16 abril 2012
Guillermo Mujica Sevilla || De Azules y de Brumas
Tres hombres en la vida de una ciudad... Valencia Alonzo Díaz Moreno, el Hombre del Alba (IV)
A sus polvorientas calles llegaban decenares de rudos soldados, muchos de los cuales en pacientes mulas de dormidos ojos llevaban a sus mujeres y a sus hijos. Venían de todos los puntos de la provincia; salobres, con algo de pez en el mirar y el deslizarse, del Coro oceánico; severo y conventuales del Tocuyo semimontañez; lenguaraces y festivos del Barquisimeto fluvial.
Villacinda quería hacer firme y fundamental, por eso había seleccionado a los más bravos y veteranos conquistadores del Tocuyo y Coro para esta expedición. En ella había gigantescos extremeños que habían combatido bajo las órdenes del fiero Garci-González, barbudos y quijotescos ex tercios que habían hecho en Flandes y en Italia, y con el Maestre de Campo Don Juan de Villegas se habían sumergido en el misterio insondable de los ríos y las montañas americanas de la Venezuela central y hasta antiguos soldados Welsares, de aquel Alfínger a quien perdieron los espejismos del oro y de los lagos, en los cuales al comenzárseles a teñir de armiño los airosos cabellos no era óbice par que ahogáranse en sus almas la sed divina de la aventura y echaran a un lado el arcabuz y el coselete. Ya en Plaza Mayor se reunían aquella mañana olorosa a aromas montañeses y retumbante de sonoridades marinas todos los expedicionarios, pues aquel mismo día partirían para la tierra de la promisión. Y en verdad que aquello tenía algo de éxodo, pues muchos de los que en ella iban eran restos de aquella cruenta rota de otro conquistador que pretendió enlazar con su adarga el horizonte éureo de Indias, Damián del Barrio.
Piafaban nerviosos los cordeles sobre los resecos yerbajos de la plaza, en tanto los sirvientes indios con vocablos extraños mantenían arrebañados los carneros y cabras que darían a los conquistadores leche y carne. Bajo las borgotoñas plomizas y las coseletes marciales brillaban afiebrados los ojos cargados de lejanías y latían con ritmo ambicioso los corazones ibéricos. Los vecinos se apiñaban en las calles adyacentes mientras un fraile, enjuto y fantasmal, ataviado con las sagradas vestiduras charlaba vivamente con Don Alonzo. Algunos hombres en sus trajes de hierro interrogaban con asiduedez a los indígenas cuyas pieles de cobre refulgían a la magnificencia del sol indiano. Rodilla en tierra, apoyadas las dos manos en las tizonas poderosas, los hombres recibieron la bendición de Dios que dábales desde una eminencia la mano descarnada del fraile. Don Alonzo caballero sobre el inquieto alazán y ataviado como para un torneo, daba la orden de partida. El refulgir de las picas y las lanzas hacían contraste con el blanco de los equipajes y acémilas. Un cielo blanco y azulado presidía la rota germinante. Al comenzar el ascenso muchos dieron una mirada melancólica al pueblecillo y al mar, a tiempo que la voz metálica de Don Alonzo los impulsaba como corrientazo eléctrico: “¡Avante! ¡Por Santiago y cierra España!” En esa alba de marzo de 1555 Díaz Moreno iba resplandeciente como un sol luminoso.Tomado del libro Evocación, Realidad y sueño de la Patria Chica.
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