Casa de la Estrella. Donde nació la República libre y soberana de Venezuela en 1830.

Casa de la Estrella. Donde nació la República libre y soberana de Venezuela en 1830.
Casa de la Estrella, ubicada entre Av Soublette y Calle Colombia, antiguo Camino Real donde nació la República libre y soberana de Venezuela en 1830, con el General José Antonio Páez como Presidente. Valencia: "ciudad ingrata que olvida lo bueno" para el Arzobispo Luis Eduardo Henríquez. Maldita, según la leyenda, por el Obispo mártir Salvador Montes de Oca y muchos sacerdotes asesinados por la espalda o por la chismografía cobarde, que es muy frecuente y característica en su sociedad.Para Boris Izaguirre "ciudad de nostalgia pueblerina". Jesús Soto la consideró una ciudad propicia a seguir "las modas del momento" y para Monseñor Gregorio Adam: "Si a Caracas le debemos la Independencia, a Valencia le debemos la República en 1830".A partir de los años 1950 es la "Ciudad Industrial de Venezuela", realidad que la convierte en un batiburrillo de razas y miserias de todos los países que ven en ella El Dorado tan buscado, imprimiéndole una sensación de "ciudad de paso para hacer dinero e irse", dejándola sin verdadero arraigo e identidad, salvo la que conserva la más rancia y famosa "valencianidad", que en los valencianos de antes, que yo conocí, era un encanto acogedor propio de atentos amigos...don del que carecen los recién llegados que quieren poseerlo y logran sólo una mala caricatura de la original. Para mi es la capital energética de Venezuela.

domingo, 28 de octubre de 2012

“Huir del halago y la hipocresía” no sólo (debería ser) la premisa con la que el autor comulgaría de manera permanente; también podría ser la que el poeta se exige a sí mismo dentro de un corpus poético en el que su obra -por rara y extraña- es una piedra preciosa. Si a la tierra se vuelve una y otra vez -ya sea en el sentido estricto de naturaleza, ya sea en el sentido figurado de morada o regazo- es porque a la tierra van a parar los huesos de la afanosa empresa humana.


El Carabobeño 28 octubre 2012

Alejandro Oliveros: fragmentos de un discurso terrenal

 Pienso y releo a los autores nacidos en los años 40, valoro sus aportes y variabilidad, y me atrevo a hacer una afirmación temeraria: por apuesta expresiva, por la complejidad de sus referentes, por sus filiaciones estéticas, por fuentes referenciales, la obra poética de Alejandro Oliveros está llamada a convertirse en poco tiempo en una de las más reconocidas de Venezuela para audiencias y sistemas de valoración externos. 
 La senda que ya han caminado Ramos Sucre, Sánchez Peláez, Cadenas o Montejo será transitada por este poeta representativo de la década de los 40. Y lo será aunque la poesía de Alejandro Oliveros exponga, para decirlo en palabras de Juan Sánchez Peláez, una “filiación oscura”. Al menos con el corpus poético dominante de la contemporaneidad venezolana, no se relaciona con facilidad una poesía que ha desestimado la adjetivación fácil, que es amiga de la prosa, que fluye muchas veces en una secuencia narrativa, que recupera ciertos patrones clásicos, que logra contener la subjetividad dentro de lo que podríamos llamar una emoción controlada. No hay derrame expresivo en estos versos; tan sólo expectación inmóvil que puede evolucionar hasta la admiración. 
Dentro de un legado en el que el canon poético francés ha sido determinante (desde simbolistas hasta surrealistas), se entenderá por qué la senda poética de Oliveros se hace extraña. Por estos versos habla la antigüedad clásica, la poesía latina, la música académica, la ópera, los grandes nombres y valores de la poesía anglosajona: todas líneas de fuerza ajenas al canon establecido. La rareza de esta apuesta estética no debería extrañarnos: responde a lo que podríamos llamar afinidades electivas.  
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¿Hay una escuela paisajística o pictórica en la obra de Oliveros? Diríase que en la lectura de sus versos siempre subyace la intuición de que el idioma es una apuesta rezagada a la hora de querer apoderarse de la escena circundante. Es como si el castellano estuviera siempre en deuda para abarcar nuestras realidades paisajísticas. Y sin embargo, consciente de estas imposibilidades, el poeta siempre pone en evidencia un elemento central de su poesía: el paisaje nativo como referente. Oliveros es un paisajista verbal. Bucares, samanes, anones y cedros desfilan frente a este nuevo cronista de Indias o frente a este redivivo viajero dieciochesco. Las especies se reseñan como si se vieran por primera vez. Se destaca el pasto reseco o el incendio en la sabana... Esa debilidad por las irrupciones sonoras, esa admiración por las fuerzas naturales del incendio o de los aguaceros, marcan los que quizás sean los únicos vasos comunicantes de esta obra con la gran tradición poética venezolana. 
Pensemos también en la ciudad como referente central de este corpus poético. Una ciudad que tiene más de realidad subjetiva que de objetiva. Una ciudad más bien imaginada o añorada. Una ciudad en todo caso letrada, preferiblemente invernal, donde la cotidianidad siempre es vista a través de una ventana. Es la ciudad de los parques, de las largas caminatas, mojada o bajo nieve, definitivamente cosmopolita... La megalópolis por excelencia se llamaría Nueva York y el esfuerzo verbal por abarcarla inútil. Mientras que en el otro extremo de la cuerda, alabanza de la aldea nativa, estaría Valencia. Una Valencia del recuerdo, del Cabriales extraviado bajo tierra, de las calles apacibles y los oficios diversos que sólo se recrean en la memoria. Una Valencia destruida a los ojos de quien la recorre con amor filial. 
No se crea que por fidelidad al paisaje o la ciudad, las escenas de la intimidad se abandonan. La escueta escena de un florero puesto sobre un estante de madera, lenta secuencia de los pétalos que caen bajo una luz mortecina, parecería remitirnos a un motivo impresionista. En el recogimiento, parece decirnos el poeta, la certidumbre es mayor. El calor del hogar -un regazo que es imprecisable porque sólo el verso lo atisba- es la apuesta mayor contra la nada. Y la quintaesencia de este impulso reencarna en la visión diacrónica de Constanza, la hija pródiga en edades y recuentos... 
El poeta también puede avanzar hacia patrones más clásicos. Se le canta a la noche de Novalis, a las deidades egipcias, a la infinitud del cuerpo, a referencias biográficas como Cumboto, al legado imperturbable de Horacio, al estío abrasador de los campos venezolanos, al padre ido y sepultado (“Tu mirada sigue fija, perdida”). Es la elegía un terreno propicio para el poeta, donde el verso avanza cómodo, consciente de sí, seguro de su evolución y de sus enunciados. La vida es el paso del tiempo y esa convicción profunda sólo nos puede llevar a reseñar la muerte (o las muertes sucesivas) de que está hecho todo suceso o acontecimiento. En verdad, todo es finito a los ojos del poeta que reseña y enmarca de manera obsesiva para que lo instantáneo no desaparezca de la memoria de los hombres. En un poema admirable que trata de describir la brisa de los trópicos, una frase aislada del segundo verso -“los huesos del estío”- podría dar cuenta como ninguna de una posible poética. No es el acontecimiento en sí lo que interesa -la descripción de un paraje, una secuencia, una visión- sino más bien el rastro: lo que dejan las lluvias pasajeras, lo que deja el viento arrollador, lo que deja una lectura, lo que la memoria puede recuperar del instante. Del cuerpo, valga decirlo, sólo nos interesa el cadáver, los huesos, la añoranza de lo que allí -en ese organismo quieto- pudo haber sucedido. ¿Habrá un dejo quevediano -“amor constante más allá de la muerte”- en esta visión? No sería de extrañar si pensamos que las filiaciones del poeta a veces son más clásicas que vanguardistas. 
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Hay una vertiente en esta obra donde la literatura homenajea a la literatura, donde los versos del poeta reescriben los versos de sus antecesores. En una vertiente, se vuelve a Ovidio, se recrea la muerte de Orión, se esculpe nuevamente el rostro de la Esfinge, se recorren los mares con Ulises, se admira la belleza imperturbable de Helena; en otra, se viaja de peregrinación a Roma, se admiran las piezas plásticas de Mark Rothko, se citan las excentricidades ideológicas de Ezra Pound, se ve a T.S. Eliot caminando por Charles River, se recrea el verso “azul del cielo” de San Fernando de Asís. Parajes letrados, escenas mil veces recorridas, ciudades clásicas revisitadas, versos resucitados en el ámbito de la contemporaneidad. Vasos comunicantes entre un tiempo y otro, entre un libro y otro, entre una secuencia y otra...  Leer la poesía de Alejandro Oliveros es reconocer sobre todo la voz de un caminante, la voz de alguien que reseña lo que va encontrando: imágenes, recuerdos, paisajes, añoranzas, fantasmas... 
¿Qué es la existencia para esta poesía? Se diría que el paso impetuoso del tiempo y el necio afán de los hombres por contenerlo. Natura es la deidad mayor de esta poesía y, por una extraña extensión, la Cultura misma, pero siempre entendida como un legado colectivo. Reconocer, precisamente, los territorios por donde se pasa: lecturas, esquelas, monumentos, cementerios. Las tensiones de su obra son las del paisaje, las de la ciudad, las del clima variable, las de los palacios abandonados, las de las visiones clásicas.  
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“Huir del halago y la hipocresía” no sólo es la premisa con la que el autor comulgaría de manera permanente; también podría ser la que el poeta se exige a sí mismo dentro de un corpus poético en el que su obra -por rara y extraña- es una piedra preciosa. Si a la tierra se vuelve una y otra vez -ya sea en el sentido estricto de naturaleza, ya sea en el sentido figurado de morada o regazo- es porque a la tierra van a parar los huesos de la afanosa empresa humana. El poeta nos lo recuerda a la vista otoñal de un cementerio de la guerra confederada en los caminos de Virginia, donde el viento no conmueve las “dieciocho mil lápidas anónimas (...) de estos soldados de la guerra”. Los olmos y magnolias que acompañan las tumbas en hileras asimétricas -como asimétrico es el destino del hombre-, los árboles que ensayan agregar belleza a la escena mortuoria, son ejercicios fallidos, son ejercicios escriturales, frente a la sentencia de que “nada permanece frente al paso inseguro de la historia”. Del estío estremecedor que arremolina el sentido y confunde el paisaje de la conciencia, sólo nos quedan los huesos del cementer
Antonio López Ortega

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