19 de Abril: la subversión no inclusiva
El Nacional 17 de abril 2014 - 00:01
Como es bien sabido, nadie renuncia a ser gobierno de propia gana. Salir antes de tiempo, a no ser que sea por una decisión del alto tribunal, no es más que un golpe palaciego, una componenda o conspiración. Con despliegue de armas o sin ellas se trata de un golpe de Estado. Eso fue lo que ocurrió aquel 19 de Abril. Un golpe al gobierno del Imperio español que de primeras se encubrió, justificó o presentó como un acto para preservar los derechos de Fernando VII, pero que a la corta, más que a la larga, mostró su verdadera intención de rompimiento con el orden colonial.
Veinte años de una verdadera lucha entre hermanos le costó al país estabilizar un orden distinto del colonial, y lo que aún fue más largo, todo el resto del siglo XIX para terminar de crear un Estado monopolizador de la violencia que diera al traste con las luchas internas y los caprichos de los caudillos herederos o no de la guerra independentista.
Resulta ocioso, además de metodológicamente incorrecto, establecer paralelismos entre ese 19 de Abril y el presente. Ciertamente, de la fecha podemos extraer lecciones similares a las mismas que podríamos ilustrar con cualquier intento de cambio político que realmente no incluya los intereses de los principales grupos sociales. Las guerras del pasado fueron producto de la no inclusión de unas masas populares que se creían protegidas, independientemente de que así fuera, por la Corona española, su representante en forma de hacendado o su caudillo en modo militar.
Fue por ello que la Independencia se alcanzó cuando se convirtió en una guerra con inclusión social. Solo entonces el Imperio se vio obligado a traer tropas y pertrechos para conservar sus colonias, lo cual, como sabemos, ya era tarde.
Esta, y muchas otras historias, enseñan que la estabilidad de un nuevo gobierno necesita algo más que agallas para poder consolidarse y mantenerse como viable. No importa qué tanto se vanaglorie lo corajudo o valiente de un movimiento; si este no toma en consideración la inclusión como la variable clave de estabilidad futura, el fracaso será su destino.
No hay duda, Venezuela vive tiempos de cambio, pero su tramitación no será ni brusca ni de corto plazo. Aceptemos que lo que nos ha pasado, y está pasando, es una crisis política producto de una inviabilidad económica. La muerte del caudillo, artífice de esta imposibilidad fáctica de la que tanto se le advirtió, solo sirvió de catalizador del proceso, de acelerador de inviabilidades. Lo que ha terminado siendo el quiebre económico de una aventura populista teñida de consignas socialistas debe encontrar cauces para alcanzar un nuevo rumbo. La forma de llegar a él será una buena combinación de presión con negociación y diálogo.
De lo que se trata en el presente es de poner a prueba quién tiene las mejores propuestas para hacerles la vida menos dura a los venezolanos y, a su vez, de quién tiene la fuerza de calle para obligar a que ocurran. Pero tan importante como mostrar que se tiene la capacidad para resolver los problemas que agobian, el signo de la transición también dependerá de ganar la batalla por mostrar las evidencias de quién es el responsable de este desastre de país que dejó en legado.
Necesitamos curarnos del populismo. Necesitamos que el país supere su fantasía de querer vivir bajo la protección de quien en verdad lo oprime. Necesitamos que este gobierno gobierne, para obligarlo a que se desdiga. Necesitamos de este aprendizaje social para que nunca más tengamos que padecer otro intento de subversión no inclusiva.
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