Casa de la Estrella. Donde nació la República libre y soberana de Venezuela en 1830.

Casa de la Estrella. Donde nació la República libre y soberana de Venezuela en 1830.
Casa de la Estrella, ubicada entre Av Soublette y Calle Colombia, antiguo Camino Real donde nació la República libre y soberana de Venezuela en 1830, con el General José Antonio Páez como Presidente. Valencia: "ciudad ingrata que olvida lo bueno" para el Arzobispo Luis Eduardo Henríquez. Maldita, según la leyenda, por el Obispo mártir Salvador Montes de Oca y muchos sacerdotes asesinados por la espalda o por la chismografía cobarde, que es muy frecuente y característica en su sociedad.Para Boris Izaguirre "ciudad de nostalgia pueblerina". Jesús Soto la consideró una ciudad propicia a seguir "las modas del momento" y para Monseñor Gregorio Adam: "Si a Caracas le debemos la Independencia, a Valencia le debemos la República en 1830".A partir de los años 1950 es la "Ciudad Industrial de Venezuela", realidad que la convierte en un batiburrillo de razas y miserias de todos los países que ven en ella El Dorado tan buscado, imprimiéndole una sensación de "ciudad de paso para hacer dinero e irse", dejándola sin verdadero arraigo e identidad, salvo la que conserva la más rancia y famosa "valencianidad", que en los valencianos de antes, que yo conocí, era un encanto acogedor propio de atentos amigos...don del que carecen los recién llegados que quieren poseerlo y logran sólo una mala caricatura de la original. Para mi es la capital energética de Venezuela.

domingo, 27 de abril de 2014

El Gabo, Fidel y lo real maravilloso

Notitarde 26/04/2014 

El Gabo, Fidel y lo real maravilloso

Antonio Sánchez García
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La inesperada muerte de García Márquez, que ha desatado un verdadero torbellino de apasionados retratos, anécdotas, reportajes, historias, recuentos, perfiles, estudios y declaraciones de amor ha vuelto a poner en el tapete el complejo, oscuro y hasta sórdido laberinto de las relaciones de Fidel Castro y su revolución cubana con el liderazgo político, las élites intelectuales, empresariales y todos los vericuetos antropomórficos del establecimiento latinoamericano. 
Pero separemos aguas. Una cosa es adorar, respetar y rendirle pleitesía al tirano, y otra muy distinta amar al Gabo y perdonarle sus debilidades. Quienes lo hacen, parten de un supuesto común indudable: el Gabo, como le llaman en Aracataca hasta los limosneros, era una figura seductora, cordial, amistosa, donjuanesca, de una extraña generosidad, ingenioso y abierto al mundanal ruido como si en lugar de ser el portentoso creador de mundos imaginarios fuera un granuja amable, bonachón y extrovertido a la búsqueda de los amores del barrio. Al extremo de merecer una trompada que le entintó su ojo izquierdo por traspasar los límites de la consideración y el respeto por la mujer de un viejo y respetable amigo, tan dado a las solemnidades como él a los desenfados.
Un genio que satisfizo con delicada orfebrería las ansias del hombre común por experimentar un mundo maravilloso en donde refugiarse de tanta miseria. La ancestral búsqueda de lo extraordinario para paliar tanta alienación y darle un mínimo sentido, así sea de utilería literaria, a la gris chatura del mundo en tiempos de la descreencia y la orfandad de mitos y dioses. Particularmente necesario en tierras del subdesarrollo, en donde la ausencia de cura, la "Sorge" que diría Heidegger, echa a los pobres y menesterosos a la cochambrosa ruindad de la desatención. De allí la extraña tensión entre lo real y lo maravilloso, que logra el prodigio de convertir a caudillos como Chávez y dictadores como los Castro en seres de una asombrosa zoología fantástica, la macondiana. Haciendo brotar de una tierra en la que Joseph Conrad no vio más que crímenes, robos, expoliaciones y desafueros, narrados con parca sobriedad en Nostromo -la urdimbre de una humanidad prodigiosa. Trascendiendo incluso el abismo abierto por Cervantes entre la imaginación y la realidad, el sometimiento y la locura.
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Fue un fabulador con una capacidad imaginativa que no se había vuelto a vivir desde los tiempos de Amadís de Gaula, Tiran Le Blanc y las historias de caballería que les calentaran el caletre a nuestros conquistadores, los prepararan espiritualmente para domeñar un universo de monstruos de carne y hueso, les diera la fe y el coraje para asesinar a mansalva, por millones, y sembraran al continente con la simiente de la desmesura. Que viniera a parar, precisamente, en lo real maravilloso. Como se lo pasaba recordándonoslo el inventor del concepto, Alejo Carpentier. Para nuestra eterna desgracia. Prefiero definitivamente la ética de la mesura recomendaba por Joseph Conrad, indignado porque los críticos le atribuían dejarse llevar por los delirios de su imaginación y la fascinación por lo maravilloso: "No ha faltado algún crítico que la considerase (Línea de sombra) desde este punto de vista y advirtiera en ella mi propósito de dar rienda suelta a mi imaginación, dejándola trasponer los límites del mundo de la humanidad viva y doliente. Pero, a decir verdad, mi imaginación no está hecha de una materia a tal punto elástica, y tengo para mí que, si intentase someterla a la prueba el fracaso sería enojoso y vacuo. Por otra parte, jamás me habría arriesgado a semejante tentativa, abrigando, como abrigo, moral e intelectualmente la convicción de que todo lo que cae bajo el dominio de nuestros sentidos, por excepcional que sea, no podría diferir en su esencia de todos los efectos de este mundo tangible y visible cuya parte consciente venimos a formar. El mundo de los vivos encierra ya por sí solo bastantes maravillas y misterios; maravillas y misterios que obran por modo tan inexplicable sobre nuestras emociones y nuestra inteligencia, que ello bastaría casi para justificar que pueda concebirse la vida como un sortilegio. No; mi conciencia de lo maravilloso es demasiado firme para que pueda dejarse nunca fascinar por el simple sobrenatural, que, en resumidas cuentas, no es sino un artículo de manufactura fabricado por espíritus insensibles a las secretas sutilezas de nuestras relaciones con los muertos y los vivos en su infinita muchedumbre: profanación de nuestros más tiernos recuerdos: ultraje a nuestra dignidad." (Nota del autor a su Línea de sombra). 
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Tiendo a ver en esa asombrosa capacidad de fabulación y en esa prestidigitación del imaginario la particular debilidad que sintiera García Márquez por el Poder, y muy en particular al arquetipo del latinoamericano aventurero de cruzadas -imaginativo, engañoso y delirante como Ulises, aunque brutal como el cíclope, encerrado en su pequeña ínsula de Barataria: Fidel Castro. A quien le cantó unos ditirambos que provocan una incómoda vergüenza ajena: "Es la inspiración: el estado de gracia irresistible y deslumbrante, que sólo niegan quienes no han tenido la gloria de vivirlo." Patético, bochornoso. No sólo frente al epitome del tirano, sino frente a todos los caudillos, patriarcas, chamanes y brujos que han constituido el paradigma del político latinoamericano desde el Doctor Francia en adelante. En el fondo, unos desalmados posesos y delirantes. El facineroso que se hace con el Poder utilizando todas las mañas y malas artes del asaltante de caminos, blandiendo la espada, la lanza o la metralleta y desplegando una prodigiosa artillería de recursos de la política en su bajeza más hamponil, la de la seducción populista. Seguro de la impunidad de sus tropelías por el infantilismo antropológico de quienes se les subordinan. Y la apabullante pobreza de nuestras instituciones. Sin considerar el odio de las élites a una auténtica emancipación. De allí la cruzada por folklorizar nuestras miserias y darle esa pátina mistificadora con la que el Gabo supo convertir todas sus historias en deslumbrante parusía de lo banal desconocido.
Tuvo, como bien lo afirma en una entrevista con El País el ex presidente de México Raúl Salinas de Gortari, una tenaz e insaciable fascinación por los intríngulis del Poder, sus salones de espejos, sus rituales: "A Gabo le encantaba descifrar la esencia del Poder". Desde luego, de ninguna manera como le interesaba descifrarlo a Max Weber o a Lenin, a Vilfredo Pareto o a Antonio Gramsci. De hecho no lo descifró ni siquiera literariamente, que era lo suyo, como sí lo intentara Vargas Llosa en sus Conversaciones en la catedral, La Casa Verde o La Fiesta del Chivo, de las que se asoma la política latinoamericana en toda su inmundicia. Salvo si por descifrar la esencia del Poder nos referimos a reinar sobre un mercado de millones y millones de seres humanos ansiosos por dejar imaginariamente sus desventuradas vidas y pasar sus vacaciones en Macondo comprando más de cuarenta millones de ejemplares de su maravilloso catálogo de despropósitos, merecedor del asombro planetario que él tanto ambicionaba: no uno, que con eso basta y sobra, sino Cien años de Soledad. Y el Nobel de Literatura. Un prodigio, indudablemente.
Ese Poder, del que disfrutó hasta su último suspiro, con una flor amarilla en el ojal de su elegante chaqueta de tweed y su sempiterna sonrisa picaresca, dejándose venerar por millones de admiradores -¡y admiradoras, que el ojo entintado no lo obtuvo en una pelea por la faja de los peso medianos!- no era el que él verdaderamente ansiaba conocer, disfrutar y frecuentar: era el poder de los poderosos de verdad, sin mistificaciones literarias, aquellos que pueden decidir -y como Fidel, Raúl o el Ché Guevara decidieran metralletas en mano, vendando los ojos y atando a sus víctimas en cualquier poste del camino- de la vida y la muerte de simples y anónimos mortales, esos Nerones de la modernidad, con sus manos ensangrentadas y sus golosas cuentas bancarias: el de Castro, en primerísimo lugar, su patriarca predilecto, porque había desafiado al tiempo con una extraña simbiosis de crueldad y mágico encantamiento -en Venezuela, un pequeño país del Tercer Mundo, llegó a tener una cofradía de más de novecientos adoradores profesionales, entre hombres del arte, la academia y la cultura enfervorecidos a sus pies, y ya llevaba más de 30 años ejerciendo una brutal tiranía-: un paradigma macondiano. O, en menor grado, el de cualquier Presidente de la República que se le cruzara en su camino. Desde Bill Clinton a Carlos Andrés Pérez y desde Salinas de Gortari a Felipe González o César Gaviria. Aparecía el Gabo y hasta Lusinchi se volvía loco. En esa debilidad por el Poder mundano debe haber estado pensando nuestro entrañable José Díaz, Joselo, cuando creó ese picaresco personaje de la IV República, tan garciamarquiano, que culminaba sus sketch televisivos repitiendo una frase que se haría famosa en los años del amanecer de nuestra decadencia: "¡Qué sabroso es el Poder!"
Se nos  murió el Gabo, antes de llegar a sus 100 años de soledad. De haberse sobrevivido hasta entonces hubiera alcanzado el mítico logro perseguido secretamente por todos los tiranos: enhebrar su tiempo de vida al tiempo del mundo.  Su amado Fidel espera poder cumplir la proeza.

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