Una breve nota sobre Birdman
EL NACIONAL 20 DE FEBRERO 2015 - 12:01 AM
Un solo de batería que envuelve la pantalla negra. Un jazz que marca la pauta de las letras que, desordenadas, van apareciendo y cubriendo todo. Son rojas y blancas, como los colores que ves cuando cierras los ojos. Nos dijeron desde niños que el rojo representaba la sangre. En Occidente el blanco es pureza, pero en Oriente significa luto, muerte. Quizás sea verdad después de todo.
Una frase y dos preguntas suspendidas en el aire, que se desvanecen tan rápido como fueron formuladas. Un último fragmento de sobriedad y claridad por parte de Raymond Carver que dejan el camino a seguir. Las letras dispersas como migajas de pan. El espectador como un ingenuo Hansel, o peor aún, como una hambrienta Gretel que quiere más. La Gretel que se empieza a comer la casa de dulces sin importarle nada más.
Un meteorito que va cayendo envuelto en llamas, una advertencia, una señal de que un final devastador está a la vuelta de la esquina. La extinción de los dinosaurios y de todo el medio ambiente tal y como lo conocemos. Un viejo pterodáctilo que levanta, apenas, la vista y no entiende lo que se avecina. Sus escamas no permiten que sienta la piel de gallina.
Y de pronto un segundo de una playa llena de medusas muertas en su orilla. ¿Un amanecer? ¿Un nuevo comienzo?
El héroe flota a centímetros del suelo. Logra meditar sin dejar la mente en blanco. Ahí está, casi desnudo frente a una implacable voz interna que intenta amoldarlo. Sabe que el nirvana se alcanza al dominar dicha voz. Que la iluminación tibetana, de cierta forma, es encadenar a tus demonios más profundos. Y nuestro héroe, ya viejo, calvo, flácido, un fracaso como padre, como esposo, como amante, como héroe, está ahí intentándolo. En verdad se esfuerza en ser el Dalai Lama de su vida personal. De encontrar la paz, su paz, en medio de las llamas de la mente y los círculos del infierno que bajan hasta su conciencia. El héroe quiere ser el Dalai Lama, pero a lo mejor le sería más fácil convertirse en un Dante. Igual, y quizás lo más importante, es que sabe que no pertenece a ese lugar.
Y así comienza Birdman, o al menos sus dos primeros minutos. Una película que nos lleva de la mano de Riggan (Michael Keaton), un actor no muy bueno que lleva sobre sus hombros una carga enorme: recuperar a su familia, su carrera y a sí mismo, a través de la adaptación de una obra de Raymond Carver que ha llevado a Broadway. Una historia sencilla pero audaz, intoxicante, que demuestra lo más devastador de la naturaleza humana: su psiquis.
El ego, los miedos, las cosas que no se dicen, el intentar remediarlo todo, a pesar de todo, por encima de todo. La voz que no puede ser jamás conciencia, que nunca va a tener la voz de Pepito Grillo, pero que te arrastra como melodía de sirena a que te estrelles contra el arrecife. Es la voz de tu parte más oscura y racional, la de tus instintos básicos y de supervivencia, la que te vuelve animal, pterodáctilo, ave, y que te pierde en la locura. Una voz que destruye el hilo de Ariadna porque le interesa que enfrentes el laberinto y que te desvanezcas entre sus paredes. Un teatro en Broadway que no te deja escapar de él, en el que subes, bajas y recorres cada escalón, cada recoveco. Creta en pleno centro de Manhattan. El héroe huyendo de un monstruo que siempre le está pisando los talones porque se encuentra en su interior. Y no puede apartarse de la obra, del falso decorado de la puesta en escena, del telón que se baja para volver a subir al día siguiente. Y la cámara te muestra todo esto, silente, atenta a los detalles, a las cejas que se contorsionan ante la duda, a la comisura de la boca que se tensa por la angustia. La cámara parece un roedor, o mejor dicho, es una rata. Una rata que se mueve libre por todo el laberinto, que puede trepar paredes y atravesarlas, que va a su ritmo y corre más rápida que la historia misma, o que a veces se detiene mientras todo lo demás sigue su curso. La cámara es el verdadero hilo de Ariadna, pero esto a nuestro héroe no le sirve en absoluto. Es un hilo para nosotros, la salvación de los espectadores. Nuestro chaleco salvavidas en medio de la deriva. La batería sigue sonando y marcando la pauta. Retumba dentro del teatro, en los camerinos, en las calles de Broadway. Toda Nueva York es un solo ritmo de jazz, frenético y agobiante. La música acompaña al héroe a todas partes. Es la otra cara de la moneda de su voz interna. Voz que lo lleva al caos, música que lo mantiene alerta y que le recuerda que no está soñando. Mike (Edward Norton) es sublime dentro del laberinto. Representa la bestia desatada, el alma presa de los demonios y de la voz interna. Un barco sin timón y a la deriva que está feliz de desbaratarse frente a los arrecifes de coral. Nuestro héroe, Riggan, se siente fascinado por Mike. Lo ama por lo que representa y lo odia porque se ve ante un espejo. Ambas personalidades no hacen más que encender la mecha del otro esperando una explosión. La colisión es inminente, y por lo mismo, maravillosa.
Birdman no es una película sencilla. Es densa, profunda. Es la historia de Teseo y el Minotauro dentro de la mente humana. El paraíso perdido de John Milton en pleno siglo XXI, donde la diatriba moral entre el bien y el mal ya no es una cuestión divina, sino de la rutina diaria de todas las personas. Una guerra en la que no debes enlistarte en el ejército porque naciste siendo soldado, y en la que no tienes rifles ni granadas para defenderte. Estás solo en el laberinto, sin nada más que un traje de camuflaje y una cápsula de cianuro oculta en la muela. Es tu decisión.
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