Karl Krispin: El secreto
El Nacional junio 8, 2013 pág. 8 OPinion
Relata González Guinán que en 1827 a José Antonio Páez instalado en Valencia, tres años después ciudad cismática de Colombia, no se le ocurrió otra cosa que montar una función de Otelo de William Shakespeare. Páez hizo de Otelo y, curiosamente, uno de los grandes intrigantes de la historia venezolana, Miguel Peña, personificó al también intrigante de la obra, Yago. No aclara el historiador quién fue Desdémona pero lo que sacamos en clarísimo es la categoría de superación a lo largo de su vida. Aquel peón que le lavaba los pies al zambo Manuelote terminó como presidente de la República, fue el factor de una de las épocas más luminosas de la historia, los años de 1830 hasta 1847, que Gil Fortoul bautiza como de la “oligarquía conservadora” (eran conservadores en política y liberales en economía como Bolívar, por cierto) y que resultó hombre culto, escritor, violinista y hasta actor del teatro isabelino. En 1827 Páez cohabitaba en Valencia con Barbarita Nieves sin que eso molestara demasiado a los godos del Cabriales. González Guinán insinúa que lo de Shakespeare fue una treta para ganarse a la sociedad valenciana para que le perdonaran lo de Barbarita. Un engaño con Shakespeare es infalible.
Me gusta pensar en los presidentes que lo sucedieron: en sus gustos, aficiones, cultura y libros. Guzmán idolatraba París: eso todavía nos acompaña por las edificaciones que dejó. Cipriano Castro se entregaba al cognac y las mujeres. Su vida licenciosa le enfermó los riñones y la presidencia. Juan Vicente Gómez era un fanático del cine: todos los días veía una película. La que más disfrutó fue la de una tarde de 1924 cuando le comunicaron que Castro se había muerto en Puerto Rico. López Contreras era intérprete de la historia. Rómulo Betancourt del país, la literatura y las pipas. Delgado Chalbaud tenía emoción por los caballos y el Lucky Strike. Pérez Jiménez por los automóviles, la Orchila y sus amenidades. Caldera ante el dominó y los libros. Ramón J. Velásquez es uno de los presidentes más cultos de esta república bicentenaria. Si Hugo Chávez no hubiese entrado en la Academia Militar, habría sido un pitcher como el Kid Rodríguez: el béisbol fue su pasión.
De Hugo cada venezolano tiene su propia interpretación: mientras dure la memoria colectiva porque la amnesia venezolana es brava, cada cual será capaz de componerle su biografía particular. Se encargó de contarnos su vida en una serie por entregas que duró 14 años. Supimos de dónde venía, dónde estudió, cómo le decían, el nombre de sus amigos, cómo conspiró y hasta los caimanes gigantes del río Apure que contaba en su navegación fluvial. De su etapa anterior al poder no ocultó casi nada. De allí su éxito y el tsunami de su carisma. De su sucesor no sabemos ni jota. Es inaveriguable. Ni qué estudió ni dónde, si obtuvo algún título. Sabemos de algún trabajo pero sus años anteriores parecen emular una vida no revelada como la de Jesús que apareció ya siendo maestro. O con un maestro en este caso. Algunos dicen que se formó en Cuba y que es ficha de los Castro desde el prechavismo.
Información tan oculta no inspira sino extrañamiento y distancia. Sus arengas no hacen sino encriptarlo más porque imita sin aliento ni talento a su predecesor. Sorprende que un país haya votado por quien desconoce en profundidad. Venezuela ignora su secreto. Ni sus intereses se ventilan, ni siquiera un equipo deportivo de su preferencia. Parece la nada. Apenas un fugaz destello personal: una foto con Sai Baba. Hasta compromisos adquirió que ahora silencia: prometió casarse con Cilia si resultaba elegido Presidente. Será que desconfía de los resultados o habrá sido su anuncio un juego efectista, de esos que si leyera la autobiografía de Páez, aprendería con mayor método y elegancia.
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