Europa a la deriva
EL NACIONAL 5 DE JUNIO 2013 - PÁG. OPINION 8
La situación de Europa es una muestra de las consecuencias no intencionales de la acción política, es decir, del hecho según el cual los resultados de la acción contradicen con frecuencia los propósitos que inicialmente la impulsaron.
El proceso de unión europea luego de la Segunda Guerra Mundial comenzó de manera modesta, focalizado en aspectos económicos específicos. Sin embargo, desde un principio, las ambiciones de algunos sectores de las élites políticas de Europa, en especial en Francia y Alemania, apuntaban más allá. Lo que empezó como un proyecto de mercado común de bienes y servicios derivó hacia un plan de unión fiscal, bancaria y política. La inminencia de la reunificación alemana, luego de la caída del Muro de Berlín, aceleró la fatídica creación de una moneda única y acrecentó las ínfulas de poderío de las élites en toda Europa.
Las cosas han salido al revés. Con la unidad europea se quería controlar el peso de Alemania en el continente, pero hoy Alemania domina financiera y económicamente la región. Se quería minimizar los nacionalismos y reducir las tensiones entre los diversos países que componen Europa, pero hoy esas tensiones no hacen sino aumentar. Se quería impulsar la prosperidad, productividad y competitividad de la zona pero hoy son millones los desempleados, en especial jóvenes. Se quería mover la política hacia el centro y evitar los extremos, pero hoy el continente es terreno fértil para el radicalismo político de izquierda y derecha.
Con la parcial excepción de Alemania, única beneficiaria del euro, Europa ha dejado de crecer. Es cierto que la economía alemana se ha salvado hasta los momentos de los peores efectos de la patología que aqueja al resto de Europa; pero el crecimiento alemán ha venido perdiendo fuerza, y los bancos alemanes se encuentran seriamente enredados en el rompecabezas de deudas impagables que asfixia las redes financieras de la zona. Alemania sigue siendo un importante motor productivo, pero por sí sola es incapaz de sostener a una Europa a la que ahogan los insaciables y manirrotos Estados de bienestar establecidos las pasadas décadas.
Para reanudar un camino de crecimiento, Europa tendría que desmontar la utopía que le llevó a vivir en un mundo de fantasías durante mucho tiempo, a creer que la historia había alcanzado su culminación, que el progreso eterno estaba asegurado y que las nuevas generaciones tenían garantizado un futuro de infinita prosperidad. Pero despertar de un sueño placentero es terrible y los europeos se niegan a hacerlo.
Es comprensible. De allí que el debate acerca de lo que ahora ocurre y sobre lo que debería hacerse para enmendar el rumbo haya caído en el pantano del falso dilema entre austeridad y crecimiento. La verdad es que la tal austeridad no es otra cosa que la imperiosa necesidad de reformar a fondo el mercado laboral dándole flexibilidad, reducir los impuestos para que la gente invierta en empresas y puestos de trabajo, y bajar un gasto público que no hace sino inflar las inmensas y ya incosteables deudas adquiridas durante los años utópicos.
Europa está a la deriva y a la espera de un milagro. El factor crucial de la actual crisis europea no es económico y tampoco político; es psicológico. Me refiero a la notoria dificultad de las élites cuyas ambiciones se han derrumbado, y de los pueblos cuyos sueños se han pulverizado, para dar respuesta al reto fundamental que enfrentan: cambiar el modelo económico estatista, cuasisocialista y paternalista que les aprisiona y dejar de lado una moneda única que no funcionó.
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