Monseñor Luis Eduardo Henríquez poeta fidedigno con una obra bella y viva
Juan Liscano (*)
En 1942 el presbítero Henríquez publicó su primer libro. Se titulaba “Cantares del camino”. Este afirmaba la presencia de un poeta. Era un libro melancólico, profundo, lleno de finura y elevación de espíritu al par que de dominio formal. Recogía en él su mejor producción entre los años de 1933 y 1942.
Luis E. Henríquez nació el 30 de julio de 1913 en la ciudad de Valencia. Ingresó a los 10 años al seminario de su ciudad natal. A los 15 vino a Caracas. En 1932 se marchó a Roma a terminar los estudios de Filosofía y a graduarse en Teología. Se ordenó en la Basílica de San Juan de Letrán en 1937, fecha en que concluyó sus estudios cursados en la Universidad Gregoriana. Actualmente es capellán del Hospital Vargas y director de la página literaria del diario “La Religión”.
A la manera de un Fray Luis, en lo teológico, y a la manera de Juan Ramón Jiménez en lo poético, el presbítero Henríquez asciende por escala de soledad y se brinda en llama de amor vivo al Creador.
En su poesía, fina vena de llanto humano y de ansias celestes, agua de tiempo con salida, agua del tiempo con cauce, puedo uno lavarse el alma y contemplar la sombra del recuerdo -que no de un recuerdo- tornándose alba de esperanza. Es ese padecer que su propia voz y el Verbo despierta en sí mismo, a lo mejor padecer de vida y de alma más que de poesía, el presbítero Henríquez conquista sus alas, se las pone a su verso y son ellas, más que de Pegaso legendario, alas de ángel tutelar, quizás de aquel que, según la iconografía clásica, por el monte de oscuros olivos y en una hora de amargura, le brindara a Jesús el cáliz de la agonía.
Como la de todo poeta fidedigno, esta poesía es acto de amor, desarrollo de una exclamación y fluyente energía de canto. Las razones metafísicas y teológicas que la sustentan, explican y determinan no aparecen en ella a manera de conceptos. Estos se deducen del estilo, de la magia poética. No es poesía pragmática ni poesía de tesis. Este sonetario se afirma en limpio idioma lírico. Es fruto de sentimientos y no de ideas.
Y por ello produce en quien lo lee esa imponderable emoción que se siente ante una obra bella y viva; emoción que llega al lector por el camino claro del corazón y no por las vías calculadas del intelecto.(...)
A lo sumo puedo decir que esta poesía es un cuerpo de luz y de penas, un maravilloso cuerpo humano que quiere libertarse del tiempo y ascender, por una escala de renunciación y de soledad, hacia su verdad mística, que es también su verdad de vida. Y que en ese propósito, en ese padecer, en ese trance lleno de grandeza, el presbítero Henríquez, a más de hacernos sentir hondamente toda su contienda y su victoria, logra la mejor virtud poética.
Y que esa virtud poética, aunque fuese hija de la gracia teológica y no de la gracia del arte, ubica a esta escritor como un poeta verdadero, como un lírico esencial y como un alma exquisita que desnuda la raíz de su grito en cada uno de sus poemas.
Sé comprender y sentir con plenitud esta poesía que hunde y nutre sus raíces en el mundo celeste de la aspiración a Dios.
Ella se nos brinda, en esta hora del mundo, con una melancolía penetrante, con una nostalgia de lo ya pasado y de lo no acontecido, con “una tristeza nueva y siempre antigua”, una pena crepuscular, un ansia de vuelo y una herida, con un cuerpo que pugna por tornarse ingrávido, con una voz que llama desde el fondo de la vida y, suspensa, espera la respuesta anhelada; se nos brinda repartida en mil acentos y cauces, matizada hasta ese límite en que los colores, el sonido y las formas de la tierra empiezan a esfumarse, a perderse por la “noche oscura del alma” de San Juan de la Cruz, por esa noche mística que es como el umbral de la perfecta claridad, la inicial de sombra con que se anuncia el sol resplandeciente.
(*) Fragmento del prólogo del libro "Escala de soledad" 1942 - 1944
ARS POÉTICA
Llevo treinta años de silencio poético, en que he abandonado el oficio de filigranar en versos el sentimiento poético. Este trabajo ponía mi sensibilidad y mi fantasía tensas como las cuerdas de un violín, con el peligro de ensimismarme cada vez más, y desmedro del trabajo al que Dios me había llamado para su servicio en la Iglesia, concretamente en el ministerio sacerdotal. El abandono fue una opción consciente. Había pasado largos años de enfermedad y convalecencia. Dios me había devuelto la salud; debía, pues, volver en la tarea para la que Él, ante todo, me había llamado. También he sido renuente a la publicación de las poesías inéditas, por varias razones. Mi poesía está tan lejos de los gustos y expresiones hoy en boga en la creación poética, esotérica, a veces, hasta parecer criptograma; otras veces, descarnada, escueta y directa hasta lindar con el manifiesto socio-político: realista, otras, hasta tocar la vulgaridad y la coprolalia. En un mundo cada vez más socializado y secularizado, ¿podrá gustar aún una poesía intimista y transverberada de un profundo sentimiento religioso? También me cohibía una especie de pudor espiritual retrayéndome de hacer público lo más íntimo de mi intimidad, porque en esta poesía, que se desliza por los linderos de la realidad y del ensueño, se purifican y transfiguran los sentires más dolorosamente íntimos. Los he titulado Rescoldo: “brasas menudas conservadas y resguardadas por la ceniza”. Violaine , en el drama de Paul Claudel “L’Annonce faite á Marie”, le dice a su dura hermana Mara (amarga): “Muchas cosas se consumen en el fuego de un corazón que arde” (Acto III, Esc. II).Entre las cenizas de tantas cosas consumidas, quedan las pequeñas brasas de las poesías. Dios encendió ese fuego. Y en su llama, ¡cuánto se ha consumido! Él nos toma con su amor purificante para que, al consumirnos, demos luz y calor. En el sufrimiento sentimos el paso calcinante del amor de Dios. Como dice también Claudel, por boca de Violaine en ese mismo drama: “Dios es avaro y no permite que ninguna criatura sea encendida sin que se consuma un poco de impureza, la de ella o la de lo que la rodea, como la brasa del incensario que se atiza” (Ib.).Ese fuego que permanece, entre cenizas, esta hecho de amor y de dolor, de ilusión y desencanto, de esperanza y desolación.(…) Os entrego, pues, este “Rescoldo”. Brasa pequeña y menuda, que perdura en la ceniza. Dios permita que todavía pueda dar un poco de luz y de calor.
Valencia, 21 de abril de 1982
El Carabobeño 28 julio 2013
Poemas
La plegaria del cardo
Señor, brille la aurora de tu rostro divino sobre este cardo seco que muere en el camino!
Sentí sobre mi frente el latigazo recio que descargó el desprecio de unos soles perennes
siento la calentura y no he gustado nunca el piadoso rocío
que mitigue en mis labios el sabor de amargura y el ardor de la fiebre con que me abrasa estío.
Señor, todas las plantas se coronan de flores
Y yo tan sólo tengo corona de dolores!
Hasta el cactus asceta que en el desierto estéril perfila su silueta de sus rosas sangrientas tiene la primavera.
Señor, haz que florezca tu pobre cardo muerto
y que no tenga espinas, como incensario abierto-
Ungir pueda de aromas la planta que lo hiera...
II
Breve, muy breve fui feliz, una hora
apenas, y me cobras con usura
un brevísimo rato de ventura
con el inmenso padecer de ahora
¡Por qué no ha de tener mi noche aurora,
ni orilla este mar de mi amargura?
Señor, dame una estrella... mi ternura
huérfana y sola tu piedad añora.
Exprimiste mi ser, y gota a gota
fue destilando su amargor mi vida,
copa de angustia en plenitud henchida.
¿Por qué henchirla de hiel si ya está rota?
¿Por qué llenan avispas mi colmena y el nardo de mi amor muere de pena?
III
Vida estamos en paz, nada te pido.
Por la ilusión me diste desconsuelo,
quebrantaste las alas de mi anhelo
y marchitaste el corazón herido.
Soledad infinita del sentido
que nos encierra en cárceles de hielo,
¿Quién podrá atravesar su denso velo
y escuchar de las almas el gemido?
Palmera sin oasis en desierto,
cardo sin flores entre la roca abierto,
palabra sin respuesta, ardida en pena.
Tu angustia, mar salobre, todo abarca;
pero a través de ti pasa mi barca
hacia la luz de la esperanza plena.
Monseñor Luis Eduardo Henríquez J.
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