Casa de la Estrella. Donde nació la República libre y soberana de Venezuela en 1830.

Casa de la Estrella. Donde nació la República libre y soberana de Venezuela en 1830.
Casa de la Estrella, ubicada entre Av Soublette y Calle Colombia, antiguo Camino Real donde nació la República libre y soberana de Venezuela en 1830, con el General José Antonio Páez como Presidente. Valencia: "ciudad ingrata que olvida lo bueno" para el Arzobispo Luis Eduardo Henríquez. Maldita, según la leyenda, por el Obispo mártir Salvador Montes de Oca y muchos sacerdotes asesinados por la espalda o por la chismografía cobarde, que es muy frecuente y característica en su sociedad.Para Boris Izaguirre "ciudad de nostalgia pueblerina". Jesús Soto la consideró una ciudad propicia a seguir "las modas del momento" y para Monseñor Gregorio Adam: "Si a Caracas le debemos la Independencia, a Valencia le debemos la República en 1830".A partir de los años 1950 es la "Ciudad Industrial de Venezuela", realidad que la convierte en un batiburrillo de razas y miserias de todos los países que ven en ella El Dorado tan buscado, imprimiéndole una sensación de "ciudad de paso para hacer dinero e irse", dejándola sin verdadero arraigo e identidad, salvo la que conserva la más rancia y famosa "valencianidad", que en los valencianos de antes, que yo conocí, era un encanto acogedor propio de atentos amigos...don del que carecen los recién llegados que quieren poseerlo y logran sólo una mala caricatura de la original. Para mi es la capital energética de Venezuela.

domingo, 11 de mayo de 2014

El escritor Salvador Garmendia (Barquisimeto 1928-Caracas 2001) Salvador habló del futuro pero no como una entidad abstracta que se vislumbra sin certidumbre alguna, sino como algo inexorable, tangible que emerge al final del largo recorrido, de la agotadora jornada de toda una vida. He referido alguna vez este episodio: “¡Ya no tenemos futuro!”, dijo.

El futuro

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El escritor Salvador Garmendia (Barquisimeto 1928-Caracas 2001) fue uno de mis amigos más queridos y venerados. Fueron muchas las madrugadas que nos vieron caminando por las desoladas calles de Barquisimeto cauterizando las heridas del mundo, revisando poemas y relatos ajenos o tomando ron con limón en desahuciados bares de Los Flores de Catia. Poco antes de su muerte, el 13 de mayo de 2001, durante una de sus plácidas visitas a mi casa en las que se sentía a gusto conversando sobre las vueltas y revueltas de nuestras propias vidas, Salvador habló del futuro pero no como una entidad abstracta que se vislumbra sin certidumbre alguna, sino como algo inexorable, tangible que emerge al final del largo recorrido, de la agotadora jornada de toda una vida. He referido alguna vez este episodio: “¡Ya no tenemos futuro!”, dijo.
Vuelvo a verlo sentado frente a mí, en la sala de mi casa; como tantas otras veces lo había visto envuelto en la fulguración de su viva inteligencia, en el encanto inagotable de su brillante conversación e incisivo humor; preocupado por el país en aquella hora. Resultaba una gloria tenerlo en casa y escucharlo; un privilegio haber sido su amigo durante medio siglo. Pero ya no era el mismo porque la diabetes lo estaba venciendo y lo sabíamos. “¡Lo que más me duele –dijo– es no poder caminar más por el Parque del Este!”. Allí encontraba todas las mañanas a un grupo de amigos; algunos, profesores en el Pedagógico. Los veíamos recorrer las caminerías a paso lento. Se les conocía como “¡el Ateneo que camina!”.
“¡El futuro ya llegó!”, dijo. Estiró el brazo y en un movimiento amplio como si quisiera abarcar todo a su alrededor, agregó: “El futuro es esto que tenemos ahora”.
Sentí que la casa y todo lo que había en ella se desvanecía, nos fugamos en el tiempo y nos devolvimos a los años adolescentes cuando vislumbrábamos con pasión un país construido a la medida de nuestros propios deseos e ilusiones: coherente, próspero, sano, lúcido y culto; práctico en el ejercicio constante de la democracia y la tolerancia. El país que encontraríamos cuando llegara el futuro, es decir, cuando alcanzáramos Salvador y yo una edad más avanzada. Aquel hermoso país con el que soñábamos resultó ser este que hoy se deshace ante nuestros ojos: insano, agresivo, hundido en carencias indignas que activan la degradación humana y genera un rencor social que está en la raíz de buena parte de la violencia que padecemos.
Al igual que Salvador, también llegué al futuro, puesto que es poco ya el camino que me queda por recorrer. Pero no resulta grato lo que veo o lo que aún me espera: una economía estrecha, un autoritarismo errático; un populismo que cree vivir una democracia “participativa” y socialista que excluye y ofende a los sectores más productivos, a la inteligencia de sus intelectuales; que incendia bibliotecas universitarias. Unas instituciones plegadas y ajustadas a una rígida voluntad militar como si hubiésemos dado vueltas en el tiempo y reviviéramos una Venezuela, básica y primitiva quedada atrás, contradictoriamente, justo en tiempos de globalización y avances genéticos y tecnológicos que están afirmando la gloria del nuevo siglo, es decir, el resplandor del verdadero futuro que anhelamos siendo jóvenes y cuya ilusión logré mantener intacta hasta el último respiro, en la esclarecida inteligencia y exquisita sensibilidad de Salvador Garmendia.
¡La ilusión del futuro! Hoy ese futuro dejó de estar delante de nosotros. Con los avances científicos y tecnológicos se ha colocado detrás, pero en la Venezuela bolivariana en lugar de impulsarnos hacia delante nos jala hacia atrás, mientras atravesamos con afligido estupor el desierto de los desconsuelos.

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