Llamo a un amigo a las siete de la mañana y me dice que se despertó con una pregunta en los labios: “¿Habrá sido un sueño?”. Monterroso definió esa angustiosa sensación en un cuento irreducible y ya clásico:
Cuando se despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.
En el cuento de Monterroso la fantasía es tan cierta como terrible; en el caso de mi amigo la fantasía de lo soñado es tan cierta como estimulante. La victoria, más que un logro, es un reto.
Sin pensarlo mucho, respondo a la pregunta de mi amigo:
—Cuando despertaste seguía a tu lado la misma mujer bella y feliz.
Mi amigo se ríe. Yo también. Los dos estamos despertando a algo que no habíamos concientizado: La oposición es esencialmente femenina.
Mi padre decía que los hombres siempre ganan, pero las mujeres jamás pierden. Desde niño le fascinaba como el universo femenino abarca áreas enormes y siempre funciona a la perfección. Asuntos que requieren de fatigas y coincidencias inauditas como un bazar, la celebración de un matrimonio o doscientas hallacas, fluyen sin aparente esfuerzo.
Pero no me refiero a los actos que tradicionalmente organizan las mujeres. Quiero explorar esa alma femenina que busca el equilibrio ante lo masculino. Todos nos movemos entre estas dos fuerzas. Una de las tareas de la civilización ha sido repartir la carga y conceder a hombres y mujeres el poder disfrutar de ambas posibilidades y, así, acercarnos plenamente a los que nos hace iguales: seres con la misma capacidad de amar, de crear.
Los griegos representaron una y otra vez la amplitud de este espectro. Un ejemplo es Hestia, imaginada como Diosa del nodo, del punto inicial de la orientación, del arreglo del espacio, del centro de los asuntos domésticos, frente a un Hermes representado como Dios de lo mutante, del perímetro, de los bordes, de lo impredecible e incontrolable.
Hestia ha ganado terreno en un país como Venezuela, harto de extremos, con una seria incapacidad para creer los unos en los otros, pero hambriento de certidumbre. Hablar hoy de macroeconomía, de ideologías o de principios políticos es sospechoso y ladilla. Lo doméstico, lo local, lo ordinario y cotidiano, la vida en su dimensión más palpable ha pasado a primer plano. La gente quiere que su entorno se maneje como las casas bien organizadas, y la búsqueda de ese inmenso hogar se ha convertido en la consigna política que tiene mayores efectos.
La feminidad es una manera de enamorarse de la patria desde una sosegada efervescencia. La feminidad encarna una introspección más natural ante la dispersión y la duda. La feminidad es una paciente impetuosidad. La feminidad es la perseverancia por mantener una noción de centro. Pero yo no soy quien para definir todo lo que quiero descubrir.
Más seguro estoy de que el país está cansado de tanta masculina prepotencia, de tanta guapetona incompetencia, de la desbordada vitalidad del acoso, de la terca tenacidad, de exacerbaciones de lo masculino que mas incitan a la inhibición que al ejemplo.
Hay una manera de narrar lo que nos está sucediendo:
Había una vez una mujer que se fue hartando del esposo. Cuando ella le decía:
—Es que me estás maltratando.
El marido le respondía:
—Quédate tranquilita porque si reclamas mucho te voy a dar dos coñazos.
Y así llegó el día en que la esposa no aguantó más y habló claro:
—Ya no te quiero más.
Ahora falta saber cómo va reaccionar el marido. Su única ventaja es que la mujer aún no está verdaderamente enamorada de otro, sólo harta de él. Pero, ¡cuidado! La esperanza de felicidad hace a la mujer muy enamoradiza.
La verdadera falla de Maduro no ha sido el no saber mantener lo que heredó, más grave es no haberse percatado de que heredaba una locura, y, peor aún, persistir en sostener lo insostenible. Se necesita mucha sabiduría para saber enfrentar la perdida de un amor, más aún cuando se juraba que este era incondicional, dependiente y asustadizo.
La MUD ha revelado lo efectivo de su feminidad. Carecía de cargos y prebendas. Sólo podía ofrecer promesas y paciencia. Era más un contexto que un elemento de poder concreto. Hay una gran diferencia entre algo que ocurre y un lugar donde suceden cosas.
Formar parte de la MUD era como llegar a un lugar de encuentro donde más importa el diálogo que dominar con tu palabra. Aveledo y Torrealba supieron darle ese sentido de inclusión al dirigirla sin imponerse, sin afanes de perpetuarse o figurar más que sus representados.
El oficialismo, en cambio, fue exacerbando lo peor de la masculinidad. Exhibió sus amenazas, su capacidad de aplastar, de inhabilitar, de rechazar, de encarcelar. El mazo de Diosdado quedará para la historia como el símbolo de esta fuerza desmedida que llegó a generar una suerte de “Nojodaismo”, muy cercano, por cierto, a las pesadillas con dinosaurios. Las expresiones más perimetrales, más “al borde de”, más impredecibles e incontrolables ocuparon el centro con ínfulas de perpetuidad.
No es casualidad que la victoria de la MUD derive en una Asamblea, la expresión de poder más parecida a una gran casa. Los diputados elegidos deberán recordar que Asamblea viene, a través del francés, de “juntar”. Y también lo mucho que tiene de esa Hestia que fue diosa del hogar, o del fuego que da calor y vida a los hogares, y también de la cocina y la arquitectura, dos tareas ligadas a lo más simple y sublime del ser humano, que requieren mucho tiempo y trabajo, buenas ideas y, sobre todo, saber concretar.
Existe otro principio más sutil que debe recordar todo diputado: el amor es dolorosamente preciso y exigente. Mi padre me lo recordó un día y he tratado de no olvidarlo:
—Una mujer enamorada le perdona a un hombre todo sus defectos, la que no lo está, no le perdona ni siquiera sus virtudes.
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