole una sensación de "ciudad de paso para hacer dinero e irse", dejándola sin verdadero arraigo e identidad, salvo la que conserva la más rancia y famosa "valencianidad", que en los valencianos de antes, que yo conocí, era un encanto acogedor propio de atentos amigos...don del que carecen los recién llegados que quieren poseerlo y logran sólo una mala caricatura de la original. Para mi es la capital energética de Venezuela.

domingo, 19 de agosto de 2012

A nadie, en ninguno de los dos sectores de la sociedad venezolana, salvo a los sectarios más recalcitrantes, quienes no cuentan más allá que las criaturas del establo, escapa la percepción según la cual Herman, Ernesto, Miguel y Juan Carlos, son los chivos expiatorios de errores ajenos, las víctimas de sórdidas intrigas cortesanas, codicias impensables y malsanas envidias.


"El Carabobeño" 19 agosto 2012

La justicia de Hamlet y Econoinvest

 Alejandro Oliveros   
Para NS, quien me animó a escribirlo 
A comienzos del tercer acto de Hamlet, el malestar del Príncipe de Dinamarca, ante su incapacidad para llevar a cabo la venganza que le ha sido encomendada, alcanza niveles insoportables. En el más difundido de los soliloquios del teatro occidental, el atormentado protagonista enumera las  graves afrentas a las que el hombre puede ser expuesto. Habla de los abusos del opresor, los azotes y burlas de la edad, los castigos de un amor ingrato, la insolencia del poder, los insultos del indigno o el desprecio del orgulloso. 
En segundo lugar, menciona la “tardanza de la justicia”, “the law”s elay”. El noble heredero, hasta donde sabemos, nunca estuvo preso. Y, ciertamente, no es necesario haber estado detenido para presumir que la privación de la libertad, como la enfermedad o la desaparición física, es una de esas “situaciones límites”, origen de toda filosofía, de las que hablaba el existencialismo de Karl Jaspers. 
 La ausencia de libertad puede ser resultado de una transgresión o de un error de los organismos de seguridad. Para enfrentar ambas contingencias, la sociedad inventó las leyes. De acuerdo con la gravedad de la falta, o en su ausencia, las instituciones preveían el tiempo de detención del individuo o su liberación. Tempranamente, el legislador entendió que la justicia, como puro sustantivo, no era suficiente. 
 En uno de los pocos casos en los cuales la adjetivación es inobjetable, se agregó que la justicia tenía que ser “rápida”. Y esta es la esencia de la existencia de la justicia, que no se demore, que sea oportuna. 
Cada hora, para no decir día, que la justicia tarde en llegar, se convierte en una negación de sí misma, desmiente su esencia, es un parapeto, letra muerta, negro inútil sobre el blanco de la página. 
 La justicia es una forma de medicina y, como ésta, su valor radica en llegar a tiempo. Lo que está en juego no es un campeonato de dominó, hablamos de la vida de un hombre, de los hombres. 
 Recuerdo al torturado príncipe danés, al enterarme del injustificado, e injustificable, aplazamiento, hace un par de días, del juicio al que tenían que ser presentados cuatro amigos, que fueran, también, mis alumnos durante varios años. De nada parecen ser culpables Herman Sifontes, Ernesto Rangel, Miguel Osío Z. y Juan Carlos Carvallo. Pero, y hay que recordarlo, nunca la inocencia es suficiente en un régimen con vocación totalitaria. 
En sánscrito, la madre de todas las lenguas indo-europeas, que son las nuestras, justicia y bienestar tienen parecida etimología. La ausencia de la primera niega cualquier reflexión sobre la felicidad, las más legítimas y sanas de nuestras aspiraciones, como propuso, con lucidez relegada el buen Epicuro. 
 Esto lo sabía Shakespeare, ciudadano de un Estado absolutista e irrefutable, y se lo recordó a sus contemporáneos a través del melancólico heredero del reino de Dinamarca. Sin la corona, las fronteras entre absolutismo y totalitarismo son las más borrosas. 
A nadie, en ninguno de los dos sectores de la sociedad venezolana, salvo a los sectarios más recalcitrantes, quienes no cuentan más allá que las criaturas del establo, escapa la percepción según la cual Herman, Ernesto, Miguel y Juan Carlos, son los chivos expiatorios de errores ajenos, las víctimas de sórdidas intrigas cortesanas, codicias impensables y malsanas envidias. 
Es lo único que explica los 730 días de detención no poco cruel y abusiva. Hablan los acusadores, cada vez con menos convicción de supuestas violaciones a la ley, de componendas sin ética y maniobras ilegales. Como siempre con los que no tienen razón, los fiscales se salen de contexto, no les importa lo importante, desestiman lo que cuenta y dan vuelta fuera del eje. 
 Dejan de lado lo que no puede ser soslayado. Como que a la empresa de cuya directiva forman parte los imputados, Econoinvest, Venezuela le debe el más generoso estímulo al fomento de las actividades culturales de la última década. No es lo más frecuente que una institución privada destine, sin fines de lucro, parte de sus fondos a la publicación y distribución de más de cien libros de la mejor literatura venezolana. 
O que, durante una docena de años, se haya dedicado a la recuperación  y conservación de la memoria fotográfica de un país sin ningún  tipo de memoria. No deben ser muchas las instituciones culturales que no se hayan visto estimuladas por estos aportes. Y menos aún nuestras casas universitarias, públicas o no. Pero de estas actividades no quieren oír hablar los inquisidores. 
Les resulta impensable una gestión signada por el altruismo y la filantropía. Solo los mantiene en pie la promesa borrosa de un futuro cómodo en el desesperado oficio de perseguidores. Padecen de glaucoma, no tienen mirada lateral, solo ven lo que tienen delante y lo miran con los ojos cansados y extraviados de sus capataces. 
No tienen mirada lateral, solo ven de frente y nos es mucho lo que les dejan ver en su triste papel de acólitos. Niegan todo lo que sea verdad, alimentan las versiones más deslatadas y creen factible el desprecio a las convenciones jurídicas locales y universales. 
 De la manera más arbitraria e insensata, pretenden desconocer principios consagrados en el derecho universal. El atropello a los cuatro amigos ha ingresado con honores mentidos a la historia universal de la infamia. Al menos así lo ha reconocido la Comisión para los Derechos Humanos de la Organización de Naciones Unidas.
Lauren Bacall En Todo Su Esplendor
Tengo como una de las noches más brillantes de mi vida, aquella en el frío diciembre neoyorquino, a comienzos de los ochenta. En la sala de la Asamblea General de la  ONU se conmemoraba un año más de la Declaración de los Derechos Humanos. Después de escuchar el recital de una de las orquestas más ajustadas de su tiempo, la de la Capilla Estatal de Dresde, y todavía con las notas de la Cuarta Sinfonía de Bruckner brillando como luciérnagas en el espléndido espacio, apareció Lauren Bacall en todo su esplendor legendario para leer, con su voz nocturna como un himno de Novalis, la bien conocida declaración, en cuya escritura participaron notables poetas y escritores. 
 Lo que la Bacall nos leía, con no imperceptible emoción, era el fundamento de toda sociedad humana decente, las premisas de todo humanismo, la justificación de la vida en polis, la refutación de todo tipo de totalitarismo, tropical o nórdico. Se refería a la necesidad existencial de ser libres, de vivir “en situación” de libertad. 
Los que administran lo poco que queda de justicia en Venezuela, deberían volver sobre este texto fundador. Cada día que se sume a estas 730 jornadas infames, de crueldad despreciable, se cargarán a la cuenta de alguien. No prescriben este tipo de violaciones. La fortuna es una dama ciega montada en una rueda inestable. Los que están arriba, los que están abajo. “No me preguntes por quién doblan las campanas”.

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