EL CARABOBEÑO 28 agosto 2011
afermin@el-carabobeno.com
Concha Ordaz de Rojas cumplirá el próximo miércoles cien años de nacida, conservando una lucidez tan admirable que afirma: "No le puedo pedir más a Dios, porque todavía tengo la gracia divina de poder pensar y reír".
"Soy una privilegiada cuando hay tanta gente con muchos menos años que yo que está echada a perder, que ni ven, ni hablan. Yo lo que estoy es adolorida. El cuerpo se ha ido desgastando y he perdido la fuerza. A estas alturas ya no sé ni quién vive ni quién se murió. Es la soledad de los viejos".
Sorprende la claridad de criterios de esta indomable margariteña centenaria con quien converso, como su hijo afectivo, en su residencia cercana a Pampatar, donde transcurren sus últimos años, como sobreviviente de una generación de legendarias mujeres que, desafiando peligros y entregadas al trabajo, hicieron fortuna con el contrabando de mercancías como oficio.
"En esa época el contrabando, más que un delito, era una forma de subsistir en una isla donde no había trabajo, ni producción. Yo fui contrabandista y a mucha honra", afirma con una voz que no ha perdido su sonoridad.
Concha Rojas tenía las características para ejercer ese oficio: don de mando, carácter de acero, habilidad para el comercio, conocimiento de las leyes y desconocimiento del miedo. Pero, al mismo tiempo, era generosa, practicante de la sentencia cristiana: que tu mano izquierda no sepa lo que hace la derecha.
Nacida en Los Hatos, hoy Altagracia, el 31 de agosto de 1911, en el matrimonio de Pedro Ordaz y Dolores Adrián de Ordaz, fue educada en la escuela Luisa Cáceres de Arismendi, de La Asunción. Tenía conocimientos del castellano, que hablaba y escribía correctamente, con una bella letra. Sacando cuentas competía en rapidez con una calculadora.
Con su marido Jesús Rojas Campo, fallecido, formó una distinguida y muy estimada familia integrada por sus hijos Rómulo, fallecido; Dalila, Gustavo, Lulín, Gregorio, Jesús Rafael, Belkis y Rodolfo Rojas Ordaz, y quien escribe.
En Porlamar, don Chucho fundó la zapatería La Dalilubel, para la cual diseñaba modelos de última moda y los confeccionaba con tanto esmero que parecían importados de Italia. Después convirtió su casa de habitación en una de las tiendas más surtidas de la isla.
"Trabajé demasiado. Con la ayuda de los muchachos, porque no podíamos tener dependientes que vieran tanto contrabando junto, convertí nuestra tienda, La Dalilubel, en una máquina de hacer real".
Recuerdos centenarios
Yo no mandaba a comprar mercancías a Curazao, Aruba, Trinidad o Grenada, como hacían otros comerciantes, con el riesgo de que se las decomisaran en altamar. Compraba todo lo que me llevaban y, como pagaba plata en mano, conseguía los mejores precios.
Me encantaba vender telas finísimas de Inglaterra y Suiza, perfumes franceses, bluyines, pantalones de caqui, camisas americanas, whiskies y champañas Moët & Chandon y Veuve Clicquot, que son mis preferidas. Pero también vendía mercancías nacionales. La ropa interior Van Raalte y las camisas Arrow eran de primera.
Nunca me quitaron un contrabando; ese es mi récord. Si la Guardia Nacional se llevaba una mercancía de inmediato me iba a la aduana. Cuando los guardias me veían decían: "Llegó la abogada, se acabó lo que se daba". Me presentaba como la víctima. Les decía: "Ustedes allanaron mi hogar sin la autorización de un juez, sin tomar en cuenta que esa mercancía fue traída legalmente, aquí están las facturas". Y como era gente decente, me entregaban la mercancía completica.
Chucho y yo hicimos mucha plata. Invertimos en el primer bowling que se instaló en Margarita. Costó más de dos millones de bolívares en los años 60. ¡Imagínate el realero que eso era! No dio ganancias sino dolores de cabeza.
"A los cien años todavía puedo pensar y reír"
ALFREDO FERMÍNafermin@el-carabobeno.com
Concha Ordaz de Rojas cumplirá el próximo miércoles cien años de nacida, conservando una lucidez tan admirable que afirma: "No le puedo pedir más a Dios, porque todavía tengo la gracia divina de poder pensar y reír".
"Soy una privilegiada cuando hay tanta gente con muchos menos años que yo que está echada a perder, que ni ven, ni hablan. Yo lo que estoy es adolorida. El cuerpo se ha ido desgastando y he perdido la fuerza. A estas alturas ya no sé ni quién vive ni quién se murió. Es la soledad de los viejos".
Sorprende la claridad de criterios de esta indomable margariteña centenaria con quien converso, como su hijo afectivo, en su residencia cercana a Pampatar, donde transcurren sus últimos años, como sobreviviente de una generación de legendarias mujeres que, desafiando peligros y entregadas al trabajo, hicieron fortuna con el contrabando de mercancías como oficio.
"En esa época el contrabando, más que un delito, era una forma de subsistir en una isla donde no había trabajo, ni producción. Yo fui contrabandista y a mucha honra", afirma con una voz que no ha perdido su sonoridad.
Concha Rojas tenía las características para ejercer ese oficio: don de mando, carácter de acero, habilidad para el comercio, conocimiento de las leyes y desconocimiento del miedo. Pero, al mismo tiempo, era generosa, practicante de la sentencia cristiana: que tu mano izquierda no sepa lo que hace la derecha.
Nacida en Los Hatos, hoy Altagracia, el 31 de agosto de 1911, en el matrimonio de Pedro Ordaz y Dolores Adrián de Ordaz, fue educada en la escuela Luisa Cáceres de Arismendi, de La Asunción. Tenía conocimientos del castellano, que hablaba y escribía correctamente, con una bella letra. Sacando cuentas competía en rapidez con una calculadora.
Con su marido Jesús Rojas Campo, fallecido, formó una distinguida y muy estimada familia integrada por sus hijos Rómulo, fallecido; Dalila, Gustavo, Lulín, Gregorio, Jesús Rafael, Belkis y Rodolfo Rojas Ordaz, y quien escribe.
En Porlamar, don Chucho fundó la zapatería La Dalilubel, para la cual diseñaba modelos de última moda y los confeccionaba con tanto esmero que parecían importados de Italia. Después convirtió su casa de habitación en una de las tiendas más surtidas de la isla.
"Trabajé demasiado. Con la ayuda de los muchachos, porque no podíamos tener dependientes que vieran tanto contrabando junto, convertí nuestra tienda, La Dalilubel, en una máquina de hacer real".
Recuerdos centenarios
Yo no mandaba a comprar mercancías a Curazao, Aruba, Trinidad o Grenada, como hacían otros comerciantes, con el riesgo de que se las decomisaran en altamar. Compraba todo lo que me llevaban y, como pagaba plata en mano, conseguía los mejores precios.
Me encantaba vender telas finísimas de Inglaterra y Suiza, perfumes franceses, bluyines, pantalones de caqui, camisas americanas, whiskies y champañas Moët & Chandon y Veuve Clicquot, que son mis preferidas. Pero también vendía mercancías nacionales. La ropa interior Van Raalte y las camisas Arrow eran de primera.
Nunca me quitaron un contrabando; ese es mi récord. Si la Guardia Nacional se llevaba una mercancía de inmediato me iba a la aduana. Cuando los guardias me veían decían: "Llegó la abogada, se acabó lo que se daba". Me presentaba como la víctima. Les decía: "Ustedes allanaron mi hogar sin la autorización de un juez, sin tomar en cuenta que esa mercancía fue traída legalmente, aquí están las facturas". Y como era gente decente, me entregaban la mercancía completica.
Chucho y yo hicimos mucha plata. Invertimos en el primer bowling que se instaló en Margarita. Costó más de dos millones de bolívares en los años 60. ¡Imagínate el realero que eso era! No dio ganancias sino dolores de cabeza.
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