
Lo mejor que tenían las clases de Filosofía, en cuarto año de bachillerato, era entrar en un sacrosanto sopor ignaciano mientras escuchaba, sin entender nada, una empalagosa explicación de verdades universales. De aquel lenguaje sublime y extraterrestre me atraían especialmente los nombres de los presocráticos con sus cadencias de taxistas maracuchos: Parménides, Anaximandro, Demócrito. A veces una imagen –nunca un razonamiento– me sacaba brevemente de mi ensueño y se unía a recuerdos de aventuras, alegrías y tristezas.
Una mañana, aquel cura flaquísimo que parecía predicar con un dejo de mortificación, nos soltó por primera vez el aforismo de Heráclito: “Ningún hombre puede bañarse dos veces en el mismo río”. La fórmula ocupó todo mi cuerpo y, entrecerrando aún más los ojos, recordé una caminata con mis primos por el cauce seco de una quebrada en Turmero. Veníamos tranquilos, riendo sin ganas bajo un sol de mediodía, cuando el hijo del capataz de la hacienda Paya, buen compañero para las maldades, nos salvó la vida con un grito desesperado: “¡Viene la crecida!”. Era una exclamación absurda, sin aparente sentido, pero gracias a Dios lo seguimos cuando se trepó por uno de los bordes empinados aferrándose al gamelote.
Fue entonces cuando el peligro comenzó a tomar forma. Vimos una inmensa mancha de negros torrentes cubriendo los cerros lejanos y escuchamos un rumor como de batalla medieval, que fue creciendo sin límites hasta convertirse en un veloz tractor de agua sólida avanzando sobre el lecho de polvo ocre y lajas de piedra. Al pasar de largo por donde habíamos estado unos segundos antes, el estruendo pareció de huesos, pues venía encabezando la turba una vaca giraba con la lengua afuera y los ojos abiertos. Nunca vi una masa de agua tan vertical y despiadada. Cuando pasó el enfurecido encabezamiento y ya las aguas, aunque frenéticas, se parecían a las de un río llanero, despertamos del primer espanto y seguimos buscando dónde más encaramarnos ante la llegada del diluvio. Pero unos minutos después fue bajando el volumen y sólo quedó un olor a humedad podrida y el sudor de nuestros miedos.
De vuelta en la clase me sentí integralmente metafísico al murmurar: “En esa quebrada nadie se baña dos veces”. Ahora resulta que mi única experiencia presocrática se basa en una versión simplificada de lo que quiso decirnos Heráclito: “Nadie desciende dos veces al mismo río. No es posible tocar dos veces una substancia viva en el mismo estado, pues por el ímpetu y la velocidad de los cambios se dispersa y nuevamente se reúne, luego se ausenta y de nuevo se presenta.”
Me complace que a Heráclito lo llamaran “El Oscuro”, pues para mí la filosofía es una caverna platónica donde a veces logro encender un fósforo hasta que me quema los dedos. Brugghen y Rubens representan al filósofo llorando, solitario y pesimista. Me gustaría poder consolarlo, explicarle cuánto apreciamos que hace dos milenios y medio propusiera que el fundamento de todo está en el cambio incesante. Ojalá comprendamos su prédica de que la contradicción y la discordia están en el origen de todas las cosas. Y deben estarlo, pues Heráclito sostenía que no habría armonía si no hubiera fuerzas “que están en oposición mutua”.
¿Acaso no resulta inspirador el que no pueda existir armonía sin oposición?
Esta vuelta a los creativos sopores de bachillerato se la debo a Alexis Romero. Hace poco me contó que había usado como epígrafe para su nuevo libro de poemas, La Inclinación, una frase de Wislawa Szymborska:
¿Cuántas cosas están ocurriendo en un día en el que no pasa nada?
No me tomó mucho tiempo sentir las aguas que fluyen en el cauce de esas trece palabras y llegar al río de Heráclito y, luego, a todos nuestros Guaires con sus promesas de pureza. Al día siguiente estuve repitiendo la frase de Wislawa como una oración tibetana, hasta sentir los suspiros que deben soltar varias veces al día quienes están reclusos en una celda.
Pascal decía que todas las desdichas del hombre provienen de su incapacidad para sentarse tranquilamente en una habitación a solas.
Se nota que nunca estuvo preso.
Atormentado por la presencia de las mismas cuatro paredes, el mismo lecho, la misma ventana inalcanzable e inexistente, el mismo piso por donde nada pasa, para el prisionero las cosas que están ocurriendo en el mundo exterior se multiplican unas con las otras.
Cierra los ojos y sus hijos tienen más ganas de jugar, la esposa está más bella, su madre más triste, los amigos inventan más vivencias que contar, la luz del sol es más cálida y los aguaceros más sabrosos, aunque él nunca sepa cuándo escampa, cuándo termina el ocaso o se inicia el amanecer. Si además está preso por negarse a huir, habiendo podido hacerlo, su heroísmo centuplica ese infinito transcurrir que envuelve su celda, pero ni siquiera puede palparlo, rozarlo con sus dedos o sus ojos, mientras su familia viva sumida en ese desconcierto que va alternando el orgullo y el abatimiento en cada palpitación.
Pero no debemos extendernos sobre esta condición sin antes aceptar que nos incluye con su efecto multiplicador y representativo. Gracias a esos valientes espejos conocemos bien ese “no pasar nada”, en estos tiempos cuando están ocurriendo tantas cosas en el mundo.
Vamos entendiendo que se trata de una estrategia dictatorial para separar la realidad de su representación y así inmovilizarnos, hacernos más sumisos y obedientes, más tontos.
Cada quien lleva en el alma un hecho terrible que el gobierno ha tratado de minimizar, de “nadificar”. Algo tan permanente y estancado como un río que no fluye y en el que nos bañamos hasta momificarnos en aguas de las que ni siquiera podemos beber. A mí me aturde el regocijo con que este gobierno festeja sus fracasos, su solemne fusión de incompetencia con soberbia, de dependencia geopolítica con omnipotencia provinciana.
Y así vivíamos hasta que, un buen día, la frase de Szymborska comenzó a invertirse: En un día en el que tanto está pasando, ¿cuántas cosas están dejando de ocurrir?
Ahora resulta que los prisioneros se van llenando de vida, de vivencias, de ideas, de esperanzas, de rabia y de furia ante tanto cinismo y crueldad. Y, sin embargo, fuera de nuestras celdas, ¡cuántas cosas están dejando de ocurrir!
Este enfrentamiento entre venezolanos para los que “no pasa nada” y venezolanos para los que ocurre mucho más de lo que pueden soportar, nos lleva de nuevo a Heráclito y su propuesta: “De la oposición nace la más bella armonía, pues el universo se produce gracias a la discordia”.
Quizás la continua brega de explicar esta tarea era lo que lo tenía tan triste al buen Heráclito, pues él sentía que la mayoría escucha pero no entendía y por eso los consideraba “presentes pero ausentes”. Esto explica otro de sus aforismos: “Para quienes están despiertos el mundo es uno y común, mientras que quienes duermen retornan una y otra vez al suyo propio y particular”.
Me cautiva esta onírica separación entre “dormidos” y “despiertos”, pero no quiero ahora usarla para calificar a nadie. Cada quien que decida si duerme como un niño, sueña como un poeta o se desvela como un pulpero sin mercancía. Me interesa más definir las aguas donde estamos naufragando y la concordia que podría brotar de la discordia y darnos un índice mínimo de flotación.
Creo que el principal mal radica en la prédica de que no importa lo que pasa ni lo que ocurre, pues ya todo lo que tenía que suceder sucedió. Quieren vendernos que hubo una revolución que fue el principio y el final de todo y es cuestión de acostumbrarse a ese mismo río que, insisto, intentan hacernos creer que siempre es el mismo.
Sumidos en esa noción del tiempo, el conflicto va y viene entre oficialistas y oposición, cuando lo que debe ser atacado y desmontado es esa paralización de la historia que nos ha impuesto una cúpula. El oficialista solo piensa en el opositor que lo enfrenta sin ningún poder y se olvida de la cúpula poderosa que lo oprime y lo va drenando, cosificándolo con un disfraz de Gloria al Bravo Pueblo.
El día que se hagan evidentes los tres lados del triángulo podrán fluir las fuerzas y habrá una relación entre lo que pasa y lo que ocurre.
En el libro La gravedad y la gracia, Simone Weil devela nuestra situación en un capítulo titulado “Vacío y compensación”:
Existe el deseo de ver sufrir al prójimo exactamente lo que uno sufre. Por eso, el odio de quienes viven en la miseria se dirige, salvo en los períodos de inestabilidad social, contra sus semejantes. Ese es un factor de estabilidad social.
Esa cúpula, dispuesta a mantener a sangre y fuego la “estabilidad” que tanto le conviene para continuar en el poder, se ha hecho notoria por méritos propios. Es tan terca, corrupta, aislada y aislante, que ya todos sabemos que en el país existen tres grupos: dos grandes mitades y un minúsculo grupo aferrado al poder que ha paralizado el país. Frente al gobierno, tanto los oficialistas como la oposición somos mayoría.
Esto explica por qué al gobierno le interesa mantener una situación de conflicto sin posibilidades de armonía, de compensación para los opuestos. Ambas mayorías se van minando, desgastando, sometiendo gracias a su mutuo rencor, mostrando sus cabezas para que sea más fácil cercenarlas. No pueden encontrarse pues carecen de las instituciones judiciales y legislativas donde podría gestarse la armonía por la que Heráclito, y todos los demócratas desde entonces, tantas lágrimas y sangre derramaron.
En su poema, Nada dos veces, Wislawa Szymborska nos da una imagen punzante y vital del acontecer de nuestras vidas:
Nada sucede dos veces ni va a suceder. Por esto, sin experiencia nacemos y moriremos sin rutinas.
En esta escuela del mundo ni siendo malos alumnos repetiremos un año, un invierno, un verano.
No hay un solo día que vuelva a suceder, no hay dos noches parecidas, ni dos besos iguales, ni dos miradas a los mismos ojos.
Y nos dice en la última estrofa:
Abrazados, sonrientes, intentemos encontrar un acuerdo, aun siendo tan diferentes como dos gotas de agua pura.
La primera vez que leí este poema pensé en la mujer que amo; ahora entiendo que se refiere al amigo que tanto necesito pues no piensa como yo, al venezolano con el que quiero compartir esta tragedia que nos une, y aprovechar, junto a él, esa poderosa carga de conflicto que nos augura una inevitable armonía
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