Guillermo Mujica Sevilla
De Azules y de Brumas
Tres hombres en la vida de una ciudad... Valencia
Alonzo Díaz Moreno, el Hombre del Alba (III)
Alonzo Díaz Moreno era, como muy bien habíalo definido el gobernador licenciado, una individualidad rara entre el informe ciclón de hombres de presa y de aventuras que los espejismos de Indias habían hecho salir de la península. Guerreaba solo por necesidad y se daba de lleno con carne y espíritu a las faenas del agro y de la cría, mientras estas actividades eran consideradas, hasta cierto punto, indignas de un conquistador por la mayoría de ellos. Había servido con el difunto gobernador Juan Pérez de Tolosa, el mismo que comisionó a Juan de Villegas para expedicionar sobre estas tierras de los Tacariguas y los Jiraharas y bajo cuya administración fundó este mismo Villegas la Villa de Nuestra Señora de la Borburata el 27 de febrero de 1528, habiendo extendido también con fecha 24 de diciembre de 1547, y ante el escribano Francisco de San Juan, el acta de la fundación de una ciudad que se llamaría Nueva Valencia, cuestión que hasta la fecha no había sido posible llevar a cabo.
Aquí en Borburata, recién fundada aldea que angustiosa oteaba salobre el horizonte del océano y también miraba recelosa el verde hosco y tupido de la montaña, tierra donde había que estar con el arado labrando el surco, teniendo al mismo tiempo el mosquete puesto ante el pirata aleve y el indio taimado, así como el ojo alerta ante ambos peligros, su rusa vida de hidalgo combatiente transcurría plácida, si placidez puede llamarse esta zozobra perenne ante la inmensidad ruidosa del mar y el silencio aletargante de la montaña. En su encomienda o bien en la puerta de la alcaldía “techo de caña y heno con muros de barro y bejuco” muchas veces se quedaba contemplando la interrogante majestuosidad del mar, ese mismo mar por donde había venido, por donde toda la raza española “su raza” se volcaba sobre el viento virgen de estas tierras monstruosamente bellas...Entonces la nostalgia le arañaba con hincada hondura el hondón del alma. Como un sueño recordaba y casi el recuerdo se le hacía visión tangible sus huertas valencianas con gráciles naranjos inclinados por las frutas de oro o bien las playa soleadas o bulliciosas del “Grao” que desemboca bronco en aquel mar Mediterráneo. ¡Su Valencia lejana! Y en el alma saturada de selvas y ríos, el recuerdo era como un eco dulce que arrullárale con melodías maternales, haciéndoles agarrar el brazo con emoción a su compañero el capitán Pedro Alvarez, para decirle: “¡El mar nunca está quieto... es como la vida!
Cuando vinimos por él tenía las mismas contorsiones y las mismas angustias que ahora” luego caía en el mutismo impenetrable y contemplativo que se iba desovillando lenta y perezosamente bajo la mirada de hierro, aunque compañera el fiero Pedro Alvarez. De ello solo lo sacaba el saludo cordial de algún vecino o bien el respetuoso de un indígena, que conducía abúlico, un rebaño de cabras acompañado del lánguido y agudo grito de la guarura. Entonces veía la montaña y el nervio inquieto que había traído a América se agitaba en su interior y pensaba, dinámico en el trasponer esos montes y arribar a esas tierras encantadas, a orilla de un manso azul como había oído existían de labios del Maestre de Campo Don Juan de Villegas.
Llevado por estos vaivenes se hallaba su espíritu cuando como si los dioses, el destino inescrutable lo hubiesen oído, recibió la orden perentoria del Gobernador para emprender la expedición a tierras Tacariguas. Los días subsiguientes la Borburata dejó de ser el villorio ensimismado y zozobrante ante el silencio de la montaña y el estruendo del mar.
Tomado del libro Evocación, Realidad y sueño de la Patria Chica.
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