¡Qué irónico es que precisamente por medio del lenguajeun hombre pueda degradarse por debajo de lo que no tiene lenguaje!
Sören Aabye Kierkegaard (1813-1855)
Sören Aabye Kierkegaard (1813-1855)
Uno de los involucrados en el complot para asesinar a Hitler fue el General Hans Speidel, jefe del estado Mayor de Rommel en Francia. Nadie sabe cómo Speidel logró sobrevivir después de caer en manos de la Gestapo, cuando hubo más de 200 ejecuciones y el propio Rommel fue obligado a suicidarse.
Desmond Young, en su libro Rommel, el zorro del desierto (una obra, por cierto, llena de respeto por el contrincante), nos presenta a Speidel con una mirada de búho y un espíritu claro y preciso. Entre las dos guerras el joven militar estudió historia y filosofía en la Universidad de Tubinga, graduándose summa cum laude en 1925 y convirtiéndose en lo que el propio Young llama “un caso muy raro”. Después de pelear en la campaña de Rusia le preguntaron a Speidel cuáles fueron las causas de la derrota alemana y respondió:
— Demasiados rusos y un alemán de sobra: Hitler.
Para entonces ya detestaba a los nazis. La explicación de que no fuera asesinado luego del fallido atentado contra el Führer tiene dos vertientes. Unos dicen que negoció vendiendo a Rommel, una posibilidad que no se sostiene: acusar a su jefe directo lo involucraba y, además, pruebas contra Rommel había de sobra. Desmond Young propone una razón más estimulante:
El poder salir con vida mostró lo bien armado que está el filósofo en un mundo brutal e irracional. Cuando fue interrogado en la prisión de Albrechtstrasse, la Gestapo estaba convencida de su culpabilidad, pero nunca lograron sorprenderle en una falsa posición. No podía persuadir a la Gestapo de su inocencia, pero era tan superior a sus adversarios intelectualmente que llegó a hacerlos dudar y hasta a sospechar de que eran un poco idiotas. Se trataba de un sabio ejercicio de dialéctica, desarrollado sin pasión y en apariencia sin ansiedad alguna.
El propio militar y filósofo explica su estrategia:
Creo que se debió a que discutí punto por punto con una lógica absoluta desprovista de emociones. Así les convencí de que yo estaba más interesado en los hechos que en mi propia suerte.
Hay otro caso más cercano a nuestra patria y a nuestros tiempos. Carlos Fernando Flores es un ingeniero chileno que durante el gobierno de Allende fue Ministro de Hacienda y Economía. A raíz del golpe de Pinochet fue encarcelado por tres años hasta que Amnistía Internacional logró su liberación. Flores se instaló en California, donde obtuvo en la Universidad de Berkeley un doctorado sobre Filosofía del Lenguaje. Esta nueva pasión nació en la prisión de la isla de Dawson mientras era sometido a diferentes tipos de torturas. Cuando llegó a los extremos de la impotencia y la postración, comprendió que la única arma que tenía para sobrevivir era la palabra: “Qué decir, qué no decir, cuándo callar, cuándo hablar”.
Flores propone que la palabra es capaz de efectuar cambios en el mundo, de aquí la necesidad de estudiar el potencial que el lenguaje tiene como acción y no sólo como información. Una vez que la palabra comienza a actuar, esta misma acción estimula, a su vez, un tipo de lenguaje. Podemos decir que el lenguaje es una acción que crea la necesidad de un lenguaje acorde con estas acciones, y así sucesivamente.
A la caída de Pinochet, Flores volvió a Chile y en el 2001 lo eligieron senador. Su prometedora carrera política termina cuando decide apoyar a Sebastián Piñera. En una entrevista para el CNN, un joven periodista le pregunta sobre este brusco cambio de la izquierda hacia la derecha. Flores se molesta y al cierre del programa le dice al periodista:
— Te jodiste, porque no te voy a dar más entrevistas por hacer puras preguntas huevonas.
Su respuesta queda grabada y se hace viral. Nunca más ha sido reelecto. He pensado mucho en este proceso que se inicia con un prisionero desamparado y termina cuando, siendo un poderoso senador, desata una acción en su contra al no saber cuándo callarse. A partir de esta imagen, ¿cómo no recordar las situaciones donde nuestras vidas parecen depender de hablar claro y oportunamente?
Asomarme a que “La palabra salva”, pero también condena, me deja tan contemplativo como magullado. Hay algo pulsando y latiendo que necesito resolver y acudo a la Biblia utilizando esos atajos que nos dan los buscadores de la web. Encuentro unos párrafos del profeta Isaías. No hay mayor profecía que ser leído tres mil años después de haber escrito:
Como la lluvia y la nieve descienden del cielo y no regresan sin haber regado la tierra, sin haberla fecundado y hecho germinar, para que dé semilla al sembrador y pan para comer, así será la palabra que sale de mi boca: no regresará a mí vacía, sin haber obrado lo que deseo y sin prosperar en aquello para que la envié.
No sé si Flores leyó estas líneas donde se anuncia el efecto multiplicador y fecundo de la palabra. Puede que se haya centrado demasiado en la parte del “prosperar” y el “haber obrado lo que deseo”, y considere las acciones del lenguaje como algo que solo ocurre de adentro hacia fuera a través de promesas, compromisos y convencimientos, dándole cada vez más poder, vanidad, jactancia, incontinencia.
Desde la gesta del general Speidel y del senador Flores, podemos preguntarnos a dónde nos han llevado nuestras palabras.
Comencemos con un teniente coronel que intenta tomar el poder por la fuerza, fracasa y, estando en prisión, también descubre la palabra. Será la palabra de un militar y estará repleta de acción, y ese accionar resultará un arma magnífica.
Ya lo dijo San Juan en su evangelio: “En el principio era el Verbo, y el Verbo era Dios”. Así fue el comienzo, todo comienzo, y así habrá de ser, incluyendo los sucesivos finales y principios que nos aguardan.
Las acciones que surgieron de las primeras promesas del militar originaron un tipo de lenguaje, que a su vez generó nuevas acciones. Este tipo de proceso va enalteciendo el lenguaje o degradándolo. En este caso se fue generando un discurso cada vez más alejado de los textos escritos y leídos que originaron nuestra constitución. El lenguaje se fue llenando de palabras destinadas sólo a ser escuchadas, y volvimos a un tiempo oral que se iría haciendo más y más pasional y primitivo, agresivo y coloquial, ofensivo e insultante hacia el contrincante, pendiente sólo de la sumisión y la lealtad.
Entonces murió el líder y el potencial de sus palabras quedó a la deriva. Las fantasías se convirtieron en mentiras ramplonas, lo ilógico se hizo irracional, el odio perdió la magia de su simpatía, sus salidas graciosas se convirtieron en infortunadas payasadas. Se perdió la noción de límite y, de paso, el sentido del ridículo, al punto de crear un lenguaje inmune a las meteduras de pata, a los errores de léxico, a algo tan inconstitucional como la noticia que acabo de leer:
El presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, dijo este jueves que en el escenario “hipotético negado” de que la oposición llegara a ganar las elecciones parlamentarias del próximo 6 de diciembre “no entregaría la revolución” y pasaría a gobernar con el “pueblo” y en “unión cívico militar”.
Hasta los mismos opositores comenzaron a imitar el tono de esa oralidad extrema, como si fuera la única manera de comunicar, de iniciar las acciones que tanta falta nos hacían. Nuestro lenguaje se convirtió en la peor de las trampas al privarlo de palabras para perdonar, reconocer los errores, aceptar las derrotas, promover los cambios, el equilibrio, las alternativas. El dominio y la permanencia son hoy el único tema presentado, o enfrentado, siempre con una repetición machacada, obstinante, estancada, que se va cerrando sobre sí misma hasta convertirse en ruido, en eco y vacío.
El lenguaje finalmente se convirtió en acción con tanto poder que las palabras hoy son puro adorno y prescindible disfraz. El propio presidente de la Asamblea, el templo de la palabra que estamos a punto de redefinir, crea un programa de televisión donde se presenta con un enorme mazo de plástico que parece una imitación del de Trucutú, personaje en una historieta de mi lejana infancia sobre los trogloditas.
En 1932, Unamuno se jactaba de haber sido el primero en aplicar el mote de troglodita a ciertos políticos. Desde entonces ha sido el calificativo que más teme un demócrata. Un ensayo del abogado chileno John Charney explica por qué este arquetipo es una imagen a evitar:
El Troglodita se mueve frenéticamente en la frontera que separa el apetito de la ambición, pero queda atrapado en sus límites, atascado en sus bordes… …No intenta convencer al mundo sobre el valor de sus ideas, de guiar a una sociedad a través de un proyecto político específico. Por el contrario, el Troglodita busca acumular. Es en la acumulación donde el Troglodita realiza su Deseo, es en la acumulación donde el Troglodita siente que sobresale del resto y obtiene su reconocimiento… …Su apetito infinito subvierte una legítima aspiración de dominio, para transformarla en una delirante carrera por acaparar lo que esté a su alcance… …Es por ello que el discurso del Troglodita es vacío y ambiguo. Es por ello que el Troglodita en su efectismo hará siempre primar la forma por sobre el fondo. Es por ello que el Troglodita nos lleva por un camino insospechado donde el único interés que parece estar en juego en cada acción y en cada decisión es el del propio Troglodita; y donde su insaciable apetito nos convierte, poco a poco, en bocadillos de su fatídico banquete.
El mazo representa el regreso a un tiempo pre-histórico donde priva la pura fuerza sobre la comunicación. En otras palabras: es el fin del lenguaje y, más aún, la sublimación y celebración de este final. ¿Cómo se explica entonces una utilización tan explicita de este símbolo? ¿Qué fin tiene presentarse una y otra vez ante el público y la posteridad con semejante instrumento en las manos?
El martillo o mallete del juez fue introducido por primera vez en 1789 por el entonces vicepresidente de los Estados Unidos, John Adams, para llamar al orden en el Senado. Es un signo de autoridad que se remonta a tiempos de Thor y de Hércules, por quien Adams tenía fascinación. Prefiero estas referencias mitológicas y masónicas a la sombra de un mazo prehistórico sobre la Asamblea Nacional.
Es paradójico que en estos tiempos de salvajismo deslenguado Leopoldo López haya sido condenado a más de trece años de cárcel por una sutil interpretación semiológica de sus palabras.
No soy capaz de ofrecer recetas para enfrentar nuestro propio infierno. Tampoco estoy preparado para ofrecer enseñanzas sobre el uso del lenguaje, menos todavía para convertirlo en instrumento político. Si me atrevo a decir que, si bien no podemos exigirnos una “lógica absoluta desprovista de emociones”, sí podemos buscar un lenguaje más interesado “en los hechos y no sólo en nuestra propia suerte”. No se trata de armarse como un filósofo contra un mundo brutal e irracional, pero sí de recordar que nuestra única arma continúa siendo la palabra. No sólo la que revela lo que realmente sentimos y creemos, sino también la que permite dialogar con lo que siente y cree nuestro prójimo; no sólo la palabra que actúa y domina, también la que comunica y comparte, la que se adentra y nos revisa, para enfrentar con renovada, decidida y valiente claridad la cita que tenemos dentro de un mes.
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