Casa de la Estrella. Donde nació la República libre y soberana de Venezuela en 1830.

Casa de la Estrella. Donde nació la República libre y soberana de Venezuela en 1830.
Casa de la Estrella, ubicada entre Av Soublette y Calle Colombia, antiguo Camino Real donde nació la República libre y soberana de Venezuela en 1830, con el General José Antonio Páez como Presidente. Valencia: "ciudad ingrata que olvida lo bueno" para el Arzobispo Luis Eduardo Henríquez. Maldita, según la leyenda, por el Obispo mártir Salvador Montes de Oca y muchos sacerdotes asesinados por la espalda o por la chismografía cobarde, que es muy frecuente y característica en su sociedad.Para Boris Izaguirre "ciudad de nostalgia pueblerina". Jesús Soto la consideró una ciudad propicia a seguir "las modas del momento" y para Monseñor Gregorio Adam: "Si a Caracas le debemos la Independencia, a Valencia le debemos la República en 1830".A partir de los años 1950 es la "Ciudad Industrial de Venezuela", realidad que la convierte en un batiburrillo de razas y miserias de todos los países que ven en ella El Dorado tan buscado, imprimiéndole una sensación de "ciudad de paso para hacer dinero e irse", dejándola sin verdadero arraigo e identidad, salvo la que conserva la más rancia y famosa "valencianidad", que en los valencianos de antes, que yo conocí, era un encanto acogedor propio de atentos amigos...don del que carecen los recién llegados que quieren poseerlo y logran sólo una mala caricatura de la original. Para mi es la capital energética de Venezuela.

jueves, 8 de agosto de 2013

"Rayuela: una propuesta para el próximo milenio" por Ednodio Quintero...Este ensayo fue publicado como Prólogo a la Edición Conmemorativa de los treinta años de "Rayuela" de Julio Cortázar, Monte Ávila Editores Latinoamericana, Caracas, 1993.

"Rayuela: una propuesta para el próximo milenio"

 

por Ednodio Quintero

Este ensayo fue publicado como Prólogo a la Edición Conmemorativa de los treinta años de "Rayuela" de Julio Cortázar, Monte Ávila Editores Latinoamericana, Caracas, 1993.
Por Prodavinci | 30 de Julio, 2013


ednodio cortazar texto
1.
¿Encontrará a la Maga? Llamémosla adánica, esa imagen primigenia de Horacio Oliveira caminando por la rue de Seine en un París de ceniza otoñal. Divisa la silueta del Pont des Arts, se detiene para encender un cigarrillo o conversa en etrusco con un gato, y ya lo vemos subir los peldaños del puente. Pero esta vez no encontrará a la Maga, pues aunque sabe que buscar es su signo, a esa mujer descifradora de enigmas, a esa criatura que ha entrado en su vida como una llama dulce que lame las rodillas y los huesos, a ella la ha encontrado siempre sin buscarla. Ya desde las primeras líneas, cualquiera que hayan sido los senderos elegidos por el lector en esta novela laberinto, el tono fascinante de la escritura de Julio Cortázar nos envuelve en una red de hilos invisibles, nos cubre como un manto de luz opalina y neblinosa en el cual podríamos quedarnos cómodamente para soñar. Perohojo, hipócrita lector, mon frère¡hojo habisor!, ahí está el Gran Cronopio, disfrazado de demiurgo, testigo, protagonista, filósofo en gorro de dormir, jinete en la silla de un café, dejando que el bicho —la novela— galope a su antojo (No sé por qué mientras comienzo estos apuntes veo una mosca verde de alas transparentes caminar sobre la portada blanca como la nieve de la Poética de Aristóteles), para luego frenarlo con mano de seda o brusquedad de chalán, léase amansador. Ojo por tercera vez —el tercer ojo—, Rayuela  no es una novela para lectores distraídos. Al menor descuido, el niño travieso de ojos azul pizarra te puede poner un barril de pólvora debajo de tu cómodo sillón. La Gran Costumbre saltará vuelta añicos y tus escasas convicciones, cepillo dental y camisa de cuello planchado, no escaparán al cataclismo. Si eres tan ocioso o indulgente como para haber comenzado a leer esta parrafada antes que la novela, te recomiendo que saltes a la casilla 73 donde empieza de verdad verdad el juego. Advierte lo que ahí se dice: «Todo es escritura, es decir fábula». Y una línea más adelante: «Nuestra verdad posible es invención, es decir escritura». Y todas las turas posibles incluyendo la cunicultura, digo yo, que ya me estoy convirtiendo en un comentador impertinente. ¿Y esto, che, qué quiere decir? Llamémoslo pájaro sobrevolando una ola, conejo —para seguir el hilo cunicular— dibujando en su pequeño cerebro de roedor las curvas armónicas de sus saltos, conciencia, conocimiento, lucidez. Pues, ya se sabe, Rayuela es muchos libros o un único e inimitable y sorprendente libro: un objeto fabricado no sólo con palabras, sino con emociones, sensaciones, premoniciones, constelaciones, ones. Hecho de saltos como el juego que lo propicia y lo alienta y lo impulsa y lo cierra magistralmente. Entretejido con hilos de neblina, con piolines de colores atados desde el espaldar de una silla hasta el picaporte de una puerta, con círculos de tiza, en fin con los trazos feroces de una escritura que se niega a sí misma. Testás desmandando, che. Sí, yo también caigo en astucias de escribano, y a este paso, cojeando del pie izquierdo como Jacob después del último round, corro el riesgo de que los editores me manden de paseo y encomienden el prólogo a un escritor serio. Alligator’s smile del Cronopio y cambio de casilla.
2.
¿Un prólogo para Rayuela? Aló, aló. Alguien me quiere tomar el pelo. ¿Acaso esa antinovela formidable necesita de prolegómenos? Cálmese, se lo vamos a explicar. Se trata, señor, de una edición conmemorativa. Treinta años, treinta, de la primera edición. Los editores consideramos la pertinencia de un prólogo. Muy bien, celebro la iniciativa, pero, ¿por qué creen ustedes que yo pueda escribirlo? No soy crítico, no soy… Tal vez por eso mismo; de cualquier manera, no lo vamos a obligar. Decida usted, tiene un mes para pensarlo. Y me quedé con el teléfono en la mano, como si sostuviera un peso muerto. ¿Debo confesar que me temblaron las piernas? Pasó el tiempo y quise olvidarme del asunto. Simulé gripes y ataques de melancolía en un intento vano por zafarme de la tentación. Hojeé uno de los tantos libros dedicados a Cortázar, y el apéndice bibliográfico, que incluía cerca de dos mil referencias (una tercera parte dedicadas a Rayuela), me mareó. Ríos de tinta. Cuántas cosas no se habrán dicho y repetido en aquel maremágnum de papel. Cerré el libro y pensé que de lo único que me he arrepentido alguna vez ha sido de mis omisiones. Y me dije que escribir acerca de un autor, a quien he mantenido siempre en un sitial muy elevado, era, antes que una obligación, un privilegio. Y heme aquí, en la segunda casilla, aún sin brújula ni compás, intentando cumplir un cometido impuesto sólo por la voluntad, el asombro y la admiración.
3.
Si acaso Rayuela (ese torbellino) tiene un eje, éste se centra en la figura de la Maga. Pues todo parece girar en torno a ella. ¿La Maga, criatura de elección? No, por cierto. Porque las Eurídice, Beatriz, Justine no se eligen. Caen como un ladrillo del cielo negro y te rompen el cráneo. A este fenómeno, los occidentales, en su afán por poner etiquetas, le han dado el nombre de amor. Un «sentimiento» que pertenece al campo de la patología, que preludia el desastre y que acentúa, hasta volverlas trizas, las contradicciones. Pero el amor es también un juego, una vía dolorosa hacia el conocimiento, un rito de purificación similar a la cura escatológica recomendada por Heráclito. Dentro de estas coordenadas, móviles e imprecisas, es que quiero situar a la Maga.
a) De la misma manera que encontraba en la calle alambres y cajones de manzanas para construir sus artefactos, Horacio encuentra a la Maga sin haberla buscado. La incorpora a su mundo —al menos hace el intento, se ocupa de su «educación»— y vive con ella un romance que no excluye la desesperación. Comparten su afición por los felinos y los musgos, caen «en hidromurias y en salvajes ambonios»; el tiempo, entre citas en hoteles de mala muerte, paraguas rotos y paseos a través de una ciudad casi irreal, se convierte para ellos en una sustancia huidiza y engañosa. Luego el despertar: Pola París y su equivalente en los celos de Horacio a causa de un Gregorovius paternal. La convivencia previsiblemente desastrosa, olor a pañales, tristeza, Rocamadour. La muerte de Rocamadour. De ahí a uno de los posibles finales de la novela no hay más que un salto: «paf se acabó». Pero ésta no es más que una simplificación empobrecedora y un tanto maniquea, apropiada tal vez para lectores-hembra (como los definiera el propio autor), insatisfactoria y reduccionista. Pues, ¿acaso el pathos del homo occidentalis se resuelve siempre en la locura? La locura como purga del pecado original.
b) Horacio encuentra a la Maga. Se prenda de ella por algún motivo que escapa a la razón, y que él intentará en vano definir. Un fuego que titila como un cocuyo, el reflejo de una llama que arde y parpadea. ¿Acaso la Maga no se llama Lucía, dadora de luz? Horacio reconoce en la Maga su lado escindido (sí, Platón) y se amolda a él con exquisito placer, no sin dolor. Horacio ve o proyecta o imagina en la Maga su ánima (sí, Jung) y se junta a ella en un abrazo reconciliador. Pero es sabido que las formas puras sólo existen en un plano virtual. La condición humana parece estar signada por el movimiento, la mudanza que conduce al abismo o a la entropía, c`est pareil. Horacio, aprendiz de filósofo (como lo caracteriza off record el mismo Cortázar), heredero y depositario de 5000 años de cultura occidental, con su metafísica de bolsillo que incluye una dosis nada despreciable de budismo zen, dinamitero de vocación, homo ludens que duda ante cada jugada y que ve señales y figuras en las grietas de un muro y en las resonancias de una palabra, Horacio encuentra en la Maga la horma de su zapato —para utilizar una metáfora pedestre, de acoplamiento y ajuste, que deje satisfechos a Jung y Platón. Es el mismo Horacio-Cortázar quien lo dice: «Hay ríos metafísicos, ella los nada. ( ) Yo describo y defino y deseo esos ríos, ella los nada». Al infalible Horacio, el cuestionador, el sa-be-lo-to-do, se le mueve el piso. La Maga, no sólo lo desarma con su poder de elipsis que le permite guardar en el puño de su mano una luciérnaga capaz de contener la energía de una estrella, sino que lo lanza —como una tea encendida en la oscuridad— hacia el otro territorio. El territorio de la locura o del conocimiento, c’est pareil. Allí, enceguecido, con los ojos vendados, pues nadie atraviesa impunemente aquel túnel de luz, Horacio, en otro de los finales posibles de la novela, tal vez el más plausible, encuentra alguna forma, no importa que precaria y transitoria, de mantenerse a flote.  Mírenlo si no, sometido a los cuidados de la maga Talita, otra santa Lucía, protectora de los ciegos (sí, hagiografía para lectores del suplemento dominical). Pero, ¿no es ésta otra arbitraria simplificación?
c) Ensayo una tercera —y última. Y la sintetizo al máximo. Invierto el juego, cambio «Cielo» por Hades, me salto todas las casillas, acompaño a Horacio en su descenso. Veo a Orfeo (el que silba) en la morgue del manicomio. ¿Qué hace en aquel Hades refrigerado? A sus espaldas, Talita, a quien había confundido con la Maga, lo acusa de «necrófilo» y lo interroga. De pronto Horacio se percata de que no hay ninguna Eurídice que buscar, abre una de las neveras donde se guardan los orates muertos y saca una cerveza. Fin del sketch. Pongámosle un título antes de cerrar: “El mito y la parodia”.
Cualquier intento por encerrar esta novela dentro de coordenadas conocidas (mito, historia, sociología, tradición) nos dejará siempre insatisfechos. Pues la rayuela que conjura su título no ha sido hecha para ser interpretada, sino para jugarla. Las tres variaciones que he propuesto, centradas en el personaje de la Maga, son apenas una muestra de la complejidad y riqueza de Rayuela, de los múltiples planos en los cuales se mueve su escritura y de la infinidad de figuras que sugiere una lectura libre y desprejuiciada. Cortázar, al apostar por el lector-cómplice, construye una novela que admite tantas lecturas como lectores se acerquen a ella con el espíritu aventurero  del jugador.
4.
Maleable como el mercurio, poliédrica como el diamante, la estructura (vale decir el arreglo de los elementos en un todo) de Rayuela está sustentada en dos pilares básicos: la imaginación y la reflexión.
Cortázar, que se había revelado ya como un cuentista consumado (Bestiario, 1951; Final del juego, 1956; Las armas secretas, 1959) y como un novelista de amplios recursos (Los premios, 1960), despliega en Rayuela todo su arsenal: la imaginación, rigurosamente controlada y vigilada, al servicio de la narrativa y de la nada. Romántico incurable, no cae, sin embargo, en las trampas del romanticismo; se mantiene el borde, como buen equilibrista, y en los momentos de peligro se libra mediante la ironía o la parodia. Aprovecha la mejor veta del surrealismo, aquélla de raíz bretoniana —la más pura, léase «Amor libre»—, y con ella impregna sutilmente los pasajes eróticos. Pero es en la herencia reciente del existencialismo de posguerra donde sus personajes (me refiero en especial  al grupo del Club de la Serpiente) se mueven como peces en una pecera, donde expresan su nihilismo desesperanzador. Tampoco rehuye lo fantástico, presencia constante en su obra anterior, pero es fiel a su propia visión que excluye lo espectral y opta por el extrañamiento: se mantiene dentro de un plano sugerente, como de suspenso, sin dejar que el tigre que ronda por los aposentos enseñe sus colmillos.
El carácter reflexivo de Rayuela —tal vez el mejor logrado en novela alguna escrita en español en lo que va de siglo— se ofrece en dos vertientes que tienen como denominador común la conciencia hipercrítica del narrador. Morelli, el escritor-filósofo, alter ego de Cortázar, vigila desde su «laboratorio», comenta, acota, critica la novela que se está gestando y que se cumple ante la mirada hipnotizada del lector. Despiértese, señor, entre en el juego, salte en un solo pie, arme usted mismo su mecano o váyase a dormir. La novela como obra abierta, el lector cómplice, posibilidades que Cortázar había planteado en sus escritos teóricos diez años atrás, encuentran en Rayuela el espacio apropiado para su concreción, se desarrollan hasta límites insospechados. En relación a Morelli, me permitiré una observación. Éste, que al principio pareciera un recurso del cual echar mano para sustentar el bagaje teórico-crítico del autor, se convierte en personaje. La famosísima noche joyceana de Berthe Trépat y Rocamadour, un auto atropella a Morelli delante del atribulado Horacio, y esta vuelta de tuerca coloca aRayuela en una dimensión distinta, tal vez inédita, lejos de sus fuentes nutricias, pues ¿acaso Sterne o Joyce se atrevieron a tanto?
En un segundo plano, no menos importante, Horacio, en sus soliloquios y en las maratónicas conversaciones con sus pares del Club de la Serpiente, indaga con una voracidad manifiesta en una serie de temas que han sido motivo de constante preocupación para el hombre desde el mismo instante en que éste tuvo conciencia de su «estar sobre la tierra», de su fragilidad y de su desamparo. El destino, el sentido de la vida, la otredad. El nihilismo, al cual nos referíamos más arriba, y que pareciera ser el signo —como la marca al rojo vivo en la frente de Caín— del pensamiento de la segunda mitad del siglo XX, esa doctrina escéptica de la duda y la negación no le impide a Horacio seguir haciéndose preguntas. Oigamos esta reflexión suya en un instante de horror vacuis cuando acaba de contemplar una serie de fotos de la más refinada y cruenta tortura china: «Lo que pasa es que me obstino en la inaudita idea de que el hombre ha sido creado para otra cosa». Tampoco escapan a la inteligencia agudísima del Cortázar narrador (o de su vicario en la novela, Oliveira) los temas de la actualidad, los más recientes hallazgos de la ciencia con su correspondiente cuota de alejamiento de lo humano, y las nuevas relaciones espacio-tiempo, tema de la física moderna que Einstein convirtió en asunto metafísico. En fin, Horacio y sus contertulios discuten dialécticamente acerca de lo humano y lo divino, despliegan el ovillo de su reflexión en cuyo centro está la preocupación más íntima del artista: el acto creador. La antinovela suele ser el núcleo del asunto, y aquí en Rayuela el autor plantea implícitamente una paradoja ejemplar, pues en esa narración que se discute y se afirma y se niega a sí misma, los personajes no tienen «conciencia» de su condición, no saben que son personajes de un soberbio experimento llamado Rayuela, no saben que han atravesado el umbral.
5.
«… no hay mensaje, hay mensajeros y eso es el mensaje». Fuera de contexto, esta frase de Morelli pareciera una sentencia del budismo zen. La idea subyace como un hilo subterráneo a lo largo de la novela, y es quizá esa indeterminación, a la manera de un koán, uno de los mayores atractivos deRayuela. ¿Por qué los biólogos y los físicos y los lingüistas y los astrólogos y los jugadores de ruleta rusa la leen con tanta devoción? ¿Se trata acaso de una novela iniciática? No sabría responder esta pregunta. Sólo en parte, el imán de Rayuela se explica a través del lenguaje: ese formidable aparato verbal que gobierna y articula cada frase y cada párrafo, incluso en aquellas secuencias deliberadamente «mal escritas». Lenguaje, remember «…invención, es decir escritura», que no cesa de sorprendernos, y que le hubiera bastado al Cronopio Cortázar para convertirse en un clásico. Lo otro —y es aquí donde quisiera detenerme—, que a falta de un término más apropiado llamaremos contenido (de paso indisolublemente mezclado al lenguaje, de tal manera que se nos hace difícil separarlos, pues en Rayuela, fondo y forma se ajustan como el agua al recipiente que la contiene), es la esencia, el hueso al desnudo que sólo la novela, un género en constante crisis, puede mostrar: aquello que asombra y subleva y emociona (por qué no) y hace reír y soñar e imaginar. Esencia que se escapa, espejo en plena fuga, pulpo en un jardín de enredaderas. La incertidumbre, mon vieuxRayuela es una máquina que hace preguntas, que no concede tregua alguna en su afán de preguntarse y preguntarnos (En este punto me asalta una imagen que articula la primera idea de esta casilla: la imagen del arquero que continuamente lanza flechas a la luna, tensa el arco, afina la puntería, y sabemos y él lo sabe también que ninguna flecha dará en el blanco… pero, quién lo duda, el constante ejercicio de aquella tarea insensata lo convertirá en un arquero excepcional). Y es esa cualidad, refractaria para el que se acerque a Rayuela como quien se asoma a un espejo, uno de sus logros primordiales. El sagaz Cronopio lo sabía: ya la novela no es el territorio de la prédica, ni púlpito ni cátedra ni tarima, es un espacio abierto, desolado tal vez, abismo a la intemperie, donde el escritor (acompañado de su cómplice, el lector) puede desplegar los múltiples registros de su voz, donde puede expresar su ansia por reconocer lo que aún le resta de humano o donde acepta, al fin, su parentesco con los dioses muertos, con el agua que corre y con el polvo estelar.
6.
¿Poliédrica o polimorfa? De múltiples aristas y facetas, interpolaciones, traslapes, digresiones. Planteada como un juego, un laberinto en el cual el lector queda atrapado, girando en una especie de lazo verbal, Rayuela se nos ofrece también como una caja de Pandora de la cual podemos sacar una nube Magritte, un trompetista de New Orleans, un guijarro pulido por siglos de lluvia y sol (si esto sucediera, se recomienda frotarlo entre los dedos hasta que brille como un talismán y luego guardarlo en el bolsillo izquierdo de la camisa, cerca del corazón), una alacena olorosa a yerba mate y café, y, cuidado, una ahogada flotando boca arriba en un río de aguas sucias color melena de león. Elijo, à mon seul désir, esta última figura y la inserto en el cerebro vuelto polvo de Horacio, justo cuando éste se hunde en la inmundicia siguiendo las instrucciones del Oscuro Heráclito —que recomendaba una cura parecida para aliviar la hidropesía. Luego interviene el orden, la police, y Horacio es arrancado de los dientes de la clocharde y enviado de un envión a su lar nativo. Traveler, irónicamente sedentario, y Talita, que lleva en una cesta al gato calculista, lo aguardan en el puerto. Pero la figura está ahí, y aunque Horacio silbe para espantarla, persiste. Se hace nítida en las madrugadas de insomnio y duele cuando Horacio contempla a Talita a horcajadas en el tablón. Horacio reconoce en Talita a la Maga fugitiva —ahogada o gitana en Transilvania. El reconocimiento puede no ser consciente, sin embargo, la proximidad de Talita en el circo y en el manicomio —espacios ideales para la puesta en escena— acelera el proceso: la posesión se cumple como un acto de simulación. ¿Sabrá Talita que está siendo invadida por el espíritu de una desconocida? Si no lo sabe, lo presiente y hasta el final se rebela: «Yo no soy el zombie de nadie», dice. Pero la rayuela es un juego, una forma sin centro que no alcanza a ser un mandala, y ella lo juega. Horacio, el oscuro y lúdico Horacio también juega. Aun cuando desde el episodio del tablón ha tenido la certeza de la derrota, pues Traveler sujeta a Talita por las axilas y la hace reingresar en su territorio, Horacio hace una nueva jugada: convierte al amigo y aliado en suDoppelgänger, delega en él su deseo, y así Horacio y la Maga vuelven a estar unidos, cumplen su destino en otra dimensión. Aquí me detengo, pues me zumba un oído. Amiga lectora, veo que te quitas las gafas y protestas: ¡Este idiota me está contando la novela! No, cara, te equivocas. Mi impertinencia no llega a tanto. Si me permito esta lectura personalísima (no pretendo que original como tampoco lo son las de la casilla 3) es sólo para demostrar(me) el efecto liberador que produce Rayuela, ese poder de transferir al lector las llaves de la narración, de implicarlo y sacarlo de sus casillas, de abrirle puertas (o mejor de permitirle que él mismo las abra) a través de las cuales sea posible vislumbrar, todavía, sí, todavía, bajo un cielo surcado por los vientos cargados de gases tóxicos del fin de milenio, vislumbrar, digo, un prado de hierbas color salmón donde pasta el unicornio.
7.
Se ha querido ver en Rayuela el producto de una experiencia zen. Sin duda Cortázar conocía suficientemente los principios de esta filosofía, y como todo gran novelista, un animal omnívoro por excelencia, los utilizó y se dejó usar por ellos en su narración. Afirma Morelli: «Escribir es dibujar mi mandala y a la vez recorrerlo, inventar la purificación purificándose, tarea de pobre shamán blanco con calzoncillos de nylon». La ironía de la última frase pareciera desmontar el tinglado zen, al menos reconoce las limitaciones del aprendiz de brujo. Pues un mandala es una figura mágica, un objeto de poder.
«Digamos que el mundo es una figura, hay que leerla». En esta propuesta de Morelli importa la figura. Aquí se me aparece la silueta casi espectral de un Horacio pintado por Soutine asomado al hueco negro de la ventana, trazando figuras en el aire con la brasa de su cigarrillo. El dibujo podría corresponderse a su mandala, pero aquel cambia a cada instante, fluye como la escritura, y en un momento determinado es esa rara mariposa que lleva en su lomo la forma nítida de una calavera, y en última instancia, last but not least, es también una fórmula química, una de las tantas que Talita tuvo que aprenderse en sus estudios de farmaceuta: signos, ideogramas, cifras de un alfabeto secreto que aspiran a ser leídas por el otro, es decir la otra (Talita), que tal vez a esa hora unánime de la madrugada se asoma a la ventana de enfrente.
8.
Desde sus inicios la novela hispanoamericana estuvo volcada hacia lo exterior: paisaje, historicismo, atavismo, identidad. Vocación de conquista y poblamiento, intentos por abarcar regiones tan vastas que no cabían en el cuenco de la mano. Necesidad de nombrar sin nombrarse. Los personajes se movían en un espacio dilatado —la selva, el desierto, el campo agreste— que los empequeñecía. Su dilema, ya se sabe, era el de domesticar la naturaleza. Vinieron luego las disidencias, teñidas de sociología, psicologismo a la moda, búsqueda de lo auténtico. Hubo de todo, desde tímidos balbuceos hasta notables aciertos. Los resultados están a la vista para el que quiera ver: Hispanoamérica ocupa hoy en día un lugar de relevancia en la historia de la novela. Podríamos citar una docena de ejemplos, y el lector atento agregaría una docena más. Harían falta, sin embargo, las precisiones ineludibles y los deslindes. Pero en esta octava casilla no tenemos lugar para un inventario exhaustivo ni tan siquiera somero de un tema suficientemente desarrollado por los especialistas. Me limitaré entonces a continuar el juego: salto en un solo pie.
Con Rayuela, novela fundadora de lo imaginario, los personajes recuperan su espacio interior, el inmenso territorio de su espíritu. ¿Se convierten en filósofos? No, qué horror. Digamos que piensan. Pero no habitan en un mundo de abstracciones, mantienen un cable en tierra, son criaturas de su tiempo. Su calidad de seres de ficción está revestida con ropajes convincentes, aquellos de lo verosímil. Y su sustancia, claro está, ha sido vaciada en los moldes de lo simbólico. Veamos a Horacio Oliveira, un Ulises porteño de los años cincuenta que viaja a París, cumple su odisea y vuelve a su Ítaca (Buenos Aires). No se alimenta sólo de Kierkegaard y Wittgenstein, también de las noticias de los periódicos —incluyendo la página de deportes— y de infusiones de yerba mate. Ah, y del café con leche que le prepara su Penélope (Gekrepten) mientras Talita (la Maga o la imposible Eurídice) se balancea en el tablón. Extraña y afortunada síntesis, Rayuela, capaz de conciliar los extremos de una realidad doméstica que bordea el costumbrismo con las incursiones en la pura metafísica. Y toda esta formidable aventura de la imaginación sostenida por el mito, la erudición, el juego, la ironía, el conocimiento esotérico, las leyes de Newton, la sonrisa del Gato de Cheshire, un compás de jazz, el erotismo, la locura, la compasión, y la aspiración secreta de que todavía es posible acceder al Kibbutz del Deseo, la tierra de Hurqalyã, el cielo negado.
En Rayuela se funden dos planos: la preocupación estética y el problema existencial. Y es esta íntima fusión la que imprime a la novela su sentido de totalidad. Rayuela es sin ninguna duda la propuesta más audaz de la novelística hispanoamericana de este siglo. Publicada en 1963, a 37 años del fin de milenio, ha sido celebrada con asombro y entusiasmo. Es leída por los más jóvenes y releída en la madurez. Conserva intacta esa especie de frescura y desparpajo que la convirtió, a pesar de los desafíos que plantea al lector, en una obra accesible e incluso popular. Y como una criatura de la imaginación, aguarda por sus nuevos lectores, aquellos que aún no han nacido, los del próximo milenio. Ellos encontrarán en sus páginas temas y variaciones, encantos, aromas, sensaciones, que la miopía que produce la proximidad de lo contemporáneo no nos ha dejado ver.
9.
(Las ideas aquí esbozadas me fueron sugeridas por una relectura compulsiva y delirante de Rayuela —que apenas me permitió tomar algunas notas sueltas. Renuncié a un arqueo bibliográfico, que me hubiera condenado  a la parálisis u a otro mal peor: la paráfrasis. Hice consultas mínimas y adopté el método insensato del arquero: lancé mis flechas a la luna. Algunas se me quedaron en el carcaj. Aprovecho el minuto escaso que me concede este paréntesis para nombrar un par de ellas. El fantasma del Molloy de Beckett y el espectro gesticulante del Gombrowiz de Cosmos me persiguieron durante la lectura de los pasajes del manicomio, en especial en la batalla de los rulemanes. La referencia al irlandés es obvia («la intertextualidad», diría un alumno de la Kristeva), pero en el caso del genial polaco el asunto se complica, pues Cosmos fue publicada dos años después que Rayuela. El aire de los tiempos, diría un aficionado a la meteorología. Sin embargo, el ocioso lector puede detenerse en la casilla 145, preferiblemente después de haber leído la novela, y comprobar cómo la proposición del autor de Ferdydurke se ha cumplido magistralmente en Rayuela.)
La vida de Julio Cortázar (1914-1984) es un tema para una biografía fascinante. Desde siempre y hasta la publicación de Rayuela (1963), por señalar una fecha decisiva, Cortázar se había consagrado por entero a la literatura. Era un escritor químicamente puro. Luego, durante los últimos veinte años de su fecunda existencia, se convirtió en una especie de apóstol de una causa que hoy creemos perdida. Participó en la vida pública de una manera exhaustiva, total. Su apuesta por la solidaridad y el giro que quiso imprimirle a su obra posterior —valga el Libro de Manuel (1973) como el mejor ejemplo— respondieron a lo que él calificaba como «dimensión histórica», ausente, según su opinión, en su vida de intelectual encerrado en una torre de marfil. No es éste el espacio para emitir algún juicio apresurado acerca de las motivaciones de un Cronopio que hizo de la razón dialéctica y de «la imaginación al servicio de nadie» el lugar de las contradicciones. El legado de Cortázar (vida y obra) posee todas las dimensiones que los ojos abiertos, o vueltos hacia adentro como en el poema de Rilke, quieran ver.
10. El cielo.
El juego de la rayuela es la simulación de un rito de paso. Rito que se cumple cuando el jugador alcanza la última casilla: el cielo. Veamos al jugador que avanza, en palabras de Horacio Oliveira, «a la conquista de un cielo que parecía desencantarlo apenas ganado». ¿No es acaso ésta una de las más extraordinarias metáforas del acto creador?

No hay comentarios:

Publicar un comentario