Casa de la Estrella. Donde nació la República libre y soberana de Venezuela en 1830.

Casa de la Estrella. Donde nació la República libre y soberana de Venezuela en 1830.
Casa de la Estrella, ubicada entre Av Soublette y Calle Colombia, antiguo Camino Real donde nació la República libre y soberana de Venezuela en 1830, con el General José Antonio Páez como Presidente. Valencia: "ciudad ingrata que olvida lo bueno" para el Arzobispo Luis Eduardo Henríquez. Maldita, según la leyenda, por el Obispo mártir Salvador Montes de Oca y muchos sacerdotes asesinados por la espalda o por la chismografía cobarde, que es muy frecuente y característica en su sociedad.Para Boris Izaguirre "ciudad de nostalgia pueblerina". Jesús Soto la consideró una ciudad propicia a seguir "las modas del momento" y para Monseñor Gregorio Adam: "Si a Caracas le debemos la Independencia, a Valencia le debemos la República en 1830".A partir de los años 1950 es la "Ciudad Industrial de Venezuela", realidad que la convierte en un batiburrillo de razas y miserias de todos los países que ven en ella El Dorado tan buscado, imprimiéndole una sensación de "ciudad de paso para hacer dinero e irse", dejándola sin verdadero arraigo e identidad, salvo la que conserva la más rancia y famosa "valencianidad", que en los valencianos de antes, que yo conocí, era un encanto acogedor propio de atentos amigos...don del que carecen los recién llegados que quieren poseerlo y logran sólo una mala caricatura de la original. Para mi es la capital energética de Venezuela.

jueves, 10 de abril de 2014

¡Pobres latinoamericanos! El mundo no se interesa en nosotros y nosotros no nos interesamos en nuestros “países hermanos”. Hemos mirado siempre hacia fuera, con admiración a Europa y con recelo a Estados Unidos, pero no hacia dentro, hacia las experiencias históricas comunes de nuestros países.

Crónica de Venezuela

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El Nacional  10 de abril 2014 - 00:01¡Pobres latinoamericanos! El mundo no se interesa en nosotros y nosotros no nos interesamos en nuestros “países hermanos”. Hemos mirado siempre hacia fuera, con admiración a Europa y con recelo a Estados Unidos, pero no hacia dentro, hacia las experiencias históricas comunes de nuestros países. Por eso, a muchos amigos míos les pareció extraño que en 2007 comenzara a interesarme en Venezuela. No tenía nada de extraño. Quería yo ver con mis propios ojos la experiencia de un país gobernado por un régimen populista.
En diciembre de 2007, cuando visité Caracas por primera vez, Chávez (que llevaba nueve años en el poder) acababa de sufrir su primera (y a la postre única) derrota electoral. En un referéndum, una mayoría de los venezolanos había dicho No al proyecto de acelerar la convergencia entre Venezuela y Cuba, no solo en términos de política económica (creación de comunas, centralización política, límites definitivos a la propiedad privada) sino de una confederación formal entre ambas naciones. Los principales opositores fueron los estudiantes que, como en muchos otros momentos de la historia latinoamericana, jugaron un papel crucial en la defensa de las libertades.
La impresión mayor que me causó Venezuela fue la de un país seriamente dividido. Me propuse hablar con representantes de ambas mitades, y (salvo el presidente, que declinó por estar de gira por “la hermana república de Bielorrusia”) lo logré. Por parte de la oposición, el agravio reciente era la expropiación ordenada por Chávez de la cadena de televisión RCTV, la más antigua de Venezuela. Con ese acto, quedaba ya solo una cadena independiente: Globovisión. La radio era todavía libre y al menos dos periódicos de oposición circulaban profusamente (El Nacional y Tal Cuál), pero el predominio de Chávez en los medios era ya abrumador: frecuentes cadenas nacionales y un popularísimo programa de televisión dominical en el que él era el único y formidable show man: Aló, Presidente.
Lo que Venezuela vivía entonces no era solo un clima de polarización sino una guerra ideológica instigada y practicada principalmente por el gobierno: de un lado los revolucionarios, los bolivarianos, los socialistas; del otro lado los lacayos del Imperio, los traidores, los “pitiyanquis”. Me parecía un milagro que Venezuela –cuya historia de violencia es una de las más atroces del continente– no se hubiese precipitado a una guerra civil.
La paz pendía de un pilar: la lealtad del Ejército, principal protagonista de la historia venezolana. Después del frustrado golpe de Estado de 2002, el Ejército cerró sus filas con el presidente, que tuvo además el cuidado de jubilar a los mandos mayores y promover masivamente a los menores. Pero aun dentro del Ejército, antiguos compañeros de Chávez como el general Raúl Isaías Baduel (que lo había salvado en los días del golpe) criticaban el poder unipersonal de Chávez. Cuando visité Caracas, Baduel estaba a punto de ser encarcelado. (Permanece hasta ahora en prisión).
Aquel ahogo paulatino y sistemático a la libertad de expresión era solo un capítulo de una asfixia más amplia: la de la democracia. Chávez (que había llegado al poder por la vía electoral y seguía ganando elecciones) había ido integrando a su poder personal (mediante la cooptación, la intimidación o la represión) todas las instituciones políticas que debían servir de contrapeso: el Poder Legislativo, el Judicial, el Electoral (el manejo de las elecciones), el Fiscal. Todo ello, aunado al control directo de Pdvsa, al uso discrecional de los inmensos recursos petroleros (en años anteriores a la crisis de 2008) y a la nacionalización creciente de industrias privadas, apuntaba a un Estado que no necesitaba de un referéndum para evidenciar su simpatía con el modelo cubano al que, en un acto de insensato anacronismo, quería emular y perfeccionar.
Frente a ese proyecto se levantaban varios protagonistas colectivos, además de los empresarios (villanos por antonomasia de la retórica oficial): la Iglesia (menos influyente en Venezuela que en otros países de la región) los estudiantes (aun los de las universidades públicas), una mayoría de intelectuales, periodistas, artistas, líderes sindicales (Chávez coartaba la libertad de huelga) y –señaladamente– los más respetados líderes históricos de la izquierda, como los legendarios exguerrilleros Teodoro Petkoff o Américo Martín (que habían participado en la invasión desde Cuba a Venezuela en los sesenta y que, desencantados por la vía cubana, habían revalorado la democracia). A todos los unía una convicción común: oponerse al caudillo y al caudillismo.
La crítica, pues, era política. El agravio era político. El peligro que se percibía era sobre todo político. Muy pocos entre mis interlocutores dudaban de la vocación social del gobierno. Y algunos –yo mismo– la admiraba. Criticaban, eso sí, el modo de instrumentarla, la aberración de convertir Pdvsa –la eficiente y poderosa compañía de petróleo venezolano– en una especie de Estado paralelo ocupado de controlar clientelarmente a los ciudadanos y a manejar a su capricho los núcleos de la actividad económica. El despilfarro, la desorganización, la ineficacia y la inmensa corrupción derivada de este arreglo “revolucionario” eran ya para entonces alarmantes.
Pero las mentes más moderadas tendían a admitir una verdad evidente: la gente quería mucho a Chávez, y creía en él porque quizá por primera vez en la historia de sus vidas (y las vidas de sus ancestros) tenían frente a sí, domingo a domingo, a un presidente que les hablaba a ellos, que se preocupaba por ellos, que era uno de ellos.
Visité los mercados populares y las diversas “misiones” que Chávez acababa de fundar en los barrios pobres con varios propósitos, entre ellos, de salud, de alfabetización, distribución de productos baratos. Algunos funcionaban, otros no. La masiva presencia de personal cubano en los servicios médicos era la contraprestación al envío de petróleo subsidiado a Cuba. (La de personal de seguridad era menos evidente). Los ministros de Chávez que entrevisté, sus consejeros cercanos, sus intelectuales parecían genuinamente convencidos de que en Venezuela se estaba gestando un renacimiento del socialismo que la caída del Muro de Berlín creía haber sepultado: el “socialismo del siglo XXI”.

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Para entender mejor aquel presente y vislumbrar el futuro acudí a los únicos profetas en los que creo: los historiadores. Conversé largamente con varios expertos en Bolívar y en el culto religioso a su figura: Germán Carrera Damas, Elías Pino Iturrieta, Manuel Caballero, Simón Alberto Consalvi, Inés Quintero. Comprendí que libraban una batalla política crucial, una batalla por la verdad histórica, con un adversario formidable: el propio presidente Chávez, lector exhaustivo y exégeta de Bolívar, a quien aplicaba –sin saberlo y de la manera más estricta– la filosofía histórica y la teoría política de Carlyle (autor, por cierto, muy leído en estas tierras). Fueron mis colegas los que me dieron la perspectiva que necesitaba: Chávez no era un accidente de la historia venezolana, era un producto natural, esperado, de casi dos siglos de una historia trágica que ha oscilado entre episodios de inaudita violencia (social, racial) y largas dictaduras unipersonales de una duración y ferocidad casi sin precedente en América Latina.
Un trasfondo tiránico ha pesado sobre Venezuela desde sus orígenes. Además de los dictadores del siglo XIX (algunos ilustrados, otros de oropel), del 1907 a 1935 Venezuela padeció al “gendarme necesario” (como se le llamó a Juan Vicente Gómez). Mientras que la vecina Colombia celebró elecciones ininterrumpidas desde 1830 (y nunca tuvo un caudillo visible o un dictador) Venezuela tuvo su primera elección constitucional hasta 1947. Al poco tiempo ocurrió un golpe de Estado que llevó al poder a un nuevo dictador), Marcos Pérez Jiménez. Por fin, en 1958, el padre de la democracia venezolana, Rómulo Betancourt, pudo negociar un famoso pacto entre sus líderes rivales de derecha e izquierda (Rafael Caldera y Jóvito Villalba) que instauró la democracia. Ese orden duró tres décadas.
Lo más notable del mensaje que recibí de los historiadores, es el entusiasmo, la autenticidad, la profundidad con que Venezuela (como para revertir 150 años de dictadura, o para ganar el tiempo perdido) vivió esa experiencia. Bajo todo aspecto que se la mire (alternancia, limpieza electoral, división de poderes, autonomía judicial), Venezuela aprendió a vivir en democracia. Esas libertades, y un notable y estable crecimiento económico, la volvieron polo de atracción para la migración de Europa, en particular de España, y un puerto de abrigo para los perseguidos de las dictaduras latinoamericanas. Pero la moneda tuvo un reverso, sobre todo a partir de 1973, con el boom de los precios petroleros: la corrupción y la marcada desatención a los pobres. En 1989, una revuelta popular contra los súbitos ajustes de precios desembocó en saqueos que el gobierno reprimió salvajemente: hubo centenares de muertos.
La quiebra (el suicidio) de ese orden democrático fue el caldo de cultivo para la reaparición de caudillo, en la persona de un militar iluminado, el comandante Hugo Chávez. Aunque en 1992 intentó llegar al poder por un golpe de Estado, su encarcelamiento posterior lo convirtió en mártir y fue la mejor propaganda para su campaña electoral. Llegó al poder en 1998 por una votación masiva y legítima. Pero ni siquiera los sabios historiadores previeron el silogismo que esperaba a su país: Chávez admiraba a Bolívar como a Dios, él mismo se sentía la reencarnación de Bolívar, luego su endiosamiento era cuestión de tiempo.
Ya en los albores del siglo XXI, al control progresivo de las riendas del poder y el dominio sin límites de la riqueza petrolera se aunó un factor que casi nadie previó, menos aún tras la caída del Muro de Berlín: la influencia política e ideológica de Fidel Castro. Desde 1959 había puesto el ojo en el petróleo venezolano. Ejercía un hechizo sobre el hechicero. Chávez lo veía como un padre. La federación Cuba Venezuela vivía ya en el vínculo entre ambos. Venezuela, con su petróleo, le dio respiración artificial a Cuba; Cuba, con su experiencia política y policial, se hizo de los hilos del poder en Venezuela. Chávez buscaba genuinamente ser el Castro del siglo XXI. La muerte se lo impidió.

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Hoy la división entre las dos Venezuela que dibujaron los historiadores –la caudillista y la democrática– ha desembocado en la violencia que yo sentí latente desde hace años. Era previsible. Chávez era el muro final de contención. Su sucesor, Nicolás Maduro, no tiene el carisma de Chávez ni sus habilidades políticas ni su legitimidad… ni su aversión a la violencia. (Chávez no mató). Pero el “chavismo sin Chávez” tiene una base social fiel, amplia y poderosa. Frente a ella se erige otra Venezuela, que no busca voltear la espalda a los pobres ni revertir políticas sociales y tampoco exige la caída del gobierno. Lo que pide es la honesta restauración de la democracia con todas sus esenciales libertades y respeto a los derechos humanos.
Ojalá Venezuela, con su inmensa riqueza petrolera, evite precipitarse en la más terrible crisis económica de su historia. Y en aterradores escenarios de violencia tan comunes en su pasado, como un golpe de Estado o una guerra civil. Podría lograrlo si el gobierno abriera un capítulo inédito de genuino diálogo y conciliación. Pero ni Maduro ni sus aliados cubanos parecen dispuestos a intentarlo. Y así se da la triste paradoja de que los venezolanos, que con Bolívar hace dos siglos liberaron a medio continente, hoy luchan solos por su libertad

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