Los últimos castristas residen en Venezuela
Queda en evidencia un país títere tras el pragmático acuerdo entre EE UU y Cuba
ANTONIO LÓPEZ ORTEGA El País Madrid 31 DIC 2014 - 00:00 CET
A la luz de los recientes acuerdos
entre EE UU y Cuba, que como mínima concesión aseguran la reanudación de
relaciones diplomáticas, analistas de todo orden se han dedicado a considerar
las consecuencias directas o indirectas de tamaña movida geopolítica. En ese
ejercicio si se quiere vertiginoso ha salido a relucir inevitablemente el
nombre de Venezuela, en parte por su hermandad de estos últimos años con Cuba,
en parte por su circunstancia petrolera y en parte por su deslave republicano,
que ha convertido a una nación democráticamente precoz en un contramodelo que
ningún país vecino quiere imitar. En la mayoría de los casos, los analistas
parecen discernir consecuencias nefastas para Venezuela, pero lo que más
asombra es que bajo cualquier argumentación al país se le vea siempre como
objeto de algo y nunca como sujeto de nada. Según esta premisa dominante,
Venezuela no goza de autonomía ni de perfil ni de relieve. Es sencillamente una
pieza danzante que en el tablero internacional siempre otros mueven, incluida
Cuba. La frase con la que algún articulista ha querido describir la situación
es la de país títere. Quizás ello explique por qué un conocedor como Antonio
Navalón llegue a afirmar que, ante la nueva confraternidad del Norte, sólo Cuba
puede garantizar “el final del chavismo sin sangre”.
Vale la
pena preguntarse qué podrían pensar las autoridades venezolanas sobre el mote
de país títere, o qué dirían las centenarias universidades públicas, o qué
esgrimiría la clase intelectual. El Alto Mando Militar, por ejemplo, se reunió
recientemente para pronunciarse sobre las medidas del Parlamento norteamericano
contra represores oficiales, calificándolas de “desestabilizadoras”, pero no
emite pronunciamiento alguno si acaso el Gobierno cubano negocia el nombre o la
posición o los intereses de Venezuela en acuerdos políticos supranacionales. El
chavismo se ha llenado la boca gritando a los cuatro vientos que la soberanía
no se negocia, pero en el campo político Cuba parece manejar los hilos, porque
en el económico ya se sabe que sólo China brinda los auxilios financieros de
una economía convaleciente, cuando no Rusia, sobre todo si viene avalada por
compras puntuales de armas.
Venezuela,
sin embargo, no es una anomia. Su historia y cultura hablan más bien de un país
adelantado a su contexto histórico. En 1958, su naciente democracia era una
excepción continental. Su política sanitaria, su temprana reforma agraria y,
por supuesto, su progresiva legislación petrolera, por sólo nombrar tres
pilares esenciales, forjaron una sociedad creciente, que prosperaba año tras
año. En el campo cultural, por ejemplo, es difícil conseguir en Latinoamérica
una colección de obras como la que consolidó el Museo de Arte Contemporáneo de
Caracas, o una red de bibliotecas como la que llegó a tener Biblioteca
Nacional, o un sistema de orquestas juveniles como el que se creó en 1975, bajo
la primera presidencia de Carlos Andrés Pérez. Sujetos hemos tenido, y de
sobra, hasta formar un verdadero sujeto coral, que es el propio país. Un país,
por cierto, que algunos analistas creen desaparecido, sepultado, sin saber que
la lucha de los demócratas ha sido tenaz, titánica, pues en estos últimos 15
años no se ha tratado de convivir con adversarios políticos sino de enfrentarse
a un Estado todopoderoso, a una hidra que lo ha cooptado todo, desde el sistema
judicial hasta el sistema electoral, despachando a sus enemigos a la ruina, a
la condena moral, a la cárcel o al cementerio.
Detrás del
país títere, que es el que parece quedar en evidencia tras los anuncios del
Gobierno cubano, nadie hubiera pensado que los últimos castristas residen en
Venezuela y son sus propias autoridades, tan sorprendidas del anuncio como las
audiencias globales. La hora del pragmatismo, por no hablar de oportunismo, ha
llegado más allá de doctrinas febriles, fraternidades gritadas a voz en cuello
o solidaridades automáticas. De pronto, como a quien le quitan la alfombra,
preferiblemente roja, el discurso oficial se ha quedado sin archienemigos (el
imperio y todas sus transmutaciones), pues ahora son los mejores amigos de los
que ¿eran? sus mejores amigos. Las argumentaciones para tapar la enorme crisis
nacional habrá que buscarlas ahora en los esquistos, que cualquier funcionario
oficial confundirá con el nombre de un insecto.
A falta de
país títere, pues eso es lo que nos lega el chavismo, quizás nos estemos
acercando a la hora de las voluntades, de los sujetos, del país invisible que
siempre ha estado allí, debajo de la costra chavista, construyendo una acción
de relevo en los campos cívico, vecinal, académico o sencillamente no
gubernamental. Las tareas son titánicas, porque se recibe un país en ruinas,
pero no será la primera vez que Venezuela resurja de las cenizas. En 1830,
después de 20 años de guerra encarnizada, y con la tercera parte de la
población aniquilada, un médico llamado José María Vargas se convertía en el
primer presidente de la República. Desde entonces, según el precepto de Rómulo
Gallegos, todo ha sido civilización contra barbarie. En tiempos presentes
hablaríamos más bien de modernización, que es la senda clara que se trae desde
1936, cuando muere el dictador Juan Vicente Gómez. En ese lento caminar, quizás
para el análisis histórico el chavismo no pase de ser un accidente más de los
muchos que hemos tenido para asumir nuestra condición de ciudadanos conscientes
de que el Estado nos debe servir a nosotros y no nosotros al Estado.
Antonio López Ortega es escritor y editor venezolano. Autor
de La sombra inmóvil (Pretextos, 2014)
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