Al llegar a Valencia, después de unos cuantos meses de ausencia, se espera encontrar algo agradable y bonito que lo sorprenda en la ciudad. No es así. Al pasar el Distribuidor de San Blas y mirar hacia el barrio La Adobera, se te muere la esperanza al ver la basura tirada desde arriba, las aguas blancas y negras chorreando pendiente abajo y cauchos viejos apilados sirviendo de criaderos de zancudos dengosos.
Cuando se llega a la avenida Bolívar el panorama es caótico. El elevado del Viñedo sucio y sin mantenimiento, vibra con candencia alarmante al paso de los carros como advirtiendo de su desgaste y ganas de desplomarse por cansancio. Está la avenida tan llena de cráteres, restos de maquinarias y materiales rodeados de cercas de alambre, que uno no sabe si fue bombardeada o son huecos de excavaciones arqueológicas. Los buhoneros dicen que son entradas para las minas donde unos cuantos han encontrado oro, mucho oro, mientras los comerciantes gritan que ellos solo han encontrado la ruina.
No se percibe la existencia de un sistema de recolección de basura. Las bolsas con desechos podridos permanecen en las calles días seguidos, destrozadas por perros hambrientos y gatos curiosos, por donde pululan ratas que ya parecen conejos.
El tránsito circula en total desorden. Las colas interminables, las cornetas gritando, los desvíos bruscos para no caer en los huecos y una ausencia de señalización vial que obliga a adivinar cuáles calles son de sentido único o de doble vía. Comer una flecha y unos cuantos semáforos con la luz roja es el desayuno vial básico de los valencianos. Los peatones, ésos no tienen quién los ayude y proteja y son obligados a dar brincos como monos para pasar una calle y no ser arrollados.
El transporte público es asustador. Las unidades en mal estado son manejadas por unos tipos que violentan con impunidad cualquier regla de tránsito o de educación, sin respeto por los pasajeros, los transeúntes y los demás conductores, y se creen dueños de las calles. Corren como locos, con la música a todo volumen atormentando a quienes les paga el pasaje, que viajan emparedados y dándose tumbos, con el temor a la vez de un choque o un asalto que los despoje de lo poco que llevan, cuando no les arrebatan la propia vida.
Toda la ciudad es un inmenso mercado persa. Comercio dicho informal pero que es de rancherío y tarantín, inmerso en inmundicia, plásticos y cajas de cartón en las aceras frente a las tiendas de los comerciantes formales, impotentes ante el atropello buhonero descarado que solo puede existir por estar protegido por quienes tienen la obligación de sacarlos de ahí e imponer el orden.
Así está Valencia, ciudad ornamentada de tarantines y basura convertida en un campamento minero anárquico, brutal y sucio. Los bandidos se adueñaron de la ciudad, asaltan casas y edificios, automercados, bancos, autobuses y donde les viene en gana, roban carros o secuestran y matan por encargo, bajo la mirada cómplice de los que tienen el deber de proteger a la gente.
Mientras esto está ocurriendo a los tres años de ejercicio de la administración municipal, el responsable por el municipio, electo por accidente como resultado de una desastrosa e irrepetible equivocación política, parece no haber entendido por qué y para qué resultó electo, y menos aún por qué no será reelecto.
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