Milagros Socorro || Qué hay tras la mentira de “Chávez vive”
La más reciente forma de sobre actuación de la lealtad revolucionaria es apretar la mano del visitante a las oficinas públicas mientras se grita: “Chávez vive”. Esta nueva urbanidad es secuela de los modales impuestos por los más altos funcionarios, como la ministra de Defensa, almiranta Carmen Meléndez, quien, al asumir su cargo, pegó el mencionado leco propagandístico en el Patio de Honor de la Academia Militar, en Caracas.
En el mismo estilo, el ministro de Comunicación e Información, Ernesto Villegas, quien de siempre ha carecido de ideas propias y recientemente ha demostrado gran disposición a divulgar falsedades, se apuntó al timo y lo dice cada vez que le ponen un micrófono por delante.
No es, desde luego, la primera vez que un régimen autoritario fabrica un culto alrededor de una persona con el fin de arraigarse y establecer un vínculo religioso con la sociedad, de manera que sus abusos y crímenes gocen de impunidad cuando no de franca complicidad. De hecho, este “Chávez vive” es una réplica del “¡Heil Hitler!” con que se saludaba al líder nazi (con la salvedad, que no es poco detalle, de que el alemán estaba vivo cuando era objeto de este tratamiento teocrático).
Por lo general, el grito iba acompañado (todavía lo es, por parte de los llamados neonazis) del saludo fascista, una variante del gesto romano, que consiste en estirar el brazo y elevarlo en un ángulo de alrededor 40º sobre la línea de los hombros. Cualquiera sabe cómo es, puesto que el cine y la televisión lo han repetido para ilustrar la sumisión de las masas, la grandiosidad de los actos públicos y el clima de adoración que rodeaba al Führer.
Muy pronto sería adoptado también por el Partido Nacional Fascista y la Italia Fascista de Benito Mussolini, así como por la Falange Española y la dictadura de Francisco Franco, en España, donde no se gritaba el nombre del Caudillo sino “Arriba España”; aunque también era común que un jefe bramara “Viva Franco”, con la idea de que la audiencia al punto respondiera “¡Viva!”. Y es el caso que, al terminar la Guerra Civil Española (en abril de 1939), cada vez que se mencionaba el nombre de José Antonio Primo de Rivera, muerto en noviembre de 1936, se decía “¡Presente!”. Y se llegó al extremo de poner el lema “José Antonio ¡Presente!” en la gran mayoría de las iglesias españolas.
Dado que los totalitarismos tienen un mismo guión en todas partes, quienes cantaban el “Cara al sol” usaban camisas azules, en imitación de las camisas negras de los fascistas italianos y las camisas pardas nazis; y copiaron otras marcas corporativas como el apelativo de “camarada”, “combatiente” o “compañero”. En fin, nada que nos sorprenda.
Lo terrible es que todas estas marcas del folklore fascista y corporativista tienen un fondo nada gracioso. Las diversas definiciones de esta forma de hegemonía consisten en señalar que el fascismo procura una estatización de todos los ámbitos de la vida, tanto la política y la economía, como el devenir cultural.
-El fascismo -explica Emma Romero Antón - inculcaba la obediencia de las masas (idealizadas como protagonistas del régimen) para formar una sola entidad u órgano socioespiritual indivisible. El fascismo utiliza hábilmente los nuevos medios de comunicación y el carisma de un líder dictatorial en el que se concentra todo el poder con el propósito de conducir en unidad al denominado cuerpo social de la nación.
“El fascismo se caracteriza por estrategia de juzgar sistemáticamente a la gente no por su responsabilidad personal sino por la pertenencia a un grupo. Aprovecha demagógicamente los sentimientos de miedo y frustración colectiva para exacerbarlos mediante la violencia, la represión y la propaganda, y los desplaza contra un enemigo común (real o imaginario, interior o exterior), que actúa de chivo expiatorio frente al que volcar toda la agresividad de manera irreflexiva, logrando la unidad y adhesión (voluntaria o por la fuerza) de la población. La desinformación, la manipulación del sistema educativo y un gran número de mecanismos de encuadramiento social, vician y desvirtúan la voluntad general hasta desarrollar materialmente una oclocracia que se constituye en una fuente esencial del carisma de liderazgo y en consecuencia, en una fuente principal de la legitimidad del caudillo”.
Y si el caudillo ha muerto, no importa. Basta con repetir que vive.
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