Guillermo Mujica sevilla || De Azules y de Brumas
Un hombre que suda sangre (I)
Allá por el año 1854 se agitó en los tribunales de Carabobo un proceso criminal que revistió formas horribles y misteriosas a la vez, pues se trataba nada menos que de un hombre que había asesinado cruelmente a una infeliz mujer, por no haberse querido prestar a sus impuros deseos.
El reo fue bautizado al fin de los debates jurídicos con la siguiente frase “El hombre que suda sangre”. Se llamaba Eusebio Ladera, y había consumado su crimen en estas terribles condiciones.
Eusebio era muy dado al amor y a los demás placeres que agitan fuertemente los sentidos, bebía, bailaba, enamoraba y era amigo de pendencias. Sin embargo, Eusebio trabajaba, tenía su labranza, su burro, su rancho de paja, donde vivía con su madre y dos hermanas en las cercanías de Borburata.
Una tal Rosa, muchacha rústica también pero con una cara como regalo de Dios, y una gracia que traía atontados a los hombres de la comarca, le había trastornado la cabeza a Eusebio, y no había fiestas ni parrandas, ni quemazones donde estuviera Rosa que a poco no apareciera Eusebio.
Llovían los galanteos en forma de proposiciones de futura vida, como es costumbre entre la gente de nuestros campos, pero siempre Rosa respondía con esta frase “lo impide el sacramento”.
Rosa había llevado a recibir las aguas bautismales a un hijo natural de Eusebio, para éste la excusa era fútil y crecía la impetuosidad de su pasión en razón directa de la resistencia de Rosa. Una mañana que ésta se dirigía, acompañada de una vieja tía, de Borburata hacia Puerto Cabello, se encontró en el campo con Eusebio, quien desnudo de cintura para arriba, rozaba en su conuco. Ver a Rosa saltar por sobre la empalizada y lanzarse al camino, todo fue ejecutado con rapidez.
¡Mi vieja, dijo a la tía, ¿nos podría dejar solos a mí y a Rosa? ¿Cómo ha de ser eso, Eusebio? Es imposible. Pues si no lo haces por las buenas lo hará por las malas, y le descargó un fuerte planazo que hizo huir precipitadamente a la infeliz. Rosa no se daba cuenta de lo que acontecía. Estaba como petrificada, sin atinar a dar un paso en ninguna dirección. Vamos Rosa, vamos, estamos solos y necesito tu última palabra.
Presa de un temblor convulsivo, la muchacha pudo, sin embargo, articular con claridad su acostumbrada frase: “Lo impide el sacramento”. ¿De modo que no te presta a mis ruegos? No puedo ¿Y si te hago fuerza? No puedo, volvió a repetir temblando...
No siguió adelante el diálogo porque Eusebio lo cortó rápidamente, yéndose encima de Rosa, rodeándole la cintura y pretendiendo echarla a tierra, pero como la mujer que defiende su honra saca fuerzas del fondo de su propia debilidad, Rosa aceptó aquella lucha desigual, oponiendo al hombre que así la vilipendiaba una resistencia física tan robusta como había sido constante en su pertinaz negativa.
El forcejeo era terrible: no se oían voces si no crujir de miembros, rasgamiento bestializado y bramaba, la mujer se había transformado en heroína y resistía. Sublime lucha. Es la de la esposa del romano Colatino, es la muerte de Virginia huyendo de la persecución libidinosa del decenviro Apio Claudio.
Ciego de cólera, Eusebio pasó con la rapidez del relámpago del amor al odio, de la fuerza al crimen, pues bien, ya que no puedes ser mía, no lo serás de nadie, dijo, y descargó terrible machetazo sobre aquella infeliz. Partes del artículo tomado del libro Tradiciones de mi Pueblo (1961)
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